de Los poetas de la plaza Brasil

Rigoberto Manfredo Palma Sánchez, “El Taza” (Santiago 1958 - Santiago 2006)

Por Mauricio Embry

Caravana

El perfil que leerán a continuación es producto de diversas entrevistas llevadas a cabo por el periodista Julio Rivadavia entre junio y agosto de 2011. Originalmente, estaba destinado a aparecer en un reconocido periódico chileno –cuyo nombre preferimos mantener en el anonimato–. Sin embargo, el editor de turno decidió no publicarlo por tratarse, según él, del perfil de un poeta “irrelevante para la historia de la literatura”. Gracias a Caravana y a su incesante búsqueda de escritores fuera del canon, hemos desempolvado este texto que había permanecido inédito hasta hoy.

Resulta difícil hablar de la vida de un poeta del que tan poco se sabe. Las historias y mitos orales del Taza han suplido cualquier fuente biográfica seria. Se dice que nació en un chalet de calle Dardignac, en pleno barrio Bellavista, en el seno de una familia de clase media, relativamente acomodada. El padre, Ramón Palma, era funcionario público en un Juzgado Civil mientras la madre, Paloma Sánchez, estaba abocada a la crianza de sus hijos: Rigoberto y Dorotea, a quien todos apodaban, cariñosamente, Doti. Pese a algunas infidelidades ocasionales del padre (de los que la señora Paloma era consciente y aceptaba sin queja alguna), el matrimonio vivía una relativa estabilidad. Jamás peleaban delante de los hijos y el señor Palma incluso solía ayudarle en las labores domésticas, especialmente en la cocina (algo considerado liberal para la época). Los primeros diez años del Taza fueron los más felices, asistiendo a un liceo de prestigio, jugando con los amigos del barrio con pelotas de trapo y tirando algunas piedras a las ventanas. La tragedia, sin embargo, no tardaría en llegar a su vida.

La situación partió por una anécdota cotidiana. Los niños estaban jugando a Batman y Robin, y al Taza se le ocurrió subir a su querida Doti (con antifaz de Robin) a una carretilla en un improvisado batimóvil que él, disfrazado del murciélago, conducía a toda velocidad. La niña, según contaría el Taza a sus amigos poetas cada vez que bebía un par de piscolas, parecía feliz. El viento le hacía cosquillas y ella, cada tanto, se volteaba a mirar a su hermano muerta de risa, dejando a la vista los cuatro dientes de leche que aún le quedaban. La mala fortuna quiso que el tendedero, en el que la señora Paloma estaba secando la ropa interior de la familia, se enredara en el cuello de la bella Doti, quien cayó de espaldas sobre la carretilla y se partió la cabeza. La niña no tuvo tiempo ni siquiera de llorar. El Taza se quedó paralizado, viendo cómo la sangre se esparcía por el suelo rápidamente. Quiso llamar a su madre, pero la voz no le salía y se le quedaba entrecortada en la garganta, como si tuviera flemas. Pensó en el castigo que le esperaría. Pensó en las consecuencias que tendría para Doti si quedaba idiota luego del golpe. Pensó en que, tal vez, no había sido para tanto después de todo y podía reanimarla sin llamar a nadie. Y dudó. Decirle a la madre o no decirle a la madre. No logró decidirse hasta que la señora Paloma, en un arranque de lo que se suele llamar “instinto maternal”, salió al patio y encontró al Taza, con las manos llenas de la sangre de su hermanita, removiéndola desesperado para que reaccionara. Dicen que el grito de la madre resonó en la oreja del Taza hasta el último de sus días. La niña murió en la ambulancia camino al hospital.

A partir de entonces, la señora Paloma cambió la actitud con su hijo. No volvió a abrazarlo y solo le dirigía la palabra lo estrictamente necesario. “Ahí está el desayuno”, “no llegues tarde a clases”, “ahí está la cena”. Nada más. El resto del día lo pasaba encerrada en su pieza durmiendo, llorando o rezando. El niño Rigoberto, con once años recién cumplidos, solo deseaba un castigo o, al menos, una reprimenda, pero lo que obtuvo fue una condena mucho peor: indiferencia. Ramón Palma fue menos duro que su mujer. Entendió que todo había sido un accidente e intentó sustituir en vano el cariño de la madre llevando a su hijo de paseo al cerro San Cristóbal, comprándole una bicicleta o dándole dinero para ir el cine. Pero el cariño de una madre no puede sustituirse y, por más que se esforzó en regalarle juguetes o inventar paseos, su propio dolor le impedía acariciar a su hijo o volver a mirarlo como antes.

Los siguientes cuatro años, el joven Rigoberto dejó poco a poco de comer y llegó a pesar menos de cincuenta kilos; la angustia por la muerte de Doti le impedía digerir cualquier comida. En el liceo repitió varios cursos y terminaron echándolo. No era falta de inteligencia, sino de interés. Solía sentarse al último y, mientras los profesores hablaban del sistema respiratorio o del teorema de Pitágoras, él se echaba sobre un abrigo que le había regalado su padre y dormía. Cuando los profesores le llamaban la atención, Rigoberto no discutía. Prefería el silencio como arma de combate. Años después, le diría a su gran amiga y poeta, la Tía Gali, que el silencio era la mayor virtud del poeta y del guerrero, porque hacía reflexionar al lector y exasperar al adversario. Y, en efecto, los profesores terminaban echándolo de la sala de clases furiosos y, a la vez, estupefactos con su actitud desinteresada. Parecía que nada en el mundo era capaz de conmoverlo. Él mismo vaticinaba (y quizás anhelaba) una vida de aburrimiento hasta que encontró un libro que le cambió la vida.

Según cuenta Caifás, ese día Rigoberto había hecho la cimarra en el colegio, como solía hacerlo casi todos los días, y entró a una librería de viejos. Allí sintió una especie de susurro en el oído cuando pasó junto a un libro, del cual emanaba un extraño brillo grisáceo, como si estuviera encantado. El libro era Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont. El Taza comenzó a leerlo en la misma librería y no pudo soltarlo. Sentía que describía su propia vida y, a la vez, marcaba el destino que debía seguir. Le fascinaba la forma en que el hablante se dirigía al lector, casi amenazándolo, diciéndole que, tal vez, le convenía no seguir leyendo, lo que solo aumentaba el deseo de continuar. La frase que más le marcó en sus primeras páginas fue: “Estableceré en pocas líneas que Maldoror fue bueno durante sus primeros años en los que vivió feliz (…) Advirtió, luego, que había nacido malo (…) Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos años, pero, por fin (…), se arrojó resueltamente a la carrera del mal”. Y, así como Maldoror, el Taza se arrojó también hacia su destino.

Durante la adolescencia, la familia se mudó a Temuco. Unos problemas financieros de Ramón Palma los obligaron a irse a vivir con los padres de la señora Paloma. Allí, el Taza comenzó su carrera literaria junto a dos amigos que lograron sobrevivirle: Bastián Soto, a quien el Taza apodó Karamazov, por las terribles peleas que tenía con su padre, quien solía golpearlo con una fusta para caballos hasta que cumplió quince años, cuando fue Bastián quien tomó la fusta y le devolvió todos los golpes que había recibido en su vida antes de irse de la casa; y Francisco Leiva, apodado Franz, por el amor que le profesaba a Kafka.

Franz se negó a ser entrevistado, alegando que “quería olvidar esa parte de su vida”. Karamazov, en cambio, habló de un viaje que emprendieron los tres a la montaña, en el que consumieron peyote para conectarse consigo mismos. Aquel día, Franz y el Taza, drogados, salieron a caminar, pero solo Franz regresó. Cuando Karamazov le preguntó por el Taza, Franz contestó: “Estaba conmigo y, de repente, desapareció. Pensé que había vuelto”. Lo buscaron por varios lugares hasta que, al fin, lo encontraron dentro de una zanja, con el barro hasta el cuello gritando: “Estoy en el útero de mi mamá con Doti”.

Según Karamazov, después de ese viaje, Rigoberto no fue el mismo. “En la zanja, tuvo un viaje temporal en el cual nos contó que vio una oreja gigante, con unos pelillos parecidos a los bigotes de Cantinflas, que le auguraban un trágico final y, a la vez, le vaticinaban la inmortalidad de sus escritos. Solo se equivocó en esto último”, me dijo Karamazov con un dejo de ironía. A partir de entonces, buscaron distintas formas de drogarse para buscar inspiración en sus poemas, experimentando otros niveles sensoriales. La mejor droga de todas fue el Tonaril, el remedio para el párkinson de la abuelita del Taza, a quien este le robaba varias píldoras cada vez que iba a darle un beso de buenas noches.

Los tres poetas se juntaban en el cementerio de Temuco, por el que forzosamente debían pasar para llegar a sus casas, y, sobre las tumbas, tomaban el Tonaril que les proporcionaba el Taza. “Además de efectos ansiolíticos y relajantes, era alucinógeno, sobre todo cuando los mezclábamos con algún copetito”, explica Karamazov, así que no tardaban en ver bellos relámpagos en el cielo, que, según él, “parecían como si las almas de todos aquellos que habían perdido su tiempo con familias, hijos, trabajo y otras estupideces similares, regresaran, implorándole a la vida otra oportunidad”.

A los veinte años, Rigoberto publicó su primer poemario tituladoSarro entre los dientes (1978), que incluía quince poemas, de corte escatológico, entre los que destacan “Formas de limpiarse el culo según su signo zodiacal”, “Instrucciones para tirarse peos con el sombrero puesto” y “El semen también está mal repartido”. Según cuenta Caifás, en ellos, el Taza buscaba dar cuenta de la podredumbre humana y la actitud de la burguesía, que se avergonzaba de actos fisiológicos naturales, tratándolos del mismo modo como hacía con los graves problemas sociales del país: como si no existieran.

La crítica lo hizo pedazos. El cura Ignacio Valente dijo que no pudo terminarlo porque, además de ser blasfemo, la descripción gráfica de las excreciones le generaban náuseas. Otro crítico fue aún más violento: “El libro habla de mierda para ocultar que es precisamente eso: mierda”. Pero a Rigoberto no le importó. Se sentía feliz de que la crítica lo destrozara. “Eso quiere decir que estoy haciendo las cosas bien”, les dijo a sus compañeros mientras tomaban un vino en caja en un bar de Temuco al que solían ir después de alguna que otra lectura de poesía.

En ese bar, el Taza conoció a quien, según Karamazov, sería su perdición: Bernardino Sáez, mejor conocido en los bajos fondos como Demian el Grande, en contraposición a Demian el Chico, que era su hijo, y estaba radicado en Santiago para expandir el imperio de drogas de su padre. En ese bar, Demian el Grande apareció vestido con una parka de varios colores y una boina gris. De la nada, invitó a todo el grupo un fortificado de vino blanco con pisco. Pagó todo con dinero en efectivo. “Casi setenta lucas, de esa época, imagínese”, me dijo Karamazov con una sonrisa a la que le faltaban varios dientes delanteros. Demian el Grande habló con el Taza toda la noche; le contó que también disfrutaba mucho la poesía, sobre todo los textos de Pablo De Rokha y Enrique Lihn. Pero fuera de los poetas chilenos, su favorito era Fernando Pessoa, porque eso de usar heterónimos le parecía muy realista. “Al final todos estamos fragmentados”, dijo Demian el Grande. “Yo soy Bernardino, pero también soy Demian el Grande, y, para mi señora, un conchesumadre. Cada una de estas facetas puede ser una persona aparte y, a la vez, una misma esencia, como la trinidad”, dijo y se persignó. Ese gusto por los heterónimos no tardó en pegársele al Taza, quien empezó a utilizar esa misma técnica para escribir sus textos.

Según recuerda Karamazov, Demian el Grande habló toda la noche con el Taza hasta que entró al bar un tipo con barba y gorro de lana. Parecía pescador, aunque bien podría haber sido también un artista. Se sentó junto a ellos y Demian el Grande le preguntó: “¿Pasó lo que tenía que pasar?”. El tipo con cara de pescador o artista asintió. “Muy bien, así aprenderá”, respondió Demian el Grande. Luego, sacó de su bolsillo una pipa con incrustaciones de jade y se la dio. “Por las molestias”, le dijo, y el tipo con cara de pescador o artista se fue del bar sin pronunciar palabra.

Karamazov no escuchó mucho más de lo que hablaron el Taza y Demian el Grande, pero sí recuerda bien cómo, al final de esa noche, Demian el Grande se levantó de la silla y sacó de su bolsillo un revólver. “El Taza de inmediato se paró y nos dijo que nos fuéramos, que Demian el Grande le había advertido que la cosa se pondría fea en el bar.”.

El primer trabajo que Demian el Grande le encargó al Taza fue sencillo, pero necesitaba la ayuda de sus amigos. Ni Karamazov ni Franz querían participar, pero al final el Taza los convenció, argumentando que, como poetas, debían aprender a romper normas. La idea era transportar un kilo de marihuana desde Santiago a Temuco. Viajaron en bus a Santiago, recogieron la mercancía en el lugar que se les indicó: una parcela en Lo Curro, donde un tipo con pinta de gringo les entregó el paquete. De ahí, viajaron de vuelta, en buses separados, y cada uno ocultó la yerba en distintos lugares. Franz fue el menos cuidadoso: la llevó dentro de su mochila sin preocuparse de esconderlo; Karamazov la llevó dentro de su ropa, pegada con papel adhesivo en su cuerpo; y el Taza la metió dentro de una radio gigante, típica de los ochentas. “Siempre tuvo habilidad para armar y desarmar cosas”, cuenta Karamazov.

Un día, el Taza llegó a su casa y se percató de que la radio, repleta de marihuana, ya no estaba en su pieza. Después de preguntarle a sus padres, se enteró de que su abuelita la había mandado a componer, ya que uno de los parlantes no funcionaba bien. Al parecer, el Taza se puso histérico y fue necesario que Franz le pegara un par de cachetadas porque no paraba de decir que Demian el Grande “se lo iba a pitear”. Por suerte, Karamazov conocía al tipo que arreglaba las radios. “En Temuco todos se conocen”, aclara y luego se corrige: “al menos, en esa época”. Así que corrieron al taller y alcanzaron a sacar el producto antes que el técnico lo abriera. Se ganaron más de doscientos mil pesos cada uno, que, en esa época, era una suma más que considerable. Sin embargo, ni Karamazov ni Franz quisieron volver a participar y, al ver que el Taza cada día se sumergía más en el mundo de Demian el Grande, terminaron por alejarse.

“Nos costaba entender el empeño que ponía Rigoberto por tratar de autodestruirse. Era como si buscara la situación más riesgosa posible para ir a meterse a la pata de los caballos. Nunca dio ese paso que algunos llaman madurar y que yo llamo ‘dejar de ser un ahueonao’. Así que, pasados los veinte, nosotros empezamos a trabajar y, en el caso de Franz, a formar familia. También dejamos de lado los bares y, poco después, al descubrir nuestra falta de talento, también renunciamos a la escritura. Yo ahora prefiero dedicarme a leer, que es lo que me da placer. La escritura, al menos la escritura que buscaba Rigoberto, no nos daba placer. Solo exacerbaba la angustia y la soledad; era un pasaje directo al suicidio. Y ni Franz ni yo queríamos suicidarnos”.

El padre del Taza, Ramón Palma, murió cuando el poeta acababa de cumplir veintidós años, de un infarto fulminante. Su madre volvió a casarse al poco tiempo, algo que Rigoberto nunca le perdonó, sobre todo porque el nuevo marido, un militar jubilado de apellido Swarsky, se propuso por todos los medios enrielar al poeta, intentar que “sentara cabeza” y procurar que estudiara alguna carrera o, al menos, que trabajara en algo. Rigoberto solo se dedicaba a emborracharse y a escribir, algo que hacía desde las tres de la tarde, hora en la que despertaba de su curadera, hasta las nueve de la noche, momento en el que volvía a salir de fiesta. Según Karamazov, lo que más le molestaba a Swarsky es que Rigoberto traía más dinero a la casa que el que él aportaba con su pensión. “¿En qué andai metido, cabro?”, solía interrogarlo como si fuera un prisionero de guerra. “En nada, mi cabo, negocios míos nomás”, respondía irónico el Taza, aunque sabía que Swarsky había llegado al grado de comandante. “¡Dime comandante, mierda!”, gritaba Swarsky encolerizado. “A la orden, mi comandante”, decía entonces el Taza, poniéndose la mano en la frente y cuadrándose para burlarse de él.

Un día, en el calor de las discusiones de siempre, Rigoberto lo llamó “milico asesino”, esgrimiendo que él y sus compañeros estaban torturando y asesinando a la población impunemente. Swarsky le respondió con un certero golpe en la boca que lo tiró al piso. Rigoberto se rio en su cara. “¿Así es como les pegas a los presos políticos?”, gritó y Swarsky volvió a pegarle, esta vez en la boca del estómago. Después, le dio un rodillazo en el ojo que casi lo dejó inconsciente. La madre miró todo esto parada en el umbral de la puerta de calle sin pestañear, pero el Taza está seguro de haber visto en sus labios una leve sonrisa. Al día siguiente, se levantó temprano, armó una mochila en la que echó el libro de Maldoror y una copia de Sarro entre los dientes, y tomó el primer bus a la capital. No volvió a saber de su madre.

En Santiago, hizo contacto con Demian el Chico, quien lo contrató para hacerle algunos trabajos. A partir de ese momento, se pierde la pista del poeta durante varios años, aunque se presume que Rigoberto fue adentrándose cada vez más en el mundo del narcotráfico. Algunos dicen que llegó a conocer al Cabro Carrera, aunque, considerando los años en que el gran capo del narco estuvo fuera del país, es poco probable que haya coincidido con Rigoberto, al menos durante los años ochenta. Lo que sí es cierto es que el Taza escribió un poemario completo dedicado a él llamado El poeta de la caspa del diablo, en el que romantizaba sus andanzas por el barrio Franklin, el sindicato del crimen en Valparaíso del que formó parte, y cómo nunca se olvidó de ayudar a la gente de su población. Vender droga era para el Taza el acto poético por antonomasia.

No se sabe bien cómo perdió su oreja, aunque, según varias fuentes, habría ocurrido durante una pelea callejera, luego del asesinato de Demian el Chico por una banda rival. Demian el Grande le habría encargado al Taza y a otros de sus matones arreglar cuentas con el asesino, un cabro de quince años conocido como el Julepe, quien, durante el enfrentamiento, le habría cortado la oreja con una navaja. Meses después, el Julepe amaneció decapitado y su navaja nunca fue encontrada. Según Caifás, el asesinato del Julepe habría sido obra del propio Rigoberto, apodado a partir de ese momento como el Taza. La razón de guardar esa navaja consigo fue para siempre recordar su fracaso y usarlo como inspiración para sus poemas.

A la fiscal adjunta, Adamari Rius, que en ese tiempo hacía su práctica en la cárcel de Colina 1, le tocó defender al Comegatos, uno de los amigos del Julepe, a quien tomaron preso acusándolo del homicidio. Según Rius, el Comegatos fue testigo de todo, pero no podía decirlo en ese momento por miedo a correr la misma suerte del Julepe. A ella, en cambio, sí se lo contó todo en su calidad de defensora. Durante años lo ha callado, pero, considerando que todos los involucrados están muertos, se animó a contarme en exclusiva lo que escuchó de su cliente. “El Taza lo esperó a la salida del Mercado Central, donde el Julepe solía desayunar un caldillo de congrio todas las mañanas después de las ventas”, explica la fiscal. “Se ocultó en lo que se suele llamar un lugar trampa, es decir, cualquier parte que sirva para esconderse y atacar por sorpresa a alguna víctima. En este caso, detrás de un quiosco abandonado. Allí, haciendo uso de algún arma cortante, que jamás apareció, pero que al parecer fue un machete, el Taza le cortó la cabeza al Julepe. No fue una decapitación completa, sino que lo dejó con la mitad de la cabeza cortada y este se puso a correr en dirección al Comegatos en busca de ayuda, manchando todo de sangre en el camino. El Comegatos intentó arrancar, pero se cayó al suelo. Vio entonces los ojos del Taza brillando por efecto del sol que comenzaba a aparecer detrás de la cordillera. Por extraño que suene, el Comegatos dijo que le dio lástima la mirada del Taza. Era como si la sangre del Julepe lo pusiera melancólico. Quizás hasta tuvo dudas si terminar el trabajo, porque cerró los ojos unos segundos antes de darle un segundo machetazo que hizo rodar la cabeza del Julepe al lado del Comegatos mientras su cuerpo le caía encima. El Taza arrancó y la policía encontró al Comegatos con el cuerpo del Julepe en las manos. Aunque lo condenaron, el Comegatos nunca cumplió su sentencia; a los dos meses de cárcel, se ahorcó con las sábanas de su celda”.

Demian el Grande se mostró agradecido porque el Taza vengó la muerte de su hijo y, en señal de confianza, le encargó un nuevo trabajo: atacar una comisaría en Lo Hermida, que estaba generando algunos problemas para el negocio. Según las fuentes que tenía Demian el Grande, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez estaba planeando un atentado y un poco de ayuda no les vendría mal. “Aunque no somos comunistas, tenemos un enemigo en común”, le habría dicho al Taza, según una fuente que me pidió que resguardara su identidad.

La suerte quiso que, en aquel ataque a la comisaría de Lo Hermida, el Taza conociera a quien sería su mejor amiga: la Tía Gali. A las doce en punto, los frentistas saltaron la reja para entrar a la comisaría y carabineros les disparó mientras aún estaban en el aire. El Taza vio cómo sus compañeros caían partidos por la mitad frente a sus ojos, quedando tirados en el suelo con la cabeza sangrando como había sangrado la cabeza de Doti. Quizás fue este recuerdo lo que lo hizo lanzarse, lleno de rabia, contra varios carabineros y dispararles con un fusil. A pesar de que había subido mucho de peso en el último tiempo, ninguna bala logró tocarlo y, en cambio, él sí logró matar a varios policías.

La Tía Gali no era de admirar mucho a nadie, pero vio en este gordo sin oreja y cabeza rapada un tipo con coraje. “Estaba loco, desde luego, pero, ¿quién no lo está?”, me dice sentada en una banca de la Plaza Brasil. Esa noche, ella y el Taza lograron escapar de la comisaría. Nadie más sobrevivió al ataque y, para evitar ser descubiertos, se escondieron en un basurero durante toda la noche. Como no tenían otra cosa que hacer, se pusieron a hablar y descubrieron que ambos eran poetas. El Taza no tardó en confesarle que él no era del Frente y solo estaba ahí con algunos hombres para asegurar el éxito del ataque. A ella no le importó. Pese a ser del Frente, consideraba a casi todos sus miembros unos idiotas. Solo ella y algunas mujeres se salvaban. Los demás eran burguesitos mimados jugando a ser el Che Guevara o Fidel Castro. El Taza le recitó un par de sus poemas de Sarro entre los dientes que a la Tía Gali le fascinaron, algo extraño considerando que casi nunca le gustaba nada de lo que leía. Y menos si era poesía contemporánea. Pese a todo, valoró la autenticidad de los poemas del Taza y, desde ese día, se hicieron inseparables.

Los últimos años del Taza fueron los más prolíficos. Terminada la dictadura, decidieron irse a vivir con la Tía Gali a la Plaza Brasil como mendigos. Si bien el Taza tenía una casa, ese solo era su centro de operaciones para vender droga. Como tenía una cartera de clientes más o menos fija y contaba con la bendición de Demian el Grande para vender en ese sector, podía pasar el resto del día escribiendo. Pronto, se unió al grupo Caifás y, al final, Pelayo. Así fue como nacieron los poetas de la Plaza Brasil.

Al Taza comenzaron a conocerlo como el Fernando Pessoa chileno, porque, al igual que el escritor portugués, acostumbraba a escribir poemas con heterónimos: H.A. Campbell, Raspberry Jones y Ron Budget eran algunos de los nombres más utilizados por el Taza. Pelayo cuenta que le llamó la atención el uso de nombres anglosajones en un país latino, pero el Taza tenía sus razones. “Estrategias de marketing poh, cabro”, le dijo, “no veis que en este país hasta un mojón se vende al toque si lo bautizai Jack en vez de Juancho”.

Aunque solo le quedaba una oreja, con esa escuchaba todas las conversaciones, en especial las de los bares, reteniéndolas como si su mente fuera una casetera antigua. Pelayo nunca había visto a alguien escribir como el Taza: lo hacía como si estuviera condenado a morir al día siguiente y tuviera que terminar su obra antes del fusilamiento. Llenaba páginas en blanco sin dificultad, gastando lápices tras lápices. Cuando se le terminaban, se dice que utilizaba sus propios restos orgánicos para escribir (principalmente mierda, sangre y cerumen de oreja), aunque Pelayo asegura que son invenciones que la gente le atribuye ahora que se ha trasformado en un mito. Sus obras completas fueron publicadas en los primeros números de El moscardón maltés, cuyos ejemplares, pese a su tiraje reducido, aún pueden conseguirse en una que otra librería de San Diego.

“El gran problema del Taza era que había engordado hasta alcanzar los ciento veinte kilos, por lo que dispararle se había vuelto tan fácil como cazar rinocerontes”, comenta Pelayo recostado en el pasto de la plaza mientras fuma un cigarro. “Por eso, siempre que vendía drogas, lo hacía con alguien más que lo cubriera, habitualmente alguno de nosotros. Un día, el grupo completo fue invitado a una presentación de poesía en un bar, pero el Taza no quiso ir y se quedó solo. Le debía plata a uno de sus proveedores, así que casi lloró de felicidad cuando lo llamó un cuico con el que, según el Taza, haría un negocio redondo que le permitiría pasar el resto del mes sin preocupaciones. El problema fue que el cliente se había vuelto loco y creía que se liberaría de su adicción matando al Taza. Por supuesto, era muy tarde para pensar en liberarse. Dicen que el tipo consumió gran parte de lo que le compró antes de huir en dirección al oriente. Nunca lo agarraron. Al final, el Taza tenía razón en escribir así. Después de todo, sí había muerto fusilado”.

El último poema que escribió el Taza, Pelícano Rey, es bastante más lírico que el resto de su obra y parece ser un llamado a la destrucción de la moral cristiana. “El pelícano siempre ha sido un símbolo del amor al prójimo”, dice Pelayo, “el pelícano rey es el que ha roto esas ataduras”. Durante mucho tiempo, ese poema permaneció perdido, pero una joven, que solicitó permanecer anónima, nos entregó un manuscrito del poema en un cuaderno cuadriculado. En esa época era universitaria y estaba leyendo un libro en la Plaza Brasil cuando un tipo calvo, al que le faltaba la oreja izquierda, se había sentado en una banca al frente suyo. A ella le llamó la atención su mirada: era como si acabara de matar a alguien o estuviera a punto de suicidarse. De repente, el tipo sacó del bolsillo una navaja con manchas rojas, que, según dijo la joven, podían ser óxido o sangre, y empezó a lanzar la navaja al aire y a tomarla por el mango justo antes de que cayera sobre su cara. Cuando se aburrió del juego, volvió a guardar la navaja en el bolsillo y se levantó de la banca, dejando caer el papel. Ella trató de alcanzarlo y le gritó varias veces “señor, señor”, pero no pudo encontrarlo por ningún lado; era como si se hubiese desintegrado.

Ningún familiar reclamó el cadáver, así que se cuenta que el Taza terminó disecado en una escuela de medicina en la que, según el mito, los estudiantes le habían mantenido su apodo del Taza y a menudo lo llevaban a tomar cervezas con ellos, cubriéndolo con un abrigo largo y un sombrero para disimular su rigidez. Pelayo aclara que, probablemente, esto no sea cierto, pero, de serlo, está convencido de que sería el final que al Taza le habría gustado.

Caravana

SIGUIENTE PARADA

Rafael García de la Cerda, “El Chibolo” (Lima, 1987)

← IR A LA PARADA ANTERIOR