de Los poetas de la plaza Brasil

Ricardo Agustín Gajardo Soto, “Caifás”(Santiago, 1960)

Por Mauricio Embry

Caravana

El perfil que leerán a continuación es producto de diversas entrevistas llevadas a cabo por el periodista Julio Rivadavia entre junio y agosto de 2011. Originalmente, estaba destinado a aparecer en un reconocido periódico chileno –cuyo nombre preferimos mantener en el anonimato–. Sin embargo, el editor de turno decidió no publicarlo por tratarse, según él, del perfil de un poeta “irrelevante para la historia de la literatura”. Gracias a Caravana y a su incesante búsqueda de escritores fuera del canon, hemos desempolvado este texto que había permanecido inédito hasta hoy.

Son casi las doce, pero para mi entrevistado es aún “de madrugada”; todos los días, Caifás se acuesta a las siete de la mañana y se despierta al mediodía. Pelayo me advirtió que tuviera cuidado, porque la mayoría de las mañanas Caifás despierta depresivo y no quiere hablar. “Es algo de poetas”, me dijo. “La relación que tenemos los poetas con nosotros mismos es, por esencia, tóxica. Nos amamos tanto como nos odiamos, aunque no de forma simultánea, sino sucesiva”. Por eso, según Pelayo, Caifás despierta odiándose, sentimiento que le dura desde el mediodía a las seis de la tarde. Después, se ama un poco de las ocho a las diez de la noche, cuando se emborracha con algún vinito en caja o una pilsener caliente. Vuelve a odiarse tipo dos de la mañana, al intentar en vano masturbarse echado sobre una banca de la plaza. Se ama de nuevo cuando se pone a escribir, casi siempre desde las tres a las siete de la mañana, y se odia una vez más al releer lo que ha escrito. Ese es, de hecho, el momento en que parece odiarse más que nunca, porque tira al suelo los papeles con rabia y se pone a dibujar encima de ellos penes erectos con sendas lenguas lamiendo sus glandes. De fondo, esboza calas, margaritas y, cuando está en sus peores días, rosas. Con el tiempo, Caifás se dio cuenta de que los dibujos eran mejor que sus poemas, así que en lugar de “poemario” comenzó a llamar a su proyecto “artefacto” y lo bautizó con el muy poco sutil título de Penes y flores, en un muy mal intento de intertextualidad con el disco Días y flores, de Silvio Rodríguez.

Encuentro a Caifás con los ojos entreabiertos, tendido sobre un banco de la plaza. No sé si duerme, medita o murió a causa del frío de la noche. Al principio, dudo si hablarle o dejar la entrevista para otro día, pero decido arriesgarme. Lo saludo varias veces. No se mueve. Apenas acaba de cumplir cincuenta y un años, pero parece de más de setenta. Tiene una barba rala descuidada y llena de canas entre amarillas y moradas, producto de su adicción al café y al vino, que chorrean por su barbilla, tiñendo su barba en el camino. Su frente posee grandes arrugas y surcos, como si jamás en su vida hubiese usado bloqueador. Tiene una calva mal cuidada, rellena de pecas cafés y marcas. Quizás tuvo viruela o peste cristal y nunca obedeció aquello de “no rascarse la cabeza”. Lo peor es que cubre su calva con un par de mechas largas, pajizas, llenas de puntas partidas, que intenta peinar desde su oreja, en uno de los peores intentos de parrones que he visto en mi vida. A diferencia de la Tía Gali, sí huele a lo que uno pensaría que debe oler un mendigo. Usa un pantalón de jeans azul, sospechosamente húmedo en la entrepierna, una camisa amarilla que alguna vez fue blanca y una chaqueta de cuerina con bastante estilo que contrasta con el resto de su atuendo, lo que le otorga un aire de rockero decadente.

Una vez que despierta, se frota sus ojos y me saluda con una sonrisa. Suspiro; al parecer, no ha despertado depresivo como me temía, aunque tal vez esto se deba a que vio el botín que traigo conmigo: dos six pack de cerveza Cristal. A los pocos sorbos, parece resucitar de entre los muertos. Sus ojos se reavivan, su cara parece alisarse y hasta el cabello se le ve con más volumen. Ha rejuvenecido diez años. Se aclara la garganta y comenzamos la entrevista.

Caifás nació en Macul, en un barrio de clase media. Su padre, Pedro Gajardo, era profesor de lenguaje y su madre, Lourdes Soto, profesora de religión. Ambos se conocieron haciendo clases en el Manuel de Salas, se enamoraron y nunca más volvieron a separarse. Las peleas entre ellos, sin embargo, eran brutales. Normalmente partían por minucias: la cerveza no estaba fría, el almuerzo tenía mucha sal o la cama no había quedado bien hecha. Cualquiera de estas situaciones podía activar una hecatombe de recriminaciones mutuas, como si tuviesen una larga lista de crímenes anotados desde que se conocieron. “‘Tú me dijiste gorda en la fiesta de cumpleaños de la Tía Chepa en 1964’, gritaba mi mamacita, ante lo cual mi taita respondía: ‘Y tú le andabai moviendo el poto al primo Julio en el matrimonio del guatón Lalo, en 1962’. Y así se lo llevaban horas y horas, noches y noches, en las que no me dejaban ni dormir con los gritos”. La peor de las recriminaciones era la que le hacía la señora Lourdes a don Pedro por no haber querido tener más hijos aparte de Caifás. “Mi mamita siempre quiso una familia grande, pero, según mi taita, los tiempos no estaban na’ pa’ eso, así que cuando ella quedaba preña’, mi viejo la llevaba a Chillán, donde la Clorinda, una iñora que conocía mi taita de cabro chico. Ella le daba unos menjunjes de yerbas y mi mamita se mejoraba de una, pero, pucha, que le hacía doler el alma a mi viejita”.

Las peleas entre sus padres se incrementaron cuando Caifás llegó a la adolescencia. Ella solía tomar una caja entera de tranquilizantes cada vez que la cosa entre ellos parecía terminar definitivamente y el hombre se iba con sus amigotes a emborracharse. Ricardo, de apenas dieciséis años, debía llevarla al hospital, donde era interrogado como sospechoso por la policía, hasta que la señora despertaba y reconocía haberse tomado las pastillas ella misma en lo que siempre refería como un “accidente de cálculo”. Volvían a la casa y, a las pocas horas, el padre regresaba arrepentido y con resaca. Ella se hacía la difícil un rato mientras él le pedía perdón de rodillas hasta que, al final, se reconciliaban y Caifás debía escuchar sus gritos, esta vez de placer, por horas en la pieza de al lado. Ahí comenzaba una especie de luna de miel que duraba un par de semanas hasta que alguna tontería arruinaba el idilio y el círculo volvía a empezar otra vez.

A pesar de lo complejo de la relación, la señora Lourdes siempre recordaba cómo se habían conocido con don Pedro. Aseguraba que ella soñó con él antes de conocerlo. Lo había visto con su bigote negro y su peinado hacia atrás recitando un poema de Gustavo Adolfo Becker que, estaba segura, era el mismo que recitó cuando ella se acercó a la sala de clases a saludar al nuevo integrante del cuerpo docente del Manuel de Salas. Lo reconoció de inmediato y no le importó que el hombre estuviese a punto de casarse. Ella creía que Diosito estaba de su parte y que, así como el ángel Gabriel le había anunciado a la Virgen María su embarazo, así también le había anunciado a ella su matrimonio con don Pedro. Y por eso luchó por su hombre, sí, porque ya era su hombre mucho antes de que él mismo lo supiera. Se arregló como nunca para el consejo de profesores y lo invitó a un café cerca del Manuel de Salas. El café se transformó en vino y el vino en whisky. Terminaron en un motel a diez cuadras del liceo donde se habían conocido. Nueve meses después, nacería Ricardo y el matrimonio con la otra señora nunca se consumaría. “No sé por qué me pusieron Ricardo, pero me gusta; tiene rima consonante con mi apellido”, me dice con los ojos brillantes mientras se seca un poco de espuma de cerveza de la boca.

A los dieciocho años, poco después de terminar el colegio, Ricardo se fue de la casa. “Mi viejita siempre me dijo que mi padre y ella estaban destinados a estar juntos, y que pasara lo que pasara, mi taita siempre sería su hombre. Y así fue, porque una vez mi viejo le pegó una cachetada y ella, aunque me pidió que actuara, cuando lo hice y le aforré un puñete en el ojo, se puso de parte de él, me tiró de las mechas, me dijo que no podía faltarle así el respeto a mi padre, que el cuarto mandamiento y no sé qué otras leseras católicas más, y me echó a patadas en el poto de la casa. No volví a saber de ellos, aunque, por el tiempo que ha pasado, deben haberse muerto. Probablemente se descuartizaron mutuamente”.

Hacemos una pausa para que Caifás se limpie las lágrimas y tome más cerveza. “Soy sensible por naturaleza, rebueno pa’ lloriquear, así que no se me espante, ¿bueno?”. Yo solo asiento, incómodo. Por coincidencia o machismo, nunca me había pasado que un hombre se pusiera a llorar en plena entrevista. Abro yo también otra cerveza e intento tomármela al seco, como hace Caifás, pero me atoro en el camino y me pongo a toser. “Levante las manos, eso ayuda re que te harto”, me insiste Caifás mientras yo intento sacar el aire de nuevo. Una vez que lo logro, le pregunto por sus gustos literarios.

Me dice que es fanático de Gustavo Adolfo Becker, por herencia de su madre, y de Mario Benedetti. Ellos son la base de su obra, lo que tiene sentido considerando que casi todos sus poemas son de amor o desamor. No sabe bien por qué le gusta tanto el tema, aunque tal vez se deba, me confiesa bajando la voz, a que todavía es virgen, a pesar de tener más de cincuenta años. No puedo evitar atorarme de nuevo cuando me entero de su virginidad y mi sorpresa aumenta aún más cuando me dice la causa: “Es que mi coso nació muerto, fíjese”. Por instinto, le miró la entrepierna mojada. Espero que no profundice en el tema y, para evitarlo, pienso preguntarle por sus últimos poemas, pero es muy tarde. Comienza a dar más y más detalles de su problema sexual. “No es por tamaño, si mi cuestión mide como veinticinco centímetros, pero nunca se me ha puesto dura, no sé, a lo mejor necesita demasiada sangre pa’ llenarla y yo soy anémico. Cuando era joven lo intenté tres o cuatro veces, la mayoría de ellas con chiquillas de la noche, usted me entiende, pero no hay remedio: es una trompa de elefante muerta”. Lo más cerca que estuvo de tener un orgasmo fue un día en que vio un eclipse de luna. Por algún motivo, el color rojizo del cielo lo hizo tener una leve erección con la que intentó masturbarse imaginando que los rayos caían por su miembro inerte y le daban la energía necesaria para levantarse. Pero fue en vano. La erección se fue en cuanto terminó el eclipse. Y al cabo de un rato, la luz pálida de la luna dejó al descubierto su vergüenza colgando sobre el maicillo de la plaza.

Esperando salir del tema genital, le consulto si alguna vez se ha enamorado. Sus ojos vuelven a llenarse de lágrimas, que se deslizan por su nariz hasta llegar a la barba. “Sí”, me dice, “una vez, que es lo máximo que uno puede enamorarse en la vida. Su nombre era Beatriz, como la de Dante”. Tomo nota del nombre para no mirar su lloriqueo que, a estas alturas, ya comienza a hacerse pesado.

La conoció cuando trabajaba de mesero en un restorán de comida italiana. Ella era más joven que él y había pedido dos platos y dos copas, pero no llegó nadie a acompañarla. A pesar de eso, brindó con su acompañante invisible y no tocó ni la copa ni el plato del otro lado de la mesa. Caifás no tardó en darse cuenta de que la chica estaba llorando. “Pensé que la habían dejado plantada, así que me acerqué para ver si necesitaba ayuda. Me dijo que no, se limpió la cara, pagó y se fue. Sentí como si me echaran agua hirviendo por adentro y esa sensación me hizo seguirla. Tenía un mal presentimiento, así que me dio lo mismo que me echaran de la pega y partí cascando detrás de la chiquilla. Fue casi milagroso, fíjese, porque esta bruta se quiso tirar al Mapocho. Si no fuera porque la agarré justito cuando estaba al borde del puente Loreto, no la cuenta dos veces. La abracé fuerte, la tiré pa’ atrás y ella se soltó a llorar en mi hombro. Al ratito, la saqué de ahí y nos fuimos a tomar un helado. Siempre he pensado que Diosito creó los dulces pa’ quitarnos las penas”.

El tipo por el que tanto sufría Beatriz se llamaba Víctor y era casado. Hacía varios meses que había terminado con ella, desde que decidió que se la “iba a jugar” por su mujer, a quien engañó durante años con Beatriz mientras le prometía a esta que pronto se separaría. “Más o menos, la típica historia que todos hemos escuchado alguna vez”, dijo Caifás negando con la cabeza. El restorán donde trabajaba Caifás era el favorito de Víctor y Beatriz. Por eso solía ir sola a recordar los tiempos en que, según ella, había sido feliz. A partir de ese día, Beatriz empezó a juntarse cada vez más seguido con Caifás y le escuchaba los múltiples poemas que escribía dedicados a ella y que forman parte del libro La niña de la niebla (1991), que era como solía decirle el poeta a su amiga. Cenaban juntos, bailaban juntos y hasta dormían juntos. Lo único que no hacían juntos era tener sexo. “Mi trompa de elefante muerta”, me dice a modo de justificación mientras reprime un nuevo sollozo. “Nunca voy a olvidar la cara que tenía cuando lo descubrió. No era de rabia ni decepción, era peor: me sonrió como a un quiltro buscando comida en la basura. Me masturbó por varios minutos, y aunque yo intenté hacer gemidos y poner caras como si estuviese a punto de, bueno, usted sabe… no logré engañarla. Ni hinchadita se me puso la cuestión. Después de un rato, me miró fijo, como una profesora tomando examen a un alumno que no sabe la materia y me dijo: ‘¿Qué?’ y yo le inventé que tenía miedo de hacerle daño con mi coso tan grandote. Ella soltó mi trompa con rabia y me dijo: ‘Dejémoslo hasta acá, no te pasa na’ ni tocándote’. Fue la mayor vergüenza de mi vida. Después de eso, su rabia como que se le estancó en la garganta, fíjese, porque cada día me decía cosas más crueles. Si la invitaba al cine, me decía que cómo era tan imbécil para elegir una película así de mala. Si la llevaba a comer, se quejaba de lo dura de la carne, de lo crudo del pescado y de que el lugar era roteque, así tal cual me decía. Y yo que me gastaba lo poco que me pagaban como mesero en llevarla a lugares bien pintosos, de esos de gente de bien”.

La relación con Beatriz se volvió cada vez más difícil, al punto de que cada vez que tenía problemas con Víctor (habían vuelto varias veces), le contaba a Caifás los detalles, expresándole lo mucho que quería a su amante, esgrimiendo que “estaban destinados a estar juntos a pesar de ser un hombre casado” y contándole detalles sobre su vida íntima. Le hablaba del tamaño, el grosor y lo duro que tenía el miembro su príncipe azul, las posiciones en que lo hacían y detalles escabrosos, como el fetiche que este tenía con olerle las axilas. Lo peor: las pocas veces que Caifás tenía un atisbo de excitación era recordando estos detalles y la humillación que sentía cuando ella le contaba esas historias. La escena siempre era la misma: Beatriz llegaba triste y, luego de contarle su último quiebre con Víctor, empezaba a hablar maravillas de su amante perdido, comparando la potencia sexual de su amante con la incapacidad de Caifás de ser un verdadero hombre. Solo entonces salía renovada otra vez, como si solo pudiera salir del basural en el que la arrojaba Víctor, hundiendo en su mierda al buen Ricardo Gajardo.

La situación dio un extraño vuelco una vez que Caifás, según él mismo reconoce, perdió el control. Beatriz lo llevó a su casa por primera vez, preparó mariscos con vino blanco, le explicó la diferencia entre esa comida y la que servían en las porquerías de restoranes a los que él la llevaba. Luego, le dijo que esperara en una habitación y lo encerró. Caifás pensó que ella le daría algún regalo, quizás se había dado cuenta de que eran el uno para el otro y aparecería desnuda frente a él, incluso aunque no pudiera penetrarla. En su lugar, empezó a escuchar gemidos en la pieza de al lado. Reconoció las voces: eran Víctor y Beatriz, besándose, chupándose, oliéndose y gozando como él jamás podría gozar.

No sabe cómo, pero echó la puerta abajo a patadas. Luego, entró en la otra habitación y le pegó una cachetada a Beatriz. “No sé qué me pasó, fíjese, siempre he sido respetuoso con las mujeres, jamás se me habría ocurrido tocarla ni con el pétalo de una rosa, pero sentí que la vista se me ponía colorada cuando la vi desnuda junto a ese desgraciado. Igual no me las llevé peladas, porque el tal Víctor, que era grandote, me sacó la cresta y por poco no la cuento”. Tiempo después, la situación tomaría un cariz policial: Beatriz apareció muerta flotando en el Mapocho. “Yo creo que se suicidó, oiga, y como ya no estaba su Caifás pa’ detenerla, se me fue de este mundo”. Sin embargo, cuando la policía entrevistó a Víctor, este no dudó en culpar a Caifás, contando la anécdota de la cachetada y argumentando que lo más seguro es que, por despecho, la hubiese tirado al río. “Puras mentiras, caballero, se lo juro”, me dice con el rostro congestionado. “Cómo se le ocurre que voy a matar a quien fuera el amor de mis amores”, concluye, pero, por primera vez, no me mira a los ojos, sino al maicillo de la plaza, mientras se toca la nariz varias veces como si tuviera una picazón que no lo deja en paz.

A Caifás lo buscó la policía por todos lados, pero él se escondió entre mendigos y el caso se cerró sin responsables. Desde entonces, lo poco que quedaba de Ricardo Gajardo desapareció y reencarnó en Caifás, su seudónimo desde que publicó Oda al látigo de la indiferencia (1995), unos versos con rima basados en su relación con Beatriz. Luego publicó dos poemarios más, Versos de amor, amor y amor (1998) y En el décimo círculo del infierno estaba Beatriz (2000). En este último, hace un homenaje a Dante, que se encuentra a la Beatriz de Caifás en el infierno en lugar del cielo. En vez de Virgilio, quien guía a este Dante es Gustavo Adolfo Becker.

Antes de terminar la entrevista, llegan los demás poetas y yo le pido a Caifás que nos declame algunos versos que haya escrito. Él se toma la última cerveza del six pack y lee con pasión:

El último zorzal

Atravesó el infinito

Para caer desnudo

Sobre un lodazal

A su funeral en el río

Solo asistió el búho

El búho y la nada

El búho y la nada

El búho y la nada

En una danza eterna

Como gira un hada

con una sola pierna

Los versos de Caifás hacen vomitar a la Tía Gali –literalmente hace arcadas y de ellas emana un poco de bilis, que cae sobre el maicillo, manchando con algunas gotas mis converse recién compradas–, mientras Pelayo comienza un discurso sobre lo mucho que le ha gustado el poema –uno de los mejores que ha leído en el último tiempo, según dice–. “El búho, claro está, representa la sabiduría y la nada es un concepto esencial en la cultura budista. Si tuviera menos versos, hasta podría ser un haikú”. Todos, incluso Caifás, se quedan en silencio, un silencio que la Tía Gali interrumpe con un fuerte eructo que, afortunadamente, pone fin al soliloquio de Pelayo.

La Tía Gali dice que mejor no intente ser poeta, que a sus versos le faltan potencia. “Son versos impotentes”, dice con una sonrisa maliciosa. A Caifás se le llenan los ojos de lágrimas una vez más. Se levanta, se despide de mí de una reverencia y se va a llorar bajo un árbol, aferrado a la hoja en que ha escrito el poema del zorzal, donde, al cabo de un rato, se queda dormido.

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Rigoberto Manfredo Palma Sánchez, “El Taza” (Santiago 1958 - Santiago 2006)

Disponible el 07-02-2025

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