2ª de Los poetas de la plaza Brasil
El perfil que leerán a continuación es producto de diversas entrevistas llevadas a cabo por el periodista Julio Rivadavia entre junio y agosto de 2011. Originalmente, estaba destinado a aparecer en un reconocido periódico chileno –cuyo nombre preferimos mantener en el anonimato–. Sin embargo, el editor de turno decidió no publicarlo por tratarse, según él, del perfil de una poeta “irrelevante para la historia de la literatura”. Gracias a Caravana y a su incesante búsqueda de escritores fuera del canon, hemos desempolvado este texto que había permanecido inédito hasta hoy.
Al llegar a la plaza, la busco con la mirada. Aún pueden verse a algunos niños jugando, a pesar de que ya empieza a oscurecer. El frío de julio se cuela por mi chaqueta, provocándome un pequeño escalofrío en el cuello. Continúo buscando entre árboles, juegos, maicillo y pasto escarchado. Temo que se haya arrepentido de la entrevista. No se notó muy convencida cuando le conté que estaba escribiendo un artículo sobre los poetas de la Plaza Brasil. Y, aunque se negó al principio a contar su historia, pude percibir una pequeña sonrisa en sus labios, que le dejó una margarita en la mejilla izquierda (aunque bien pudo haber sido una arruga más de las múltiples que pueblan su rostro). Eso me animó a insistirle. Al final aceptó con la condición de que nos tomáramos un vinito mientras la entrevistaba.
Después de quince minutos algo angustiosos (he escuchado que la Tía Gali detesta los atrasos y no se caracteriza por su paciencia), la encuentro. Recostada sobre una banca, parece una vagabunda cualquiera. Por inercia, me echo las manos al bolsillo en busca de monedas. La Tía Gali me sonríe al verme. Solo le quedan unos pocos dientes, pero su sonrisa me parece armónica, como si cada uno de esos orificios fueran a su vez muchas sonrisas pequeñas, o, al menos, la sombra de una sonrisa mayor en la que las raíces podridas hacen un esfuerzo por asomarse a darme la bienvenida. Por curiosidad, me acerco a olerla. Quiero saber si huele a lo que, por prejuicio, uno piensa que debe oler cualquier vagabunda: mierda, orines y vino en caja. Pero no es así. De su chaleco mugriento emana un inexplicable aroma a dulce de membrillo que me recuerda el que solía hacer mi madre en uno de esos moldes con forma de pez. Emocionado, le sonrío de vuelta.
Comienzo preguntándole por su apodo de “Tía Gali”. Mal comienzo; me dice que está cansada de responder la misma pregunta. No puedo evitar tartamudear y, quizás por esto, se compadece, mueve la cabeza, le da un sorbo al Clos de Pirque que pasé a comprar antes de venir y dice: “Partió como nombre artístico y terminó siendo mi chapa en los ochenta. Me gustaba Dalí, antes de volverse fascista, y admiraba la libertad de Gala. La mezcla de ambos nombres dio lugar a mi seudónimo con el que escribí mis primeros poemas: Gali. Lo de tía me lo pusieron los cabros del Frente, porque era la más viejuja del grupo. Cuando supe que Dalí apoyó a Franco y le compró un castillo a Gala, odié mi chapa, pero ya era muy tarde; Marcia había muerto y solo quedaba la Tía Gali”.
Animada por el vino, me cuenta que es fanática del siglo de oro español y que sus poetas favoritos son Sor Juana Inés de la Cruz y Francisco de Quevedo. Nunca se ha pintado ni depilado en toda su vida, aunque aclara que no es por feminista, sino porque le quita tiempo para escribir. “Comparto los valores del feminismo, pero odio a casi todas las feministas. La mayoría son burguesitas mimadas que alegan contra la opresión masculina mientras tienen una nana que les lava los vestidos que lucirán en la próxima protesta.”.
Escribe sonetos y detesta por sobre todas las cosas a Neruda. Más por su estalinismo que por su obra (la Tía Gali es troska). Sabe que los poemas de Neruda están bien escritos, pero, pese a ello, cada vez que lee uno, le terminan doliendo las pocas muelas que le quedan.
La Tía Gali nació en Iquique. Hija de un minero, José García, y de una trabajadora de casa particular, Sandra Ramírez. Fue la mayor de tres hermanos. Los dos pequeños, Tomás y Agustín, murieron de cólera en los años noventa, aunque ya para ese entonces, Marcia había perdido contacto con su familia. El padre se fue al poco tiempo de nacer Agustín y jamás regresó. Según la Tía Gali, su padre se entusiasmó con la revolución y se fue a combatir con el Che y Fidel a la sierra cubana, donde murió en la toma del cuartel Moncada. “Lo pillaron por cagón”, agrega la Tía Gali. “Tenía tanto miedo que le dio churrete y tuvo que hacer atrasito de un árbol en mitad de la toma. Los soldados de Batista lo asesinaron de un tiro en las bolas mientras soltaba sus cobardes tripas. ¡Qué se la va hacer!, se las dio de guerrillero y no le alcanzaba ni pa’ poeta. A muchos les pasa eso, ¿sabes?, aunque algunos tienen un final más decente. José Martí también era poquita cosa pa’ ser guerrillero, pero murió como héroe y fundó un movimiento literario. Mi viejo, en cambio, murió como imbécil, y de poeta no tenía ni la sombra. Si, hasta las pocas cartas que nos escribió, tenían faltas de ortografía”.
La Tía Gali se encargó de la crianza de sus dos hermanos que, en sus palabras, “eran un par de jipientos buenos para nada. Yo me sacaba la cresta cocinando y limpiando nuestra casucha de Iquique cuando la vieja trabajaba. Los lindos, en cambio, se daban la gran vida chupando y fumando yerba con alguna cancioncita de los Beatles de fondo”. Tal vez por eso, la Tía Gali siempre ha detestado al grupo de Liverpool. “La verdad es que me dan náuseas”, dice. “No sé si es por mis hermanos, que los idolatraban como si fueran dioses, o porque sus ideales fueron adoptados por tantos y tantos burguesitos mimados que decían ir contra la moral de la sociedad culeando como locos y metiéndose drogas hasta por los ojos, en lugar de hacer lo único razonable cuando se quieren cambiar las cosas de verdad: alzarse en armas y tomar el poder. Así se hacen las revoluciones, no con florcitas y corazones. El caso de mis hermanos era mucho peor: ni siquiera eran burgueses, eran muertos de hambre igual que una nomás. Y por la chita que hay que ser agilados pa’ no entender que el jipismo no era más que una moda burguesa que en nada iba a cambiar nuestras condiciones de vida. ¿O es que acaso la vieja iba a dejar de ser nana porque estos hueones escucharan la misma música que los hijos del patrón?”.
Marcia hace una pausa, aspira su cigarro con calma, esperando que le haga otra pregunta o, quizás, deseando ponerle fin a la entrevista. La caja de Clos de Pirque está casi vacía y sé que sin vino será difícil que siga hablando. Por suerte, está abierta una botillería frente a la plaza. Le propongo ir a comprar juntos, para evitar que se fugue y, para mi tranquilidad, asiente desinteresada. Su mirada parece perdida, tal vez porque intuye lo que voy a preguntarle. Volvemos con tres cajas más, para evitar quedarnos cortos, y abordo el tema que sé que no quiere abordar: “¿Qué pasó con Abelardo Fuentes?”. Ella me mira fijo y luego parpadea varias veces, como si fuera a cortarme en pedacitos con cada pestañeo. Suspira, fuma y se toma al seco su vaso de vino. “Fue mi compañero y murió acribillado”. Se hace un silencio interrumpido solo por el aleteo de unas palomas que parecen sentir la densidad de la conversación y prefieren huir de nosotros. Le pregunto si estaba enamorada y no responde. Solo me mira con una cara que parece decir “no preguntes pendejadas burguesas”. Debo esperar que se vacíe media caja más de vino para que, solita, me cuente todo.
Abelardo era un médico, amigo de Allende, pero mucho más radical. Ejercía como general de zona en Iquique, lugar donde conoció a Marcia. Todo partió por un accidente; la Tía Gali se dobló el tobillo camino a la feria y Abelardo la atendió en urgencias. Durante varias semanas, tuvo que asistir para que Abelardo le hiciera ejercicios de kinesiología, que le ayudaran a recuperar poco a poco la movilidad del esguince que sufrió. Ella no da muchos detalles de su relación en términos amorosos, aunque reconoce que ambos sentían una gran pasión el uno por el otro. “De esas pasiones que solo sientes a los veinte años y que te cambian para toda la vida”, dice tratando de disimular su voz entrecortada. “Todavía recuerdo el tacto áspero de sus manos masajeando mis tobillos y sus bromas sobre Jorge Alessandri, a quien llamaba ‘el impotente’, porque, según él, de niño, Arturo Alessandri le había pegado tan fuerte en los genitales con la hebilla del cinturón, que no era capaz de hacer naca naca la pirinaca con nadie. ‘No se puede confiar en alguien así para presidente’, decía. ‘Para eso, literalmente, debes tener pelotas”.
Fue Abelardo quien la convenció de arrancar de la casa de su madre, dejar botados a sus hermanos jipis y viajar con él a Santiago para ingresar en el MIR. El propio fundador del movimiento, Miguel Henríquez, era amigo íntimo de la pareja. Los tres estaban convencidos de que, muy pronto, la revolución triunfaría en Chile.
En el MIR tuvieron varios enfrentamientos armados con Patria y Libertad, pero también con miembros de otros partidos o movimientos de izquierda, como el PC, que, según Marcia, “eran unos estalinistas de mierda, esperando que los soviéticos les dieran la orden antes de hacer la revolución. Eran tan mamones que, cuando llovía en la URSS, acá los comunistas sacaban los paraguas. Si nos hubiesen ayudado, quizás todo habría sido diferente. Pero, como pasó durante la guerra civil española, en que Stalin les vendió a los republicanos armas que no servían para nada, lo que precipitó su caída a manos de Franco, los estalinos también nos cagaron en Chile”.
De la muerte de Allende y del golpe militar prefiere ni hablar. “Si hubiésemos estado realmente preparados para la lucha, esto no habría pasado. ¿A quién se le ocurre que vamos a hacer la revolución utilizando herramientas propias de la burguesía, como son la democracia y el estado de derecho? La revolución no debió ser con empanadas y vino tinto, sino con pólvora y aguardiente”. Vino entonces la persecución contra el MIR, la muerte de Miguel Henríquez y del propio Abelardo.
“La madre de Abelardo siempre fue una vieja pituca. Trabajaba como enfermera en el hospital de la Fuerza Aérea y, como que no quiere la cosa, daba información confidencial sobre los compañeros de Abelardo y de su propio hijo a los médicos. Siempre ha dicho que lo hizo sin mala intención, que ‘quizás se le salió alguna que otra cosita delante de algunos médicos’, pero que ‘jamás habría vendido a su hijo’. ¡Vieja bastarda! Siempre le critiqué a Abelardo que mantuviera contacto con su madre mientras estábamos en la clandestinidad, pero él me decía que tenía plena confianza en ella. Fue un iluso. Bastó que la vieja se enterara de nuestro paradero para que, a los pocos días, los milicos nos allanaran. Acribillaron a Abelardo a balazos y a mí me tomaron presa. Fui a parar a Tejas Verdes”.
Por respeto, prefiero no preguntarle sobre lo que vivió en Tejas Verdes y ella no parece querer abordarlo mucho tampoco. Aun así, me comenta ciertas cosas. “No dar nombres cuando estás sobre la parrilla o escuchando a tus amigos gritando de dolor al lado tuyo no es una opción real. Yo, al menos, no me las voy a dar de heroína; solo te puedo decir que intenté dar nombres falsos o de compañeros que sabía que estaban muertos o exiliados. Cualquiera que te diga que no dio nombres, está mintiendo. Los milicos sabían cómo torturarte. Te examinaban, tomaban tu presión, veían tu resistencia y aplicaban la tortura justa que tu cuerpo podía soportar, cosa que no te murieras antes de tiempo, pero padecieras todo el dolor que una izquierdista como yo se merecía. Éramos sus enemigos y ellos los nuestros. Eso fue así, es así y siempre será así. Esa tontería de la reconciliación nacional, tan concertacionista, es una estupidez cristiana que solo se le puede ocurrir a un DC. Yo no perdono a nadie. Mataría a todos los que nos torturaron y les haría sufrir el triple que nos hicieron sufrir a nosotros”.
No sabe bien por qué la dejaron libre. Quizás la confundieron con otra, o quizás los nombres que dio dejaron satisfechos a los milicos. La cosa es que, a las dos semanas, la fueron a tirar de un auto desnuda, herida y ultrajada a la frontera con Perú. “En esa época, estaba Velasco Alvarado en el poder y, aunque a mí me parecía que se había vuelto fascista, todo su discurso era revolucionario, así que me aceptaron en el Perú”. En el país vecino, la Tía Gali trabajó de todo, pero, principalmente, de cocinera. Aprendió a hacer arroz con pato, rocoto relleno, ceviche y un sinfín de platos típicos que la llevaron, poco a poco, a surgir en ese país. Ahí también comenzó a dedicarse a la escritura de manera más continua. De niña, siempre le había gustado la poesía y escribía cada vez que podía, pero con el asunto del MIR no le quedaba tiempo para esos gustitos. En Perú, tenía más tiempo libre, así que retomó la actividad y publicó, de forma independiente y con el seudónimo de Gali, varios poemarios: Entre fusiles y empanadas (1978), Qué roja era mi tierra (1981) y El beso del diablo (1983). La crítica en Perú la celebró, pero acá en Chile ni siquiera salió una reseña, salvo en un periódico de escasa circulación en Iquique, en el que se hacía hincapié en que la Tía Gali había nacido en esa ciudad. Ni su madre ni sus hermanos leyeron jamás esos poemas, a pesar de que en Qué roja era mi tierra hay varios poemas dedicados a su familia como “El asco de la nana por el olor a poto de los patrones”, en la que el hablante lírico claramente está inspirado en su madre, o “John Lennon estaba muerto antes del disparo”, en el que se burla de sus hermanos jipis y su ideología del amor libre.
La Tía Gali regresó a Chile el 85, un año antes del atentado a Pinochet, aprovechando el permiso que dio la dictadura para que algunos exiliados retornaran. Al llegar, entró a trabajar en un restorán de Estación Central, en el que le enseñó sus artes culinarias a la dueña, quien, sorprendida, la ascendió a jefa de los maestros de cocina apenas un mes después de su ingreso. La relación fue fructífera para ambas partes. Marcia era rápida, dedicada y no cocinaba con muchos aliños a pesar de su paso por Perú. “Si es necesario ponerle aliño para que te quede buena la comida, es porque no eres buena cocinera”, decía. Por su parte, la dueña no hacía muchas preguntas y varias veces la ayudó a esconderse cuando a Marcia se le ocurrió entrar de nuevo a los movimientos armados, esta vez al Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
En el Frente no estuvo mucho tiempo. Decidió no continuar después de un ataque a una comisaría de Lo Hermida, en la que todos sus compañeros resultaron muertos, salvo el Taza, con quien fundaría posteriormente el movimiento de los poetas de la Plaza Brasil. “No fue por miedo que me salí, sino porque cada balazo que recibían mis compañeros me hacía revivir la muerte de Abelardo. Además, ya estaba envejeciendo y una de vieja se pone asustadiza”. Al poco tiempo, perdió su trabajo en el restorán, porque el marido de la dueña se enteró que andaba metida en política y no quiso arriesgarse. “Después del atentado a Pinochet, el marido se puso nervioso y me mandó a volar. Con la señora nos despedimos de un abrazo. No volví a verla nunca más, pero estoy segura de que cada vez que haga un ajiaco como corresponde, con tallarines y no solo con papas, se va a acordar de esta vieja que le enseñó todo lo que sabe”.
Una vez que termina la última caja de vino, solo me queda preguntarle por los poetas de la Plaza Brasil, ya que, estando en el grupo, escribió sus grandes poemarios, principalmenteRatas (1994), una sátira de la concertación y El medicucho (1999), el único poemario de amor de la Tía Gali, inspirado en su relación con Abelardo Fuentes. Al consultarle, me responde que no existe un grupo formal. “Solo somos unos vagabundos a quienes nos gusta escribir y hablar leseras complicadas mientras chupamos un buen vinito en caja. Algo así como lo que acabamos de hacer tú y yo”. De todas formas, le pregunto por cada uno de sus integrantes. Su mejor amigo sigue siendo el Taza, aunque lleve muerto más de cinco años. “Escribía cuestiones que, normalmente, me parecerían estupideces, pero su mirada y su voz eran tan originales, que sigue siendo el único poeta contemporáneo al que puedo leer sin taparme la nariz”. De Caifás tiene una opinión clara: “Es un gran amigo, pero un pésimo poeta y un tipo tan atormentado que es incapaz de ver más allá de sí mismo. Jamás le interesó la política y su único afán siempre será enamorarse”. Luego, están los más chicos: el Chibolo, un peruano que “tiene bastante talento, pero le falta constancia para escribir un poemario” y Pelayo, un chileno al que “le sobra constancia, pero le faltan tripas para escribir algo auténtico. Quizás debería escribir novelas”.
Son casi las dos de la mañana. La Tía Gali ha empezado a entrecerrar los ojos y, como hace tanto frío, la tapo con su frazada. De inmediato los abre y me dice: “¿Y a voh quién te dio la confianza de tocarme la cama, pendejo?”. Después se da media vuelta y comienza a roncar.