de Las precipitaciones

Una larga ducha

Por Giancarlo Poma

Caravana

Luego de servir el dichoso vino casero, mi anfitrión dejó la botella sobre la mesa de centro y me invitó a que chocáramos nuestras copas. Él se acomodó en un sillón junto a la chimenea. Yo estaba un poco más alejado del fuego, en el mueble grande de la sala, con las piernas recogidas. Era una postura que buscaba transmitirle que me sentía en confianza, aun cuando pudiera verse forzada o un tanto artificial. Detrás de la ventana, la tormenta estaba en su peor momento. Los truenos y los relámpagos sugerían una zona de guerra entre las nubes. El viento arrancaba furioso las hojas y las ramas y los árboles incluso. En las regiones más afectadas, la gente lo había perdido todo y no hacía más que pasársela a la deriva, navegando por calles convertidas en ríos, que quizá algún día habrían de gentrificarse en canales, sobre improvisadas embarcaciones hechas con mesas de plástico y contenedores de basura y paneles publicitarios de compañías de canaletas con la cara de Cristiano Ronaldo o de Taylor Swift. Los tiktokers viajaban hasta allí para hacerles bromas pesadas a los damnificados o pagarles para que hicieran el reto de la chalina, un baile ridículo que se había hecho viral y que terminaba siempre con un chapuzón. Mi anfitrión me había mostrado unos cuantos de camino a su hogar.

À la tienne, Etienne!, brindó, con la misma expresión risueña con la que me había advertido que mi reciente condición de figura de barro tan solo me iba a durar unas cuantas horas. No parecía alguien que se tomara las cosas muy en serio. En parte, es cierto que yo estaba de acuerdo con esa actitud. Desde la llamada de su hijo, hacía tantas noches, el destino, o lo que la religión enarbola como divina providencia, se me había revelado, más bien, como una serie de disquisiciones innecesarias dedicadas a mantenernos atarantados en los pasillos umbríos del pabellón cuántico de la memoria. Resultaba lógico, en ese sentido, conducirse por el mundo como un adolescente de vacaciones. Al mismo tiempo, sin embargo, ¿qué clase de sujeto insoportable se limita a observar el transcurrir de la historia a través de un ojo de pez? ¿Qué clase de mirada morbosa atestigua el absurdo sin que lo consuma ninguna clase de urgencia? Por eso me alivió tanto que, después de su primer sorbo, se tomara unos instantes para atusarse el bigote con la mirada perdida, como ponderando no solo lo que iba a decir, sino también cómo.

La résurrection, dijo. Supongo que eso es lo que estás buscando, ¿no? Es lo que todos ustedes quieren. Al asentir con la cabeza, un poco de barro seco se me desprendió de la nariz y cayó sobre la alfombra. Mi anfitrión se apresuró en recogerlo para tirarlo por la ventana. Perdón, dije. No, no, mon ami, dijo. C'est toi qui dois me pardonner. Hace un tiempo que me enteré de todo lo que pasaste por culpa de mon fils y déjame decirte que ha sido una gran vergüenza para la familia. Ya no sé qué hacer con ese enfant gâté. Desde que la mère nos dejó, se metió a eso de la psicología para buscar una forma de superar su duelo. ¿Cómo así?, dije. Notarás que sus pacientes son siempre crétins a los que ha vuelto muy dependientes de él, dijo. Eso lo hace para replicar el vínculo de un enfant con la maman. Una vez que lo consigue, ejerce una fuerte presión sobre les crétins, ya sea mediante el desconcierto o la humillación, bajo el supuesto de que ese tratamiento experimental puede bullir el carácter hasta tornarlo en templanza. No creo que sea carácter, o solo carácter, lo que se necesita para superar un duelo, dije. No es un asunto solo de política o de religión. Y eso que solo te he hablado del centro de salud mental, mon ami, dijo. No sé si te has llegado a enterar de lo que les hace a ses femmes. Las abandona, dije. Las convence de que él es lo mejor que les ha sucedido y luego, cuando ya no hay marcha atrás, tan solo deja de sucederles. Il est vraiment culotté!, dijo. En efecto, dije, a pesar de que no entendía lo que había dicho. No hablo francés, pero recuerdo cada una de sus palabras con precisión porque estaban cargadas de mucha expresividad. Le dijeron muchas cosas en ese momento a alguien como yo, y estoy seguro de que, algún día, podrán decirles muchas otras a ustedes, o a algunos como ustedes.

Me preguntó si me había arruinado la vida. La mía y unas cuantas más, dije. Pidió disculpas de nuevo. Le dije que podría hacer algo más que pedir disculpas. Oui, oui, la résurrection, dijo, pero tendrá que ser mañana, y ojalá tengamos suerte. Ya sabes lo difícil que se ha vuelto conseguir un vuelo con este clima. Me explicó que para la résurrection se necesitaba siquiera algunos restos de lo que en vida había sido la conciencia errante, así que todavía nos esperaba un largo viaje de regreso a mi ciudad. ¿Y qué pasa si ya no hay restos?, dije. Ni siquiera sé si me enterraron o me cremaron. Pues ya se verá, mon ami, dijo. Ya se verá.

La siguiente hora y media nos la pasamos charlando acerca de todo lo que me había sucedido en el centro de salud mental, y de todo lo que le había sucedido a la detective con las miradas morbosas de las conciencias errantes desde que tenía uso de razón, y de lo que más o menos creía que le estaba sucediendo a la mesera de la que alguna vez creí haber estado enamorado y al resto de mujeres con las que el insoportable de mi falso vecino había poblado todo un barrio de los suburbios.

En lo que duró mi relato, nos habremos acabado, al menos, unas tres botellas de su dichoso vino casero. No le hice ningún comentario al respecto porque no quería darle la satisfacción, pero admito que es uno de los mejores vinos que he probado. En todo caso, aunque le hubiera proferido una verborrea insoportable de halagos, dudo que se hubiese acordado siquiera de alguno. Hacia el inicio de la segunda botella, ya estaba un tanto mareado. Yo, en cambio, no lograba emborracharme por más que apurara las copas o me sirviera el doble. Supongo que no podía esperar que el alcohol actuara de la misma forma en un cuerpo hecho de barro. Se lo pregunté y me dijo que tampoco lo sabía, pero ya en algún momento la investigación académica tendría que afrontar esa circunstancia y entonces bastaría con matricularse en una universidad para que alguien lo pudiera explicar. Al menos, no se te ha vuelto a caer nada, dijo. Llegué a pensar que me ibas a dejar la sala regada de dedos y orejas.

Me contó que, por un asunto de seguridad, tenía interceptados los teléfonos de su familia. Reviso los audios cada par de noches, dijo. Ma femme se piensa que estoy escuchando música. Ha! Fue así que me enteré de la llamada que te hizo mon fils. Y te soy sincero, mon ami, cuando supe que ustedes eran algo así como amigos, o falsos vecinos, se me hizo tan raro que no le hayas reconocido la voz. No solo usó el mismo tono, sino que ni siquiera cambió la forma de hablar o las palabras que utiliza de forma recurrente. Imagino que su llamada llegó justo cuando necesitabas que la llamada de un desconocido te dijera algo y eso habrá suficiente para que suspendieras tu incredulidad por encima de sus límites. En todo caso, si hubiese sospechado que te lo ibas a tomar todo tan en serio, yo mismo te habría llamado para asegurarte que solo se trataba de la verborrea insoportable de un espèce de fou y que mejor te fueras a dormir, o si no te entraba sueño aún, te quedaras echado en el mueble grande de la sala a ver a la gente hacer el ridículo en TikTok. Pero verás, ya cuando me enteré, toda la compleja pantomima estaba en ejecución, y qué decir, mon ami, yo acá también tengo mis propios problemas: une famille casse-pieds, las dos maestrías virtuales que sigo, una prostatitis que no se me cura desde el Mundial del 98. Si me pongo a intervenir en la vida de la gente, ¿con qué tiempo me quedo yo?

Le pregunté por qué me contaba todo eso. También si en algún momento había considerado que la amenaza de su hijo fuera real. Y cómo podía roncar tan tranquilo luego de hacerle el amor a su mujer mientras el mundo se caía a pedazos.

Pues no lo sé, mon ami, solo te lo estoy contando y ya, dijo. Puede que las circunstancias tan particulares que rodean nuestra conversación me hayan hecho sentir como si fuéramos deux inconnus en la cafetería de un aeropuerto, o más bien, en un bar frente a las puertas de embarque, cuyos respectivos destinos se encuentran en las antípodas, y por lo mismo, no se sienten cortos de intercambiar, con la misma ligereza con la que otros pronuncian observaciones banales sobre el clima, y en una lengua franca que ninguno domina del todo, los secretos que habían pensado llevarse a la tumba.

También me dijo que no pensaba que su hijo haya considerado en serio la idea de atentar contra su vida. ¿Qué ganaría con eso, además?, dijo. Soy el que le consiente su mode de vie fantaisiste. No creo que ma femme oses demi-frères vayan a hacer lo mismo. Ya sé que durante su llamada te dijo que quería saber qué pasaba si me metía setenta veces siete balazos en la cabeza, pero te aseguro que nada cambiará para nadie si un día como ese llegara. Simplemente no voy a estar allí para ustedes del mismo modo en el que ahora tampoco lo estoy.

En cuanto a lo del ronquido, dijo que su mujer era un tanto sorda y que nunca se había quejado. De todas formas, cuando me despierto de madrugada, pongo la tele à faible volume o escucho música con los audífonos, dijo. Tengo mis virtudes, qué te crees.

Al poco rato, su mujer bajó las escaleras. Dijo que había estado trabajando toda la tarde y se había quedado dormida frente al computador. Cuando me desperté, había escrito miles de páginas ininteligibles, dijo. Pensé en imprimirlas y revisarlas al detalle con la esperanza de encontrar un mensaje oculto. ¿Por qué?, dijo mi anfitrión. Son solo letras aleatorias que presionaste al reposar la cabeza sobre el teclado. ¿Cómo?, dijo la mujer. Mi anfitrión reiteró su observación en voz alta. Ah ya, dijo la mujer. Pues no lo sé, la verdad. Quizás, al ser producto del caos, esas letras lograron decirme algo que se supone no le debían decir a nadie.

En ese momento, tuve muchas ganas de comentarle mi teoría sobre la expresividad. ¿Acaso lo que le había pasado a ella era lo mismo que me pasaba a mí cuando, por ejemplo, escuchaba a Popeláři y Krwawy Świt? ¿Era esa la sensación que había estado persiguiendo desde hacía tanto? Mi anfitrión, sin embargo, decidió cambiar de tema para presentarme y explicar las razones por las que íbamos a irnos de viaje, o lo intentaríamos, siquiera, a la mañana siguiente. Ahora bien, de no haber intervenido, tampoco creo que yo hubiese logrado darme a entender. Estaba muy intimidado por la belleza de esa mujer. Era tan exuberante como me la había descrito su hijastro. Por eso, cuando me preguntó si ya me provocaba cenar, solo atiné a sonreírle. Ella me correspondió, como solía hacerlo la mesera de la que yo alguna vez creí haber estado enamorado, y creo que un poco me enamoré de ella allí mismo también, aunque no como cuando uno queda embelesado por la persona con la que trabaja o que conoce en una fiesta por intermedio de un amigo, sino, más bien, como cuando uno queda a merced de la coreografía de una cantante de pop o de la interpretación de un personaje histórico realizada por una actriz ganadora del Óscar.

Los hijos llegaron mientras cenábamos y asumí que al principio se mostraron incómodos conmigo porque los había forzado a sentarse en lugares distintos de los que solían ocupar. Su madre me presentó al mayor como carpintero, al del medio como analista digital y al más joven como pintor, aunque él mismo me dijo que no me tomara eso en serio, que era como si se hiciera llamar alpinista solo por subir las escaleras. Los tres se me hicieron muy agradables y respondieron a todas mis preguntas sobre su vida familiar, incluso aquellas que hicieron incomodar a sus padres. Esas son nuestras vidas, dijo el carpintero. Serían perfectas si no estuviéramos obligados a soportar este diluvio. Tal cual, dijo el analista digital. Si tan solo alguien hiciera algo al respecto. ¿Quién, moi?, dijo mi anfitrión. Todos en la mesa se rieron. Tuve que fingir una sonrisa para que no me miraran raro.

Pasé la noche en el cuarto de invitados, recostado en un colchón al que habían cubierto con periódicos viejos. Disculpa, mon ami, había dicho mi anfitrión, pero a ti ya te quedan solo unas cuantas horas y ma femme nos mata a los dos si le arruinas las sábanas. Hacia el amanecer, en efecto, ya mi perspectiva estaba separada de ese cuerpo de barro que yacía como mierda seca sobre los periódicos viejos. Convertido de nuevo en una conciencia errante, me quedé contemplando la persistencia de la lluvia sobre la tierra y el cielo umbrío en el horizonte, a la espera de que mi anfitrión se despertara.

Durante el desayuno, le pedí que me despidiera de su familia, pero no me hizo caso. Solo tomó café en silencio y mordisqueó un poco de pan. Avisó que, si no llegaba para la hora de la cena, ya no lo esperaran hasta la semana siguiente. Ni su mujer ni sus hijos comentaron nada al respecto. Tampoco preguntaron por mí.

De camino al aeropuerto, me explicó que había discutido con su esposa la noche anterior. Y ha sido por tu culpa, mon ami, dijo. Le conté todo lo que te hizo mon fils y ahora quiere que aproveche el viaje para convencerlo de que regrese a casa. Solo porque la mère se lo encargó antes de morir. Como si no tuviera ya bastante con les trois entretenus que debo soportar a diario. Putain, plus jamais sans capote!

Conseguimos una ruta de tres escalas para llegar a mi ciudad. Antes de tomar el primer vuelo, me advirtió que no conversaríamos durante el viaje. No quiero parecer un espèce de fou hablándole a la nada ni tampoco usar esos trucos telepáticos de ciencia ficción, dijo. Igual, si gustas, puedes elegir las películas. Le dije que era lo último que me provocaba. Pff, dijo.

Me mantuve a su lado, en silencio, reducido a una mirada morbosa, durante los vuelos, la fila de migraciones y el registro en la recepción del hotel junto al aeropuerto. Ya en la habitación, sacó algo de ropa de su maleta y la metió en una mochila. Dijo que era para mí. No había encontrado registro de mi entierro, así que tendríamos que buscar un reemplazo. Dijo que era mejor encontrarlo en mi ciudad, para que me adaptara más fácilmente, pero sospecho que pudimos haber ido a cualquier otro cementerio. Lo más probable era que no quisiera que su hijo pensara que había viajado hasta allí solo para convencerlo de volver.

Tomó una larga ducha luego, que se sintió como de cinco horas, o incluso como de cinco años. Al salir, llamó a la agencia de alquiler de carros. Puso el teléfono en altavoz mientras se secaba el pecho. Para una estadía tan corta, le recomendaron tomar un Impala que estaba en oferta y que podía recoger justo en la agencia del aeropuerto. Aunque viejo, nunca ha dado problemas, le aseguraron por el altavoz. Me quedé pensado si acaso era el mismo que un borracho le había dado a la detective a cambio de que se encargara de emborracharlo cada noche. Puede que el Impala haya sido confiscado luego de su arresto y un representante de la agencia lo haya adquirido en una subasta de la policía, pensé. De forma inevitable, eso me llevó a pensar en la detective. La imaginé, quise imaginarla, como una figura respetada en la cárcel, caminando por el patio de la prisión con la cabeza en alto y acompañada por un séquito de reclusas a las que les gustaba escuchar sus relatos inverosímiles sobre esas miradas morbosas que la habían atormentado de niña, pero que luego, también, la habían ayudado a resolver tantos crímenes. Puede que, dentro de unos años, consiguiera una reducción de la pena por buena conducta, algo así como un dos por uno, y luego recuperara la libertad y se dedicara a escribir sus memorias, un best seller inesperado, que luego podría ser adaptado al cine por Sofia Coppola o Julia Ducournau o Chloé Zao, bajo el título de Miradas ajenas, si resultaba una comedia introspectiva, o Tripofobia, si la hacían de terror avant garde, o El nervio óptico, si era adaptado como un drama contemplativo y melancólico. Supongo que podría haberlo sentido como una especie de compensación.

Llegada la noche, nos fuimos en el Impala hacia un cementerio de las afueras. En la recepción del hotel le ofrecieron un paraguas, pero lo rechazó. Me explicó luego que no podría usarlo si quería pasar desapercibido entre las tumbas y que, además, le serviría de motivación para no tardarse más de la cuenta. En efecto, saltar el muro, escabullirse de los guardianes y encontrar el cadáver apropiado le tomó menos de media hora. Iluminó la lápida con la linterna de su celular y me preguntó si estaba conforme con su elección. La verdad es que no lo estaba, el sujeto se había llamado Francis Anderson, y no sé por qué su nombre me hizo pensar en un corredor de bolsa adicto a la cocaína y el sexo, o en un político obeso de derecha conservadora, y ninguno de esos cuerpos se me antojaba muy habitable, pero el problema es que ya estábamos allí, habíamos hecho todo ese viaje, mi anfitrión andaba de pésimo humor desde que habíamos dejado su casa y tampoco es que yo tuviera algo mejor que hacer. Sí, por supuesto, pensé. Mi anfitrión dio una última mirada alrededor, para asegurarse de que no hubiera testigos, y colocó una mano sobre la lápida. Poco a poco, el viento fue levantando la tierra y dejó expuesto el ataúd. Ya sabes cómo es, mon ami, dijo. Fue muy distinto, sin embargo. En un principio, fui solo un esqueleto carcomido que se quebró la cadera al salir del ataúd. Con el pasar de los minutos, pude sentir cómo los órganos y la piel fueron tejiéndose sobre mi osamenta con la misma delicadeza y cuidado con los que las abuelas les tejen chalinas a su nietos tiktokers.

Gracias, dije, curioso, en realidad, por escuchar mi nueva voz. Se me hizo muy grave para la contextura delgada del otrora cuerpo de Francis Anderson. En cuanto a lo demás: tenía el mismo tono de piel, un miembro en estado flácido de tamaño regular y la estatura suficiente para poder alcanzar los cereales de la parte más alta de la alacena. Voilà, c'est fait!, dijo mi anfitrión, más satisfecho que yo con el resultado.

Nos apuramos en volver al Impala, donde me vestí con la ropa que mi anfitrión había llevado en la mochila. Ahora nos vamos a recoger a mon fils, dijo. Le dije que por mí no había problema, que yo no buscaba ni justicia ni venganza. Me dijo que una vez regresáramos al hotel, podía dejarme el carro para que me trasladara esos primeros días.

Casi al final del trayecto, sin embargo, el viento arrojó a la carretera unas ramas astilladas que bastaron para pinchar las viejas llantas del viejo Impala que nunca había dado problemas. Mi anfitrión intentó llamar a la agencia de alquiler de carros para pedir ayuda, pero su celular se quedó sin batería casi al instante porque había olvidado apagar la linterna luego de la résurrection. Chez mon fils no debería estar muy lejos de aquí, dijo. Allá podré cargar el teléfono y pedirnos un taxi.

No recuerdo cuánto tiempo nos tomó llegar, pero estoy seguro de que no intercambiamos palabra alguna durante todo el camino, como cuando yo era una conciencia errante y él se avergonzaba de hablarle a la nada. Ya no estaba allí para mí. En ese momento, comprendí que, aunque salir de casa le había cambiado el carácter, seguía siendo un adolescente de vacaciones, solo que se había dedicado a hacer un berrinche.

Llegamos al barrio de los suburbios con la ropa empapada y algo resfriados. Él entró a la casa de su hijo sin avisar, tenía una copia de las llaves, y yo me quedé esperándolo en el jardín, a la sombra de un árbol. Poco después, escuché gritos, cada vez más fuertes, y expresiones en francés que no me atrevería a reproducir. Mi falso vecino se apareció en el balcón del tercer piso, con las manos tapándose los oídos y sacándole la lengua a su padre, que estaba detrás de él, vociferando que tendría que obedecerlo porque esa había sido la última voluntad de la mère, y detrás de ambos, la mesera de la que alguna vez creí haberme enamorado, rogándoles que, por favor, bajaran la voz, que el escándalo iba a despertar a todo el barrio. ¿Y?, dijo mi falso vecino. Si todas acá en el barrio matarían para que hiciera este escándalo en sus balcones. La mesera agachó la mirada. Yo le grité desde abajo que era unenfant gâté y un culotté y le prometí que ya subía para abalanzarme sobre él y arrancarle con mis dientes una parte de su cuerpo que ningún cirujano le iba a poder reconstruir. Pero justo entonces el padre del hombre que me había llamado desde un número desconocido, a eso de la medianoche, le estampó una bofetada a su hijo que le hizo dar media vuelta, tropezarse con la tumbona de mimbre y perder el equilibro, una bofetada que sonó aun más fuerte que el más fuerte de los truenos de la tormenta de mierda en la que andábamos imbuidos desde hacía tanto y que despertó a las otras mujeres de ese barrio de los suburbios, que salieron en bata a sus porches, y también a sus hijos enanos como duendes, que se asomaron en puntas de pie a las ventanas, por lo que no hubo nadie, al menos, en esa calle, que no viera al insoportable de mi falso vecino caer de cabeza como un rayo, desde su balcón hacia el jardín, sobre la tierra anegada, donde quedó enterrado hasta la cintura, con las piernas que se le retorcieron como peces fuera del agua hasta que sucumbió a la asfixia.

Los niños bajaron hacia los porches. Las mujeres se acercaron al cadáver. Mi anfitrión se atusó el bigote, como ponderando no tanto cómo decir las cosas, sino qué cosas se podían decir en un momento como ese. Una carcajada, desde lo alto, quebró el silencio. Era la mesera, que no paró de reír hasta que todos quedamos contagiados de su euforia. Pasamos las siguientes horas celebrando en las calles, cada uno con una copa en la mano que el cielo se encargó de llenar con el dichoso vino de mi anfitrión.

Poco antes del amanecer, decidí que ya era hora de marcharme. Alcé la mano para despedirme de la mesera. Ella, sin conocer mi verdadera identidad, me correspondió con una sonrisa, como cuando iba al bar de la esquina y, en realidad, tampoco sabía mucho sobre mí. Nadie sabía mucho sobre mí en aquella época. Ni siquiera el insoportable de mi falso vecino. Le pregunté a mi anfitrión qué pensaba decirle a su mujer cuando volviera a casa. Ya se verá, mon ami, dijo. Ya se verá. Me recordó que había ofrecido pedirme un taxi, pero le dije que no se preocupara, que necesitaba un tiempo a solas para poner las cosas en perspectiva.

Y es la verdad, llevo ya no sé cuántos años deambulando bajo la lluvia, dándole vueltas una y otra vez a todo lo que nos ha pasado durante estas horas con la esperanza de encontrarle sentido, o sentir como si nos estuviera pasando de nuevo, y aunque no tenga nada mejor que hacer, sé que algún día las nubes habrán de disiparse y una luz brillará de nuevo sobre nuestras cabezas. Quiero seguir caminando para aquel entonces. Me gustaría secarme al sol.

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