de Portafolio

Desvinculaciones

Por Valentina Muñoz López

Caravana

Abro el casillero en el pasillo donde todo el equipo directivo guarda sus cosas. Saco la llave y lo siento: el peso de mi mejilla es como lava avanzando por tierra resignada. Mis labios del lado derecho se unen a esa pesadez y se arrastran, inútilmente, a la par de mis mejillas. Levanto mi mano derecha y la llevo a mi mentón, la subo hacia mis mejillas y voy sintiendo un escalofrío dorsal que me seca la boca, mientras mi corazón da bombazos ensordecedores cada vez más lentos.

Y entonces recuerdo la última pelea que tuve con la profesora de Biología. Esa cabra chica que, sin mi autorización y corrección, les aplicó una evaluación descalibrada a estudiantes de primer año medio. La pendeja proyectó la prueba y le entregó una hoja en blanco a cada estudiante para que solo escribieran el desarrollo. Cuando la increpé, diciéndole que no podía pasar por encima de mí, tomó la prueba que yo le había llevado completamente corregida y la destrozó lentamente frente a mi cara, mientras me decía que, por mi inoperancia, ella no se iba a atrasar en las clases. Esa tarde, al llegar a mi casa, me di dos bofetadas mirando al espejo.

Acomodo la puerta del casillero hacia más atrás y me miro en el espejo falso que todos tenemos pegado en el mismo lugar de la puerta de los estantes, sobre todo, nosotras. Me miro con detalle en él y mi mano, por intuición, sube hacia mi ojo derecho, que cae y pesa al igual que todo lo demás. Quiero abrirlo, levantarlo, pero todo ese lado derecho no es más que lava espesa dominada por la gravedad; el peso de mis rabias y recuerdos.

Ser UTP es una gran responsabilidad. Una que, desde que tomé, decidí respetar y ejercer de la manera más impoluta y justa posible. Toda la vida he sido entregada por completo a mi trabajo. Aunque no llegué al colegio con este gran cargo, he ido demostrando que soy merecedora y competente para llevarlo como mi responsabilidad. Así se lo recalqué a una apoderada vulgar que vino antes del último día de clases. Llegó gritando que cómo era posible que su hijo repitiera de curso si nadie le avisó ni tampoco se hizo algo por él. Cuando la atendí yo, porque su profesor jefe se encontraba con licencia médica, lo único que hizo fue gritarme que éramos unos conchadesumadres, vieja culiá, mal parida, vieja sin vida, asquerosa, y un sinfín de improperios más. Como siempre hago en esos caso, solo la miré y la intenté calmar. Luego de recibir toda su ira y mostrarle con evidencias las causas de repitencia de su hijo, terminó llorando y la acompañé en una oración que la calmó aún más para poder irse del colegio en condiciones. Después, me fui al baño y me di tres bofetadas para aliviar la rabia de su peor insulto: vieja sin vida.

Tengo que entrar a la reunión de desvinculaciones. Al imaginarme pasando la puerta que da a esa sala, las manos me empiezan a sudar y voy dejando en mi cara muerta una estela de sudor que se adhiere como sanguijuela. La boca se me seca, más todavía, y mi lengua descontrolada lucha con la parte oculta de mis dientes haciéndome una herida que, poco a poco, empieza a sangrar. El corazón late cada vez más lento y profundo; lo escucho como bajo del agua y me punza.

Todos los días me levanto a las cinco de la mañana, estoy tomando micro como a las seis y llego al colegio a eso de las seis y cuarenta y cinco. Siempre me toca abrir el colegio. También soy la última que se va, la que cierra. Me dedico a este colegio por toda la vida que no tengo. Soy sola, ni un gato que cuidar. Lo que me da vida es estar aquí y cumplir con todas mis labores.

Mis deberes los tengo muy claros. Soy la coordinadora y debo velar porque las planificaciones de cada docente lleguen a la fecha, corregir sus evaluaciones antes de enviarlas a imprimir, que se encuentren calibradas, encuadradas, y todos los aspectos de formato necesarios. Tengo que ir supervisando las notas de los cursos, solucionar conflictos de estudiantes, de profesores, y entre estudiantes y profesores. Y sin mencionar todo el trabajo burocrático que cada año llega desde el Mineduc. Ser la encargada de todas estas cosas me encanta y le da un objetivo a cada día que comienzo. Más aún, cuando hay docentes que no logran cumplir con los plazos. Allí es cuando tengo que comenzar un seguimiento meticuloso para poder tener todo al día. Si no tengo todo al día, me cuesta dormir y mi mente no deja de ver la forma de poder cumplir y tener todo en check.

Ahora, con mis dos manos, intento abrir más mi ojo, impresionar a mi ceja, endurecer o sonrojar mi mejilla, darles vida a mis labios. Pero cada intento es inútil: todo se levanta gracias a la voluntad de mi mano, pero no se mantiene por sí solo. Sin saber por qué, mi ojo empieza a lagrimear. Siento las pisadas de mi jefa, la rectora, y luego su voz: “Verónica, apúrate, vamos a empezar con las desvinculaciones”. Tomo mi cara con ambas manos y me quedo petrificada, con la mirada estancada, en el espejo falso de mi estante.

Siempre soy la que está atrás de los profesores para que entreguen sus planificaciones y tengan las notas a tiempo. Por lo menos, una vez al día, me paseo por las salas para supervisar que las y los docentes se encuentren haciendo sus clases y no sentados mirando el celular. Deben estar de pie todo el bloque, así es que se mantiene la atención de los estudiantes. También procuro que los contenidos y objetivos se vayan cumpliendo a lo largo del año académico y que coincidan con lo que plasman en papel. Eso mismo respondí a la serie de preguntas y acusaciones que se me hicieron por acoso por parte de la profesora de inglés a mediados de año. Cuando tuvimos que ir a juicio, lo único que dije fue que yo cumplía con mi deber y que, de persecución o acoso, para nada. Es más, los docentes saben cuáles son sus funciones y formas de trabajar exigidas en el establecimiento. Si ella no las cumplía, obvio que tenía que ser meticulosa en mi observación de su desempeño. Eso conllevaba observarla los domingos en la feria para ver si era efectiva en el manejo del tiempo con cosas domésticas; de no serlo allí tampoco, podía entender que no fuera apta para nuestro establecimiento. De lo contrario, quedaba en evidencia que su tema era netamente con nuestra forma de trabajar.

La demanda, al final, quedó en nada; la rectora dijo que solucionaría todo por otros medios, aunque nunca me dijo cuáles. Al salir, le pedí que me esperara fuera del baño. Allí dentro, y sola, me di dos bofeteadas al no entender muy bien qué había ocurrido.

Aplastando mi cara con ambas manos, roja como un piure, respiro pesado y pausado. Tan fuerte es la exhalación que empiezan a salir mocos justamente del lado derecho de mi nariz. Sigo apretando mi rostro, intento achicar mis ojos, pero solo el izquierdo lo logra gracias a mi voluntad; el otro se resigna en el intento. El sudor moja el cuello de mi blusa blanca almidonada. Con los dientes apretados y los labios semiabiertos, se asoma un gemido rabioso lleno de baba y espuma. Como una olla con agua hirviendo rebalsándose.

“Verónica, ¿qué pasa que no vienes?”, dice la rectora a mi espalda. Me quedo petrificada otra vez, miro hacia el suelo y la saliva comienza a caer. Siento su mano en mi hombro con la intención de voltearme. Me opongo con fuerza, a pesar de que soy muy chica. Toma nuevamente mi hombro y se asoma por mi lado derecho. “Verónica, ¿estás bien?”.

La última vez que me preguntaron si estaba bien, les dije que sí a esos dos estudiantes que siempre estaban a la salida del colegio. Luego de mi estoica mirada de calma, caminé solemne al paradero de la avenida principal y, escondida entre un poste y un afiche publicitario, me di ocho bofetadas severas y secas, sin botar ni una sola lágrima.

“Verónica”, susurra, mientras descubre mi rostro leproso. La miro con un ojo abierto y el otro caído, al igual que todo mi lado derecho paralizado. “¡¿Qué tienes?!”, grita. Nuestros gemidos se encuentran al punto que mis piernas se quiebran; caigo a la baldosa, entre saliva, mi gemido indomable, mis manos pegadas al rostro. Me abofeteo de manera tenaz.

Caravana

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