4ª de Las precipitaciones
La detective me explicó su plan mientras manejaba. Marchábamos hacia los barrios de los suburbios, donde la tormenta ya había encharcado los jardines y el aniego estaba a punto de alcanzar los porches.
Mi contacto en la clínica me dice que su esposa recién ha ido a verlo, dijo. Al parecer, no dieron con ella sino hasta hace poco. Así que nosotros vamos a aprovechar que no hay nadie en casa para darles una visita. Podría ir solo, pensé yo. Menos riesgo, más discreción. Ya encontraríamos la forma de comunicarnos. ¿Aunque cómo? Apenas si tenía unas cuantas horas de haberme convertido en una conciencia errante. La detective, en cambio, había padecido su condición desde que tenía memoria. Menos soberbia, más atención, pensé. Yo necesito que te conviertas en mi radar, dijo la detective, que tu urgencia me indique en qué lugar debo mirar dos veces. Mientras yo busco debajo de la cama, tú fíjate debajo del parqué. No vamos a dejar ni un solo rincón de esa casa sin auscultar.
Me entusiasmó su empleo de la palabra “auscultar”. Es cierto que, de modo estricto, estaba algo fuera de contexto, pero le había servido para enfatizar lo acuciosos que debíamos de ser en nuestra inspección. Ese nivel de expresividad me convenció de que haríamos un buen equipo.
Pensé, entonces, manifestarle mi urgencia por primera vez para advertirle que estaba equivocando la ruta. Hasta la última tarde que pasamos tomando cervezas en el bar de la esquina, mi vecino había vivido cerca del Centro, un par de pisos debajo del mío. ¿O es que acaso se había mudado luego de casarse con la mesera? También consideré que quizás mi vecino nunca lo había sido, sino que solo se las había arreglado para fingir que lo era. Nuestra vecindad bien podía tratarse de otra compleja pantomima que había urdido, en complicidad con el conserje, las chicas de mantenimiento y toda la junta directiva, con el objetivo de frecuentar a cierto perfil de gente obsesionada con vivir por encima de sus posibilidades y atarantada por la economía de la atención. Lo pensé de ese modo porque yo había encajado durante mis últimos años en ese perfil. Decidí, en todo caso, guardarme la urgencia para sospechas con más fundamento.
El verdadero hogar de mi falso vecino resultó ser la típica casa beige con techo a dos aguas de los suburbios. Al igual que las casas vecinas, tenía un jardín delantero separado de la vereda por unas vallas blancas. Durante los meses de verano, el brillo del sol se reflejará en el césped, pensé. Podía incluso imaginar a un niño jugando con un labrador o atendiendo un puesto de limonada con hielo a cincuenta centavos el vaso. En el tercer piso, un amplio balcón conectaba con el ático. Allí había una tumbona de mimbre y una pequeña mesa. Pensé que en aquel balcón mi falso vecino debía pasarse los fines de semana pensando en algo que él creía que yo había dicho, aunque, en realidad, fuese algo a lo que yo solo había asentido. ¿O puede que, más bien, se la pasara viendo a la gente hacer el ridículo en TikTok hasta que cayera la noche, cuando la mesera de la que yo creía haber estado enamorado le llevaba una cerveza fría y se echaba a su lado en posición fetal, de modo que, a pesar de la diferencia de estatura con el enano de su marido, ella pudiera recostar la cabeza sobre su pecho, lamentándose de que el domingo fuera tan corto? Pensé, en todo caso, que nada de eso ocurriría, o habría ocurrido, si tan solo pudiera tomar una ducha aún. Volver siquiera a la época en la que me bastaba con la posibilidad.
Estacionamos el Impala un par de calles más abajo. La detective prefería complicarse la fuga a levantar sospechas. Además, se supone que yo estaba allí para dar la alarma.
Había oscurecido más temprano de lo habitual. Las luces de algunos porches ya estaban encendidas.
Luego de cerciorarse de que no hubiera curiosos alrededor, la detective insertó una ganzúa en la cerradura. Yo intenté adelantarme a revisar la sala, pero me distraje con las fotos de la mesera con mi falso vecino en las paredes y sobre la mesa de centro. En todas, él la tomaba de la cintura y la apretaba contra sí. En todas, también, ella sonreía. A mis ojos, esa sonrisa delataba cierta melancolía artificial, muy bien lograda, sin embargo, como la de un cadáver maquillado para su velorio. También admito que me pareció más flaca. Y más vieja.
La esmerada discreción de la detective con la ganzúa fue arruinada por el rechinar de la puerta al abrirse. Le siguió un andar apresurado que provenía del segundo piso. La mesera estaba descalza, envuelta en una bata de baño, el agua le escurría por toda la piel. Perdona, dijo la detective. Pensé que estabas en la clínica con tu marido. Me dijeron que su esposa acababa de llegar. La mesera relajó el semblante. Habrá sido otra esposa, dijo. Después, dijo que la esperara un rato mientras terminaba de secarse. Puedes servirte una infusión, si gustas. Tengo de arándano, frambuesa, ginseng, dulces sueños, té verde, té verde con limón, té verde con limón y miel, boldo, jengibre con miel, jengibre sin miel, manzanilla, manzanilla de arándanos, té negro con cáscara de naranja y cola de caballo. Me da lo mismo, dijo la detective. Con tal de que pueda echarle un poco de whisky, te recibo hasta desinfectante.
La mesera bajó al poco rato calzando pantuflas y con el cabello envuelto en una toalla. La detective había preparado dos tazas de jengibre con miel. A la suya, le había agregado un chorro del Grant’s que encontró en la alacena. La mesera le dijo que lo usaba para cocinar.
Fíjate que no le conocía amantes a tu marido, dijo la detective. Es decir, aparte de las mujeres a las que chantajea, que entiendo te debe dar lo mismo porque son situaciones muy puntuales que ocurren bajo tu venia, ¿no? La mesera agachó la mirada. De allí, dijo la detective, su rutina transcurre entre este barrio y el centro de salud mental. Sé que no tiene a nadie en el centro de salud mental y habría que ser muy caradura para engañarte con alguien del barrio, aunque sin duda te mereces a alguien así de caradura. Supongo, dijo la mesera. Tomó un sorbo de su infusión. Cogía la taza con ambas manos. Su piel, pegada a los huesos, más que de fragilidad, hablaba de sacrificio. Mira, no voy a discutir si tienes derecho a reprocharme la emboscada o la traición o lo que pienses que te haya hecho, dijo la mesera. Tampoco voy a perder el tiempo con explicaciones, si de todas formas las vas a tomar como excusas. Lo único que puede ofrecerte es venganza. De acuerdo, dijo la detective. Pensé que diría “justicia” para corregirla.
Desde la noche en que te hice lo que tú piensas que te hice, me he dedicado a reunir información sobre él, dijo la mesera. Ya algo sabía de los tratamientos experimentales. Podían parecerme exagerados, pero las condiciones que trataban eran exageradas también: adolescentes que solo podían eyacular delante de girasoles, locos de mierda que aseguraban ser el Minotauro o la Esfinge, una muchacha que podía percibir las miradas morbosas de los muertos. Cuando me hablaste de los chantajes y los abusos, quise pensar que solo eran delirios verosímiles producto de una condición inverosímil. Estaba muy preocupada por ti. Solo por eso le dije quién eras y lo que me habías dicho y dónde encontrarte. Al instante, se dio cuenta de lo que sentía por ti. Nunca lo mencionó de forma directa, pero sí que lo usó de excusa para distanciarse. Ahora que sé todas esas cosas horribles sobre él, estoy segura de que se habría distanciado de cualquier modo.
El llanto intentó sobrevenirle, pero la mesera consiguió retenerlo. La detective acercó su silla y la tomó de la mano.
Me costó mucho reunir toda la información que ahora puedo ofrecerte, dijo la mesera. No te imaginas todas las veces que lo emborraché con ese coctel que te inventaste para ocultar el sabor del whisky barato. Solo así lograba que me dijera aquello que nunca quería decirme cuando estaba sobrio. Una vez que se quedaba dormido, le revisaba el celular. Pude meterme a su correo, a su WhatsApp, ver las fotos que guarda en el iCloud. Suficiente como para arruinarlo de por vida. Y ya ves, ¿acaso he hecho algo con eso? Me la paso acá encerrada, contando los días hasta que se le antoja verme. A pesar de todo lo que sé de él, no hago más que extrañarlo. ¿Pero por qué?, dijo la detective. No lo sé, dijo la mesera, apretándole la mano, las lágrimas surcando sus mejillas como gotas de lluvia resbalándose apresuradas sobre la luna de un carro en una larga noche de disquisiciones fantasmagóricas. Supongo que, a cierta edad, cuando alguien te convence de que es lo mejor que te ha sucedido en la vida, una siente que ya no hay marcha atrás.
La detective le aseguró que haría justicia. A mi juicio, tendría que haber prometido venganza. A nombre de todas, por favor, dijo la mesera. La detective le preguntó a qué se refería. No es solo que todas sus amantes sean vecinas de este barrio, dijo la mesera, sino que todas las mujeres de este barrio son, o han sido, en algún momento, sus amantes. A algunas, ya ni siquiera las visita. ¿Pero no es eso mejor?, dijo la detective. No creo, dijo la mesera. Una me dijo que era como si tu padre te soltara la mano a los cuatro años en mitad de la pista. Otra dijo que se sentía como un animal en un zoológico abandonado. Supongo que ya llegará el día en el que lo entienda en carne propia.
Poco después, dejé de prestarles atención. No podía creer que el insoportable de mi falso vecino se hubiera hecho un harén en un barrio de los suburbios. Me marché a comprobarlo casa por casa. En todas las mesas de centro de todas las salas, encontré fotos de él con una mujer distinta. A todas las tomaba de la cintura, todas sonreían, también, con cierta melancolía artificial. A medida que fue anocheciendo, las mujeres de esas fotos subieron a sus balcones y se recostaron en sus tumbonas a mirar las calles vacías de ese harén de los suburbios en el que habían sido encerradas a través de una compleja pantomima de la que ninguna lograba desembarazarse. En muchas de esas casas también encontré a niños, todos pequeños como duendes y con la cara contrita por el acné.
Pensé, entonces, que podría haberme enamorado de cualquiera de esas mujeres con la misma intensidad con la que alguna vez creí haberme enamorado de la mesera. Aunque también, ahora que lo pienso de nuevo, de quién no habría podido enamorarme, sobre todo, durante aquella época. Nunca he sido más que un pobre diablo que sobrepiensa las cosas en la ducha, como si tuviera la oportunidad, al menos, de vivirlas de ese modo.
Al volver, noté que solo la luz del porche estaba encendida. Comprendí que debía pasar la noche fuera. No quería ser aquella mirada morbosa que impidiera a las amantes regocijarse del todo durante su reencuentro.
La detective me agradeció a la mañana siguiente por haberle dado privacidad. Conducía rumbo a la clínica donde aún estaba internado el insoportable de mi falso vecino. Me explicó que había cambiado de planes. Ni venganza ni justicia, dijo. Vamos a fugarnos juntas, ¿puedes creerlo? Vamos a construir un futuro lo más lejos posible de aquí. Pero solo existe una forma de asegurarnos de que nunca nos vaya a encontrar. Así que pierde cuidado, ahora más que nunca, debo honrar esa promesa que te hice.
Lejos de contagiarme su entusiasmo, el ímpetu criminal de la detective hizo que me preguntara qué cosa iba a suceder conmigo cuando fuera saciada mi supuesta urgencia, ya fuera de venganza o de justicia. Si la consecuencia era solo política, asumí que nada. Me encontraba tan al margen de todo que podía ver cómo transcurría la historia del mundo desde un ojo de pez. Pero si la consecuencia era religiosa, me iba a tener que ir al cielo o el infierno, o a los respectivos equivalentes fuera del cristianismo, ¿o quizás tan solo mi conciencia errante iba a fundirse con la nada? Pensé, entonces, que lo más sensato era abandonar a la detective y aprovechar esos últimos minutos de conciencia errante en algo que me reconfortara. Con suerte, encontraba un bar de turistas donde estuvieran escuchando a Popeláři y Krwawy Świt.
Nada ocurrió en las horas inmediatas ni a la mañana siguiente ni una semana después. Por las noticias, me enteré de que la detective había sido capturada cuando intentaba suministrarle una inyección letal a mi insoportable falso vecino. La mesera había dado alarma a la policía. Me hubiera gustado visitar a la detective en su celda, pero no quise avergonzarla. Otras miradas morbosas ya se habrían posado sobre ella. Ojalá haya percibido alguna forma de empatía en ese silencio.
El tiempo se sucedió luego como un diluvio de disquisiciones. Calculo que habrán sido unos cinco largos años. En alguna que otra ocasión, me topé con personas que tenían las mismas habilidades que la detective. Muchos niños, sobre todo, que presentían mi deambular por los pasillos de sus casas y a los que las curanderas les pasaban un huevo por la frente para intentar curarlos del susto. Hubo también algunas abuelas amables que me contaron su vida mientras cortaban las verduras para la sopa o se sentaban a tejer chalinas para sus nietos tiktokers. Pero también es verdad que conocí gente horrible que parecía regocijarse al hacer cosas horribles en mi silenciosa presencia. Confieso que algunas de esas cosas me resultaron fascinantes también, por lo que casi nunca me marchaba antes de que se hubiera consumado el horror.
Dado que las conciencias errantes no nos podemos ver (no pude ver yo a ninguna, al menos, durante esos cinco largos años), asumí que ese rol de espectador silencioso y perenne debía de ser lo que se conoce como el purgatorio. No un lugar, sino un estado. Hasta donde recordaba de mis clases de religión, la única persona que me podía sacar de allí era Dios. Busqué, entonces, el aeropuerto más cercano. Esperé unas cuantas horas por el único vuelo hacia Francia que no se había cancelado debido a las tormentas. Después, seguí trenes hacia el norte, buses entre ciudades, camionetas entre pueblos pequeños. En medio de un solitario sendero de piedras, llegué a sentir algo parecido al sueño. La desilusión es la fatiga de las conciencias errantes, pensé. Salut, dijo una voz chillona. Le pertenecía a un hombre de bigote muy bien cuidado que aparentaba entre cincuenta y sesenta. Llevaba paraguas y guantes.
En un principio, pensé que era otra persona con las mismas habilidades de la detective. Yo soy de los que te pueden escuchar, mon ami, dijo. Es decir, si quieres que te escuche. Tampoco me voy a meter en tus pensamientos contra tu voluntad. Ni que fuera un psychopathe. Pero si lo que buscas es comunicarte conmigo, eso resonará en mi cabeza, como en una especie de lectura silenciosa. Supongo que la palabra exacta es “telepatía”, aunque a mí eso me suena de ciencia ficción.
Eres tú, pensé. Oui, oui, dijo. Sí que lo soy, y te felicito por haberme encontrado. Por lo general, los que son como tú no suelen llegar hasta aquí. Y aun si lo consiguen, prefiero ignorarlos hasta que me dejen en paz. Siempre vienen con pedidos ridículos. No te imaginas la cantidad de furros que quieren reencarnar en conejos y gatos. Ce sont des casse-pieds! La verdad es que iba a hacer lo mismo contigo, pero tu conciencia se me hizo familiar. ¿Ah, sí?, pensé. Te jugaron una broma pesada, mon ami. Y me siento culpable de cómo se dieron las cosas, dijo. Pero deja que te haga un cuerpo, que me siento raro hablándole a la nada.
Se quitó los guantes y formó una figura humana, de manera muy rudimentaria, en el barro. Me ordenó que me metiera allí. Luego secó el barro de un soplido que sentí como una brisa helada y lacerante.
Es un cuerpo muy frágil, dijo. Juste pour un usage de courte durée. Más que suficiente, en todo caso, para que me acompañes a casa y nos tomemos uno de mis famosos vinos caseros, que por algo me he dado el trabajo de hacerte papilas gustativas, mon ami.