5ª de Los poetas de la plaza Brasil
El perfil que leerán a continuación es producto de diversas entrevistas llevadas a cabo por el periodista Julio Rivadavia entre junio y agosto de 2011. Originalmente, estaba destinado a aparecer en un reconocido periódico chileno –cuyo nombre preferimos mantener en el anonimato–. Sin embargo, el editor de turno decidió no publicarlo por tratarse, según él, del perfil de un poeta “irrelevante para la historia de la literatura”. Gracias a Caravana y a su incesante búsqueda de escritores fuera del canon, hemos desempolvado este texto que había permanecido inédito hasta hoy.
El bar huele a fritura y cerveza caliente. Es similar al Mastique, donde fue mi entrevista con Pelayo, pero mientras aquel quedaba en Portugal, este se encuentra situado en pleno barrio Lastarria. Su estructura tipo fuente de soda contrasta con los demás restoranes gourmets que infestan la zona. Se llama Torremolinos y, según el Chibolo, acá sirven las mejores papas fritas cocinadas en aceite rancio. Él pide un pitcher y yo una copa de vino. De todos los poetas de la Plaza Brasil es de quien tengo menos antecedentes. Tal vez porque andaba de viaje en Lima cuando entrevisté a los demás o porque su incorporación al movimiento es la más reciente. El chico tiene veinticuatro años, aunque parece de trece. Para pedir la cerveza, el mozo incluso le pide identificación. Por supuesto, no la trae consigo, lo que en un principio parece un problema irresoluble, pero el Chibolo se apresura a decir que soy su padre y que, al fin y al cabo, yo sabré si quiero o no volver alcohólica a mi descendencia. El mozo nos mira alternativamente a uno y a otro con incredulidad. “Su mamá es peruana”, digo intentando explicar la diferencia de acentos. Mala idea. El mozo ni siquiera había reparado en ello y eso lo hace dudar. Se va y le pregunta algo al tipo de la caja, un gordo de bigotes que se levanta de su puesto para mirarnos detenidamente. “¡Eh, don Silas!”, le grita el Chibolo, “¿ya no reconoces a los amigos, broder?”. El viejo se ríe y da la orden de que nos sirvan.
El Chibolo nació en Lima, en Barranco. “Es lo único que extraño de por allá”, me dice, “los atardeceres en Barranco son una verdadera experiencia, pues. No son ni rojos ni rosa, son más bien púrpuras. Ni Martín Adán, con toda la fuerza de su prosa, ha podido hacerle justicia. ¿Has leído a Martín Adán?”. Niego con la cabeza. Suelo no avergonzarme cuando me hablan de un autor que no he leído, pero el tono en que el Chibolo me lo dice, me hace sentir el peor de los ignorantes. “¿Cómo no has leído a Martín Adán?, eso es de pregrado”, agrega luego, tan fuerte, que unas gotitas de saliva me caen en la cara, lo que aumenta mi humillación. “Bueno, normal”, dice bajándole el perfil. “Pelayo tampoco lo había leído. Hace meses le presté La casa de cartón, pero se ha demorado un culo en leerlo. Te lo paso cuando me lo devuelva. Ojalá lo haga, porque ese huevón es bien pendejo.”.
Su padre, Leopoldo García, era un chileno exiliado en Perú por la dictadura de Pinochet. Al poco tiempo, consiguió un puesto como profesor de Filosofía en la Universidad de San Marcos, donde conoció a Natalia de la Cerda, profesora de Letras, en la misma casa de estudios. Ambos se vieron interesados por la figura de Abimael Guzmán a mediados de los ochenta, aunque, por su experiencia de exiliado, Leopoldo era más prudente. No quería tener problemas también en Perú, así que siguió haciendo clases de Hegel sin molestar a nadie. En cambio, Natalia fue mucho más allá; una madrugada decidió unirse a Sendero Luminoso y, siguiendo el ejemplo de la camarada Miriam (la número dos del grupo armado y mujer de Abimael), dejó abandonados a su marido y a sus dos hijos: Rafael y Lautaro, quienes, a partir de ese momento, quedaron al cuidado de su padre.
“Lo último que supe fue que la habían reventado unos tombos de mierda”, me dice el Chibolo sin una pizca de emoción en su voz y masticando con la boca abierta unas papas fritas blandengues. Detesto cuando los periodistas preguntamos “¿y cómo se siente con esto?” al pariente de una víctima fatal, por lo inoportuna y estúpida que resulta la pregunta en esas circunstancias, pero no puedo evitar que se me escape la frasecita. Deformaciones del oficio, supongo. “Me siento frío”, responde. “A pesar de que se fue cuando era muy niño, cada vez que pienso en ella, es como si estuviera calato en medio de la nieve”. Se toma el resto del pitchery pide otro aún con la jarra en la boca.
Leopoldo García decidió regresar a Chile cuando Rafael tenía trece años. En ese tiempo, todavía no sabía nada del destino de su mujer luego de la desarticulación de Sendero Luminoso y tenía miedo de las represalias que pudieran tomar las autoridades peruanas en contra suya o de sus hijos. Su familia, de extrema derecha, lo recibió, como dice el Chibolo, “solo para practicar su caridad cristiana”. Le recriminaban que se hubiese involucrado en el MIR en la época de Allende y que, a consecuencia de ello, hubiese terminado en el exilio y ellos siendo la vergüenza de sus amistades. Pero les parecía aún peor que hubiese escogido para casarse a una “más terrorista que él”, quien ahora era buscada por la justicia. Leopoldo intentó concentrarse en su carrera de docente y pronto logró un puesto en la Universidad de Chile. Sin embargo, cada vez que miraba a sus hijos, especialmente a Rafael, veía los ojos de su amada Natalia, a quien no era capaz de olvidar, aunque, de vez en cuando, metiera a escondidas alguna que otra estudiante a la casa. “Yo lo veía”, dice el Chibolo, “cuando los abuelos salían, este pendejo las metía a nuestro jato para cachar. Al día siguiente, se levantaba con resaca y tiritones de manos que le duraban hasta que volvía a tomarse otras chelitas. Solo ahí le desaparecían los tiritones”.
En el colegio, las cosas no le iban mejor a Rafael. Sus compañeros lo molestaban por ser peruano. Insistían en hablarle de la guerra del Pacífico y culparlo por la muerte de Arturo Prat. “Estaban obsesionados con ese calvo de Prat. ¡Qué culpa tenía yo o mis hermanos de que el huevón se hubiera ahogado por dárselas de héroe! De todas maneras, yo no me quedaba callado y les recriminaba las violaciones y robos que habían cometido los chilenos en la toma de Lima. Ellos se sorprendían y alegaban que eso jamás había ocurrido. Y no me extraña, acá eso no lo enseñan en el salón de clases”.
Su hermano, Lautaro, lo pasó aún peor que él. En el colegio lo trataban de “cholo”, “indio” y, sobre todo, de “come palomas”. Esto último, a raíz de un mito urbano que decía que los peruanos que habían migrado a Chile comían palomas a la brasa en la Plaza de Armas. “Un día, uno de mis compañeros obligó a mi hermanito a comer una paloma muerta del patio de la escuela, así como la que tiene Pelayo en su cajita. Yo iba pasando y vi cómo dos grandotes estaban sobre él. Mi hermano lloraba, haciendo arcadas con la boca llena de plumas. Entre arcada y arcada, les rogaba, pidiéndoles que, por favor, lo dejaran ir, pero los hijos de puta no se compadecían y le gritaban: ‘¡Cállate, cholo, y cómete tu paloma!’”. Rafael dice que, en ese momento, no pudo más, tomó un corta cartón y con él se tiró contra los niños que estaban torturando a su hermanito, clavándoles varias veces el corta cartón en el cuerpo. “No los maté solo por la mala puntería que tengo, broder”, me dijo, “pero les di una lección para que no les quedaran ganas de seguir molestando, pues”.
La situación le valió la expulsión del colegio al Chibolo, así como un juicio penal que, por fortuna, se sobreseyó cuando un juez consideró que el muchacho había obrado sin discernimiento. Leopoldo no dijo nada. Pocos meses antes se había enterado de la muerte de Natalia. Después de años con una identidad falsa, una vecina la había delatado. La policía allanó la casa y le dispararon cuando intentaba escapar. Leopoldo no volvió a ser el mismo. Perdió el trabajo en la Universidad de Chile y se dedicó únicamente a tomar. Ron por la mañana, pisco por la tarde. En la noche, tomaba algo de vino y, para rematar, vodka. “Dice que no se puede enloquecer de amor, pero creo que es mentira. Ya ve usted cómo termino mi viejo. Por eso espero no enamorarme jamás. El amor es una mierda”.
Una noche, Rafael despertó con una almohada en la boca. Sobre él estaba su progenitor, que no paraba de presionar para “dejar de ver los ojos de Natalia”. Afortunadamente, el Chibolo logró zafarse y la cosa no llegó a mayores. El abuelo, sin embargo, tomó cartas en el asunto y recluyó a su hijo en un hospital psiquiátrico, donde, finalmente, ante un descuido de una enfermera, se tomó una caja entera de tranquilizantes; murió ahogado en su propio vómito.
Al consultarle al Chibolo por la relación con su padre, me responde: “Normal, era un pobre diablo. Por él ni siquiera siento frío. Tampoco lástima o rabia por haber intentado asesinarme. Por él solo siento un poco de náuseas”. Se limpia la boca con una servilleta y me pregunta si puede pedir una pizza. Le digo que sí, que claro, que lo que quiera. “¿Te gusta con piña, broder?” Y, la verdad es que no, no me gusta, pero levanto el dedo pulgar en señal de aceptación.
Después de la muerte de Leopoldo, el abuelo le exigió al Chibolo que se metiera al Batallón Germania. Al fin y al cabo, era chileno por parte de padre y debía cumplir con las obligaciones del servicio militar. El batallón le permitiría ir cumpliendo paulatinamente esta obligación los fines de semana y, de paso, tal vez volverse militar en el futuro. “Para alguien como tú, que no sabes comportarte, es la mejor alternativa; tal vez hasta te enderecen un poco y te chilenices más”, decretó. Ese mismo año, entró al Batallón Germania, donde los insultos de cholo y comepalomas se multiplicaron, además de recibir golpes todo el tiempo. Constantemente, lo humillaban diciéndole: “¿Y si hay guerra contra Perú, nos traicionarás?” Ante eso, él contestaba: “Solo mataría a quien intentara hacerme algo a mí o a mi hermano y no me importa que sea chileno, peruano, chino o marciano. Pero jamás mataría a alguien por algo tan ficticio como una nación. Sería como matar a alguien porque le gusta el ratón Mickey, pues”. Entonces recibía más palizas por traidor y antipatriota. Soportó seis meses esa tortura hasta que un día, aburrido de los militares, se escapó de la casa. Tenía dieciséis años. Desde entonces ha trabajado de mesero, de conserje, de guardia de súper mercado y hasta de barman. Actualmente, está cesante, pero ha ahorrado lo suficiente, dice, para estar unos meses sin trabajo y tener el tiempo necesario para terminar su primer poemario: Extranjero del mundo, el cual publicará en El Moscardón Maltés.
A los poetas los conoció como clientes, cuando trabajaba como barman en una cantina del barrio Brasil. Al notar su acento, y en medio de su borrachera, la Tía Gali le contó que había vivido en Perú durante su juventud y él le dio una copita de vino gratis a escondidas del jefe. “Gracias, chibolo”, le dijo la veterana, que es como les dicen en Perú a los niños o jóvenes. Él le sonrió y la Tía Gali le devolvió la sonrisa con los pocos dientes que le quedaban, algo que nunca hacía con nadie. Tanto Caifás como Pelayo quedaron estupefactos ante tamaña muestra de gentileza por parte de la poeta.
Esa noche, los poetas estaban conversando, entre cerveza y cerveza, entre vino y vino, sobre aquello que hace que un texto sea o no literario. “¿Qué es lo que hace que El túnel de Sábato sea literario y, en cambio, otras novelas no?”, preguntó Pelayo. La Tía Gali rebatió diciendo que El túnel tampoco era la gran cosa, que a los quince te podía parecer interesante, pero que, cuando uno maduraba, ya se daba cuenta del truquito que empleaba el argentino para engancharte. “Rulfo, en cambio, sí hace literatura”. “Y no nos olvidemos de La tregua, de Benedetti”, agregó Caifás. La Tía Gali soltó una carcajada. “Eres un cursi sin remedio, viejo”, le dijo. Al final, llegaron a la conclusión de que a todos les parecía que Crimen y castigo era literario, pero no acordaron, en cambio, sobre qué era lo que, “en esencia”, le hacía a ese libro tener este carácter y otras obras no. Discutieron varias horas hasta que la Tía Gali le preguntó a Rafael: “¿Y tú qué opinas, chibolo?”. Entonces él los miró a los tres y les dijo: “En el Perú hay un jugador bien bacán que se llama Johan Fano. En las eliminatorias del mundial pasado, logramos empatar contra Argentina. Nos costó un culo. Estábamos bien cagados hasta que él metió un gol que nos hizo empatar en los últimos minutos. Hasta ahí todo normal, pero resulta que este huevón solo empujó la pelota al final. Quien avanzó al arco y le dio el pase fue otro jugador, el “loco” Vargas. Lo curioso es que nadie se acuerda de él, que hizo toda la jugada, sino de Fano que metió el gol. ¿Qué es lo que tiene Fano y no Vargas? En otras palabras, pues, ¿cuál es el fano de la literatura?”.
La Tía Gali, aunque detesta el fútbol, quedó encantada con la analogía y brindó por Rafael, a quien describió como un “verdadero poeta”. Pelayo no podía creerlo. “Llevo cinco años siguiendo sus consejos y todo lo que escribo le da arcadas. Pero llega un peruano a hablarle de fútbol y descubre al futuro de la literatura latinoamericana”, me dijo cuando le consulté por el episodio del bar. La noche continuó, y las diferencias entre Pelayo y Rafael, a quien comenzaron a llamar el Chibolo, se acrecentaron. El peruano dijo que, para él, el fano de la literatura debía ser algo técnico, no algo mágico o romántico; esa actitud emo estaba bien para la adolescencia, no para escritores adultos. Pelayo se ofendió en el acto. Para él, justamente lo que hacía que una obra fuera literatura y otra no era algo misterioso, cuasi religioso, que no dependía del autor, ni siquiera de la recepción o la crítica, sino de las fibras que lograba tocar en los lectores. Y eso no se podía estudiar como si fueran partículas subatómicas. Caifás no tardó en hacer analogía con el acto sexual. Dijo que, si uno lo pensaba mucho, no lograba la excitación o el orgasmo, que era, precisamente, lo que le pasaba a él, que no paraba de buscar el fano en lugar de dejarse llevar y disfrutar el encuentro. Por eso, lo mejor era no preguntarse tanto, para evitar quitarle lo mágico a la literatura. “Estos hombres siempre pensando en el pico”, dijo la Tía Gali, a lo que el Chibolo hizo ver la similitud entre las palabras “fano” y “falo”, lo que provocó otro brindis de parte de la Tía Gali que hasta le dijo a Pelayo: “aprende, este cabro sí que tiene fano”. Desde ese día, Pelayo lo declaró su némesis, argumentando que solo podía haber un poeta joven en el grupo.
Al preguntarle por su rivalidad con Pelayo, el Chibolo, fumando un tabaco a la salida de Torremolinos, me dice: “Él no puede ser mi némesis, pues. Una némesis es alguien que uno respeta como rival y yo no respeto a ese lameculos de la Tía Gali. Cuando escribe, no sé si está haciendo literatura o solo quiere impresionar a su ‘mamita putativa’. Además, eso de poeta joven, mmm, no lo sé ah, el tal Pelayo ya está bien tío, ¿qué edad tiene?, ¿treinta? Un Rimbaud ya no fue, pues”. En cuanto a la Tía Gali, dice que la admira, pero considera que le faltan lecturas contemporáneas y sin ellas, pronto se volverá caduca. Además, le critica que romantice la lucha armada de Sendero Luminoso. “Le falta información sobre cómo Sendero mataba a los campesinos. Mi vieja era una terruca de mierda, así que lo sé de primera fuente, pero, como suelen hacer los chilenos, la señora ha intentado explicarme a mí cómo se dieron las cosas en el Perú. No le hago mucho caso; la pobre se cree que aún está en los setenta”. De Caifás, dice que es un gran amigo, pero como poeta prefiere no comentar, porque “le tengo cariño y si no tienes nada bueno que decir de alguien, mejor quedarse callado, pues”.
Lo más llamativo del Chibolo es que es el único miembro del grupo que no admira al Taza. “He leído los poemas que están publicados en los primeros números de El Moscardón Maltés y, la verdad, no me impresionaron demasiado. No es mal poeta, ni cagando, pero a mi juicio está sobrevalorado el tío, eh. Yo creo que es más su fama de maldito que otra cosa. En Chile, la mayoría de poetas famosos son diplomáticos o profesores; por ahí quizás se salva Teillier, pero los demás todos llevaron vidas más o menos ordenadas. Ninguno estuvo en un manicomio o murió de hipo. Nosotros, en cambio, tenemos a Martín Adán y a Vallejo, así que no nos impresiona un poeta narco tanto como a ustedes. ¡Les faltan poetas malditos, carajo!, así que o aparecen pronto en la próxima generación o van a tener que inventarlos”.
Cuando nos despedimos, me aprieta fuerte la mano. Le pregunto qué piensa hacer ahora, a ver si se anima a tomar otra copa conmigo, pero niega con la cabeza y me dice: “Me voy a escribir, a ver si encuentro el fano”. Se pone un gorro similar al de Laurel y Hardy, una bufanda de lana algo deshilachada y se va en dirección a la Plaza Brasil.
Lo miro mientras se aleja. Pienso en la vida del Chibolo y en la de los demás poetas de la Plaza Brasil. Para ellos, escribir no es solo juntar letras que tengan algo de sentido. Para ellos no es un hobby paralelo a su profesión de médico, abogado o periodista. Para ellos, escribir es un imperativo categórico de salvación. Pero el Chibolo es más joven. Por eso, quisiera tener la certeza de que terminará mejor que sus compañeros y encontrará un corazón a la altura de su inocencia. Pero ese final de novela no es lo que él desea. Él quiere un final de poeta, y eso es lo que más me temo.
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Los poetas de la plaza Brasil, de Mauricio Embry.
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