3ª de Las precipitaciones
Aceptar mi muerte fue menos inquietante de lo que pensé. En cuanto dejé de percibir el mundo a través del sentido del tacto, ese cadáver agujereado que yacía a un lado de la puerta del centro de salud mental pasó a convertirse en poco más que un muñeco de trapo cuya apariencia se me hacía familiar. Un par de enfermeros lo cubrieron con periódicos viejos. No lo he vuelto a ver desde entonces.
Más bien, lo que me preocupaba era entender la naturaleza de aquello en lo que me había convertido. Ya no era materia, sino solo perspectiva: es decir, podía ver y escuchar lo que sucedía alrededor, aunque, también, atravesar paredes, espectar el mundo desde un plano contrapicado o elevarme a ocho mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar.
En lugar de fantasma, elegí reconocerme como conciencia errante. Lo de fantasma siempre me ha sonado tan infantil. Me remite a palabras como “fantasmagórico” o “cazafantasmas” que yo ya no puedo disociar de ciertos dibujos animados que mis padres me obligaban a ver cuando era niño. En aquella época, los padres más modernos pensaban que si sus hijos conocían lo que estaba de moda, no les iban a hacer bullying en el colegio. De todas formas, me hicieron bullying. No he vuelto a saber qué está de moda. Lo más pendiente que estuve fue aquella época en la que, de vez en cuando, para que me entrara sueño, me tiraba en el mueble grande de la sala a ver a la gente hacer el ridículo en TikTok. En todo caso, tampoco me gustan mucho los dibujos animados en general. Suelen ser historias muy fantasiosas que exigen una suspensión de la incredulidad por encima de mis límites. No sé por qué a la gente le gusta esforzarse tanto con algunos programas de televisión. Como si fuera un ámbito de ejercicio intelectual. La última vez que le di una mirada, casi todo eran series de la ABC dobladas a un español neutro que nadie habla o películas tan largas que deben dividirse en varios episodios para no afectar al resto de la programación. En aquella época, ese resto eran noticieros donde se la pasaban quejándose de la lluvia, infomerciales de canaletas con celebridades de poca monta y el dibujo animado que estuviera de moda (sobre fantasmas, de seguro).
Anduve distraído en esas disquisiciones anecdóticas hasta que un andar sinuoso llamó mi atención. Era un policía que aprovechaba la barahúnda de luces y curiosos con paraguas que se había arremolinado en torno a la escena del crimen para escabullirse hacia un callejón oscuro. Allí lo esperaba una mujer rechoncha, casi tanto como yo lo había sido hasta hacía muy poco, que ocultaba su mirada con un sombrero de ala ancha y su amplia figura debajo de una gabardina también gris.
Pensé que teníamos un acuerdo, dijo la mujer. El policía le explicó que esa era la excepción de la que alguna vez habían hablado. A menos que tú también hagas una excepción conmigo, dijo el policía. Alzó una ceja y se relamió el superior. Quiso tomarla de la cintura. La mujer lo apartó de un empujón. Ándate a la mierda, dijo. El policía le advirtió que la próxima vez iba a costarle el doble. Tengo un amigo al que también le gusta cuando no les gusta, dijo. Vas a ver que entre los dos te arreglamos.
Decidí seguirla. En parte porque pensé que podía conducirme a alguna pista sobre la compleja pantomima que se había urdido para encerrarme durante cinco largos años en un centro de salud mental y en parte porque no tenía nada mejor que hacer.
La mujer manejaba un viejo Impala y bebía whisky barato directo de una botella cubierta por una bolsa de papel. Si no era una detective, se esforzaba mucho en parecerlo. Me pareció un rasgo de honestidad. La gente que se identifica con clichés, al menos, intenta ser literal. No necesita refugiarse en el sentido figurado.
Para cuando llegó al cuchitril inmundo en un piso con baño compartido donde vivía, estaba tan ebria que se quedó dormida con los zapatos puestos y el televisor encendido.
Pasaban una vieja película de James Cameron que duraba solo seis horas y que un día me iba a enterar que se trataba de la precursora de los nochemetrajes. Yo no tenía ni idea de que así se llamaban las películas que los canales de señal abierta acostumbraban a transmitir entre la medianoche y las seis de la mañana. Resulta que se pusieron tan de moda en alguna época que incluso la Warner y la Paramount tenían departamentos dedicados en exclusiva a producir nochemetrajes para televisión. Los protagonistas solían ser vigilantes con horario nocturno o taxistas que se desvelaban y tenían encuentros con vampiros o eran vampiros ellos mismos. De más está decir que los nochemetrajes nunca han sido para mí. Exigen una suspensión de la incredulidad por encima de mis límites.
Durante la madrugada, la mujer que se esforzaba mucho en parecer una detective se despertó un par de veces para tomar agua e ir al baño. Recién salió de la cama hacia el mediodía. Desayunó huevos revueltos y un poco más de whisky, mientras parecía estar chateando con alguien en su celular. Al terminar, soltó un eructo largo y profundo, que se sintió como si me retumbara en la cabeza.
Disculpa, dijo. Puede que lo parezca, pero no soy una puerca sin modales. Hizo una pausa, quizás consciente de mi sorpresa o para evitar otro eructo. En caso tengas preguntas, dijo, te aviso desde que ya que yo no tengo respuestas. A lo mucho, aunque supongo que esto es bastante obvio, puedo confirmarte que has muerto y que eres algo así como un fantasma o un alma en pena. Prefiero alma en pena, quise aclarar. No sé mucho más al respecto, dijo. Solo tengo esta extraña condición que me permite sentir la presencia de los que son como tú. Le digo condición, aunque es más como una maldición, ¿sabes? Lo que pasa es que no puedo interactuar con ustedes a mi antojo. Solo puedo sentir sus miradas morbosas sobre mí. Ya te imaginarás la paranoia que me causó. De niña, no podía dormir a oscuras porque sentía que un monstruo me vigilaba. Mi madre me llevó donde la curandera del barrio para que me quitara el susto pasándome huevo. Mi padre lo resolvió con un cachetadón y quitándome el foco. En el colegio, los profesores me castigaban por distraída. Paraba volteando a todos lados en clase porque sentía que alguien me había clavado la mirada. Mis compañeritos me decían carrusel o trompo. Y también, claro, la niña de El exorcista. Más que crueles, los niños son eficaces, pensé.
Dijo que no llegó a terminar la secundaria. Un psicólogo mencionó que haría falta una larga terapia para entender lo que me sucedía, pero mis padres no le hicieron caso, dijo. Le hicieron caso a los psiquiatras, que diagnosticaron delirios de persecución. Hacia los catorce o quince, decidieron achacarlo a mi temprano consumo de alcohol. Aunque mi padre había muerto en un fatídico accidente de avión, mi madre se esforzó en hacerme sentir culpable. Ya estaba harto de tu enferma cabeza, me dijo, se lo habrá llevado la misericordia de Dios. Mi madre solo podía soportar el mundo cuando estaba borracha. No hice más que seguir su ejemplo. Cuando se cansó de compartir las botellas, decidió que lo mejor para nuestros alcoholismos era internarme. Ella podría dedicarse al suyo y a mí, quizás, hasta se me quitaba. El problema era que los hospitales públicos no se daban abasto y tampoco había forma de permitirnos uno privado. Se lo contó a mi madrina, que se acababa de mudar a los suburbios con su nuevo novio y, gracias a él, tenía una posición más acomodada. Ya ni siquiera tenía que trabajar. ¿No podría dejarme una temporada por allí? Mi madrina se negó de forma rotunda. Ni familiares ni amigos, dijo que le había dicho su nuevo novio sobre las visitas, aunque, una semana después, a eso de la medianoche, la llamó por teléfono para pasarle la dirección de un centro de salud mental donde trabajaba un hombre que estaba dispuesto a ayudarla de forma desinteresada. Al día siguiente, fuimos a verlo y mi madre descubrió que su forma desinteresada de ayudar implicaba que ella se le abriera de piernas con tal de que él aceptara asumir todo el costo de mi internamiento. Él mismo me lo sacó en cara varias veces durante los cinco largos años que me utilizó como conejillo de indias para sus tratamientos experimentales. Si resultas ser quien creo que eres, debe haberte aplicado alguno también. A mí me pasaba una serie de cortos con animaciones psicodélicas que duraban entre siete y doce minutos. A veces, contaban una historia muy simple, y otras, solo eran sucesiones de figuras geométricas y colores intensos. En todos los cortos, se insinuaba, de algún modo, la lluvia. Los pasaba de forma continua en sesiones de cuatro horas. Luego me invitaba una coca cola y me pedía que le hablara sobre lo que habíamos visto. Él casi nunca hablaba. Si yo no lograba articular un discurso, se quedaba callado, mirándome a los ojos. Su mirada era mucho más morbosa que la de cualquiera de ustedes. Con tal de evitarla, aprendí a monologar sobre cualquier cosa. Ya no importaba tanto lo que decía, sino cómo lo decía. Yo no era así de habladora antes, fue él quien me convirtió en esto. Si llegaba a pasar más de una hora callada, comenzaba a insultarme. Me decía que tanta coca cola me había enchanchado y que ningún hombre iba a querer casarse conmigo. Ambas cosas me importaban una mierda. Ni soy vanidosa ni me interesan los hombres. Con las justas si me interesan las mujeres. La tortura que más le funcionaba era describirme las cosas que le había obligado hacer a mi madre. Y si bien ella me había dejado a merced de ese monstruo, tendría que haber sido yo un monstruo también para que sus historias no me afectaran. Él aseguraba que solo presionándome de ese modo iba a poder mejorar. Era un tratamiento sin el mínimo sustento científico, pero en el centro de salud mental lo dejaban hacer lo que quisiera porque su padre era el fundador. Entiendo que muy pocos lo conocen en persona, pero todo el mundo lo adora. Trata muy bien a los empleados y paga bonos hasta por amabilidad. Su única condición es que no se atrevan a cuestionar el trabajo de su hijo. Así como él consigue sus propios pacientes, él también verá cómo los trata, dicen que les dijo los pocos que aceptaron decirme algo sobre las atrocidades que se cometen allí, los pocos que se atrevieron a escabullir algo de verdad en una llamada desde un número desconocido a la medianoche. Me dijeron también que los pacientes los consigue aprovechándose de su necesidad y urdiendo muy complejas pantomimas para mantenerlos encerrados. Lo saben porque los obliga a ser cómplices. Algunos creen que su padre no aprobaría eso. Otros, que lo hace con su venia. Ninguno, en todo caso, se atreve a hacer algo al respecto. Si eres quien creo que eres, quien me basta con creer que seas, ya sabrás que al muy hijo de puta le sobra la plata y que la anda prestando a quien se la pida. Y como la gente que le debe dinero nunca le puede decir que no, terminan contándole sus problemas o confiándole sus más oscuros secretos. Ya sabes, esa clase de secretos que deberíamos llevarnos a la tumba. Todos tenemos esa clase de secretos, ¿no? Por supuesto, pensé. Más nos valdría a todos salir ahora mismo a la calle sin paraguas a que la lluvia nos purifique.
Dijo que a la gente endeudada le recomendaba internarse para tratar sus problemas o los chantajeaba para que lo hicieran. De vez en cuando, como en el caso de su madre, aprovechaba también para saciar su lascivia. No necesitaba que mi madre le hiciera todas esas cosas, dijo. Solo era su complejo de Dios. En cuanto me di cuenta de eso, supe que seguirle el juego era lo único que me iba a sacar de allí. Comencé a reaccionar de la forma en la que decía querer, aun cuando me presionaba para que lo hiciera de otro modo. Eso también me enseñó a ignorar el peso de las miradas morbosas sobre mí. Hasta cierto punto, podría decirse que su tratamiento me hizo efecto. La efectividad, sin embargo, tampoco es que sea completamente ajena a la maldad. Logré aburrirlo, en todo caso. Al cabo de unos meses, se apareció en mi habitación, a eso de la medianoche, y me dijo que ya había mejorado todo lo que podía mejorar. Vete lejos y no se te ocurra buscarme, dijo. Metió mi ropa en una maleta, me dio un sobre con dinero y me subió a un taxi que me dejó al frente de un hotel de mala muerte. En verdad debía estar convencido de que me había zombificado. No sé de ningún otro paciente que haya logrado salir. La mayoría muere por accidentes parecidos al tuyo o enfermedades silenciosas. Es decir, la matan cuando intenta escapar o se suicida.
Me habló luego de la época en la que anduvo pidiendo limosna por el Centro y se hizo amiga de estafadores callejeros y de policías corruptos, una época sobre la que dijo que le gustaría que hicieran un nochemetraje dirigido por Guy Ritchie, hasta que consiguió trabajo en un bar, primero como mesera y, al poco tiempo, detrás de la barra. Mi madre era muy ingeniosa para endulzar su aguardiente, dijo, así que la facilidad para la coctelería me vino de familia. Trabajar sirviendo tragos fue una muy buena excusa para pasármela bebiendo. Ya una vez que le cogí el truco, me empezó a gustar también escuchar las historias de los clientes. No solo me distraían de las miradas morbosas, sino que de verdad llegaban a interesarme. A veces, ni siquiera por lo que decían, sino por cómo lo decían. La mayoría eran pobres diablos con historias verosímiles compuestas por delirios inverosímiles. Mejor que cualquier película o serie de televisión. Poco a poco, las cosas fueron mejorando. La pesadilla, al menos, por instantes, parecía haberle sucedido a otra persona. Pero ya sabes, una mujer. De esas que te hacen perder la cabeza. Entró como mesera cuando yo pasé a la barra. Era algo mayor, así que le gustaba tomarme el pelo, tratarme de jovencita impertinente. Para colmo, estaba casada. Igual me correspondió todas las veces que nos quedamos a solas cerrando el bar, y en el asiento trasero del viejo Impala que un borracho me entregó a cambio de que me encargara de emborracharlo cada noche, y en todos los rincones del cuchitril inmundo en el que vivía por aquel entonces. Lo nuestro se acabó la noche en que se me ocurrió contarle mi más oscuro secreto. No hizo más que consolarme en silencio cuando le hablé de mi condición y de todo lo que había pasado durante los cinco largos años de encierro con ese monstruo en el centro de salud mental. Pensé que se trataba de empatía. A veces, el silencio es la única forma de empatía, ¿sabes? Te lo dice la que lleva años hablando con almas en pena. Al lunes siguiente, el hijo de puta ese se apareció en el bar. Resulta que era su esposo. Durante un muy breve instante, me regocijé en la posibilidad de haberle hecho daño. No me juzgues. Si eres quien creo que eres, quien me basta con creer que seas aun cuando alguna vez llegue a enterarme de que no lo eres, habrías hecho lo mismo. Pero ni siquiera mencionó mi relación con su esposa. Lo único que quería era reclamarme que lo hubiera engañado. Sigues con esas alucinaciones, me dijo. Tienes que volver ahora mismo al centro de salud mental. Cogí una botella de la barra y se la rompí en la cabeza. Algunos clientes lo rodearon, lo cual le impidió reincorporarse pronto. Me gusta pensar que, en realidad, trataron de impedir que se levantara a seguirme. Tal vez me apreciaban por haber escuchado sus historias en silencio. La única forma de empatía, ¿ves? Tuve que mudarme lo más lejos posible de allí. Las miradas morbosas se hicieron más pesadas que nunca. Hasta que una noche, mientras veía el noticiero, percibí en una de esas miradas cierta urgencia muy distinta a la del morbo. Esa urgencia se mantuvo durante la noticia de un niño de ocho años que se había escapado de casa. Al buscar información al respecto, la urgencia volvió. Resultó una forma de comunicación de la que supe sacar partido pronto. A partir de su urgencia, fui enlazando pistas. Encontré el cadáver del niño enterrado someramente junto a un árbol en un parque muy cerca de su colegio. Otros niños le habían hechobullying. Avisé a la policía mediante una llamada desde un número desconocido a eso de la medianoche. Vi a la madre llorar desconsolada en la tele. Y entonces, la urgencia desapareció. Asumí que la mirada cuya urgencia me había ayudado a resolver mi primer caso era el alma en pena del niño. No sé si haya pasado a otro plano existencial o siga dando vueltas por allí. Lo cierto es que no he vuelto a sentir esa urgencia proyectada sobre mí. Aprendí a manejar mi nueva habilidad revisando los obituarios y la crónica roja. No me costó mucho obtener una licencia de detective. Es de las pocas cosas que se consiguen sin esfuerzo en esta mierda de ciudad. Y aquí me ves, viviendo la buena vida con poca vergüenza. ¿Qué cosa podría querer de ti alguien con mi suerte? Si eres quien sé que eres, quien estás condenado a ser para mí aunque no lo seas para el resto del mundo, ya estarás viéndolo venir.
Venganza, pensé. Justicia, dijo. Eso es lo único que quiero y lo único que puedo ofrecer. Se lo he propuesto antes a otros como tú, pero ya ves, o no han querido o no han podido ayudar, qué sé yo. Supongo que es una clase de urgencia que no se puede fingir. Por suerte, tú y yo sí que la compartimos, ¿no? Solo discrepamos en cómo abordarla. Mira, ya probaste la tuya y no funcionó. Mi contacto en la clínica me acaba de confirmar que se ha salvado de milagro. ¿Qué te parece si ahora probamos la mía? Ayúdame a conseguir la evidencia que necesito para arruinarlo. Te prometo que, después de quitárselo todo, yo mismo le meto esos setenta veces siete balazos que hace tanto se merece.