de Las precipitaciones

La nueva película de Nolan

Por Giancarlo Poma

Caravana

El hombre al teléfono quedó a la espera, como si lo que yo dijera o dejara de decir fuera determinante para su propósito de matar a Dios. Traté de articular un discurso con palabras como “anatematizar” y “teofanía” en un intento de que su complejidad prolongara nuestra conversación y me diera tiempo de encontrar una forma de disuadirlo, pero debo haberlo hecho muy mal porque me colgó al poco rato.

Intenté devolverle la llamada varias veces, pero sonaba ocupado. Googleé el número y me salió que pertenecía a un centro de salud mental. Tan solo el delirio de un loco de mierda, como había pensado, pensé. Ha aprovechado la oscuridad de la noche y el barullo vehemente de la lluvia que amenaza con convertirse en tormenta para escabullirse fuera de su pabellón, conseguir un teléfono y marcar una serie de números al azar. Lo más probable es que los enfermeros lo hayan descubierto y ahora mismo lo estén regresando a la fuerza a su habitación. Pensé también, de forma precipitada: no ha de ser la primera vez que este loco de mierda hace de las suyas. Por eso es que el teléfono suena ocupado. Los enfermeros lo han descolgado adrede porque ya saben que está por llamar el incauto de turno al que este loco de mierda le ha tomado el pelo con un delirio verosímil compuesto por disquisiciones inverosímiles y nadie en su sano juicio querría atender la llamada de un desconocido a eso de la medianoche. Por algo son los enfermeros y no los locos. Y sin embargo, también pensé: pero es solo lo más probable desde mi perspectiva ignorante de los protocolos de un centro de salud mental. Puede que el loco solo se haya aburrido de nuestra conversación y siga dando vueltas por los pasillos, puede que hasta esté más dispuesto que nunca a dispararle a ese hombre que su enferma cabeza lo ha convencido de que es Dios.

A todas esas cosas les fui dando vueltas mientras tomaba una segunda ducha que me ayudara a ponerlas en perspectiva. En cualquier escenario, me sentía obligado a reportar lo sucedido. ¿Qué cosa era lo sucedido, sin embargo? No iba a denunciar una amenaza de deicidio en la comisaría. Ni que fuera un psicópata. Más caso me iban a hacer si apelaba a la coreografía del cliente insatisfecho. Tendría que ir hasta el centro de salud mental y amenazarlos más bien a ellos con exigir el libro de reclamaciones si no me demostraban que el desconocido que me había llamado a eso de la medianoche solo era uno de sus pacientes, que ya estaba contenido y no se les iba a volver a escapar. Muchas gracias, pero más le vale que no vuelva a ocurrir o tendré que hablar con su supervisor, repasé en mi mente como desenlace, incluso antes de siquiera vivirlo, ya casi por terminar de ducharme. Esa era otra de las cosas que hacía allí: pensar en los días del futuro pasado, masturbarme con la mera posibilidad de la posibilidad.

En el trayecto, me distraje viendo las gotas de lluvia resbalar apresuradas sobre las lunas del taxi. Había vuelto a dejar el paraguas adrede. Tampoco me iba a tomar demasiado subir y bajar del carro. Pensé incluso decirle al taxista que me esperara un rato.

Ya eran casi las dos de la madrugada. Al cansancio natural, se le sumaba la modorra de sentirme en medio de una empresa ridícula. Pero no iba a dormir tranquilo a sabiendas de que impedir una muerte podría haber estado en mis manos. De hecho, me quedé un rato pensando en el significado literal de la palabra “muerte”. Luego, con mayor introspección, en los figurados. Era una noche de disquisiciones metafísicas. Pensé también en la primera persona a la que se le habría ocurrido matar a Dios y lo lejos que estuvo, en realidad, de convertirse en el primer parricida de la historia. Pensé si acaso el parricidio era propio una patología específica. A pesar de la hora, pensé que el psiquiatra de turno podría quitarme esa duda. Pensé que en un centro de salud mental habría siempre un psiquiatra de turno. Pues piensa usted mal, me dijo la señorita de la recepción.

Me sorprendió mucho que fuera tan grande y vistoso. Tenía cuatro pabellones y dos patios. Al menos, hasta donde conocí. En el patio más grande había una piscina y un jardín de flores. La piscina no era muy profunda, pero el jardín era muy colorido. Los pacientes menores de edad y los que tenían familiares que los visitaban a menudo podían pasarse todo el día en el patio más grande. A los demás solo nos dejaban entrar en ocasiones especiales. Como éramos una especie de huérfanos naufragados, toda visita que recibíamos se consideraba una ocasión especial. Yo nunca recibí visita, así que solo estuve en ese patio en las ocasiones que fueron especiales para todos y me fui enterando de sus modificaciones en las ocasiones que fueron especiales para otros. A la piscina la terminaron reemplazando con otro jardín y en el jardín colocaron una piscina de pelotas. Mis días de encierro transcurrieron en el otro patio o en la cafetería o en las salas comunes o en mi habitación. Ahora que lo pienso, supe distribuir mi presencia de modo que pudiera hacerme conocido muy pronto. Asumo que me sentía más solo que de costumbre. Dormía sin compañero en una habitación para dos personas, lo que me hacía pensar en el alto riesgo que alguien como yo debía representar para los demás y en las cosas terribles que esos demás debían de pensar sobre alguien como yo. A veces, sin embargo, durante las noches de lluvia, recordaba haber tenido un compañero, y que, por culpa mía, se había escabullido fuera del pabellón (precisamente, durante una noche de lluvia). En todo caso, eran solo ideas que se me venían a la cabeza cuando no tenía nada mejor que hacer. Muchas de las cosas que pasé en ese centro de salud mental se han vuelto borrosas con los años. Ahora mismo, que intento recuperarlas, se me presentan de forma distinta. Es medio cuántico eso de la memoria, supongo.

En todo caso, pienso que debo haber estado encerrado allí alrededor de unos cinco años, desde la noche de lluvia que me acerqué a denunciar la llamada de un loco de mierda que pretendía matar a Dios. Esa misma noche, sin embargo, la señorita de la recepción insistía en que yo llevaba internado muchísimo tiempo ya, y que incluso ella misma me había ayudado con el trámite de ingreso. Lo recuerdo bien porque fue la primera vez que alguien vino a internarse por cuenta propia, dijo. Ni familiares ni amigos. Aun cuando esa descripción encajaba muy bien con lo que alguien como ella diría de alguien como yo, le exigí que me mostrara evidencia. Cómo no, dijo, y me entregó un fólder con mi historia clínica. Dentro encontré diversas placas, un diagnóstico que no entendí y una lista con los supuestos episodios violentos de los que yo mismo me hacía responsable. No recordaba haber intervenido en ninguno, pero eran muy parecidos a las fantasías fugaces que me sobrevenían cuando no lograba controlar mis emociones. Pensé que quizás era un loco de mierda. Pero yo no soy un loco de mierda, dije.

Un par de enfermeros se acercaron a preguntar qué pasaba. La señorita de la recepción dijo que la estaba poniendo incómoda. Me dieron ganas de abalanzarme sobre ella para asfixiar sus mentiras. Debido a mi sobrepeso, pensé, no les sería tan fácil contenerme. Pero el vigilante en la puerta de ingreso, que apenas unos minutos antes me había saludado con un “muy buenas medianoches, señor”, también me miraba de reojo.

Por suerte, justo en ese momento, se apareció por uno de los pasillos mi vecino insoportable y me preguntó si necesitaba ayuda con algo. A pesar de que verlo me hizo recordar su verborrea insoportable retumbándome en la cabeza, me alegré de que alguien pudiera dar fe de mi cordura. Nunca pensé, aunque debí haberlo pensado, por algo estaba siendo el incauto de turno, que incluso él fuera a prestarse a la compleja pantomima que se había urdido para encerrarme allí.

Me cogió del brazo y me pidió que lo acompañe. Como siempre le estaba debiendo dinero, no le pude decir que no.

Tomamos un par de infusiones en la cafetería. Me habló de la nueva película de Nolan, cuya inaudita duración de una semana y cuatro días había limitado su estreno a las plataformas destreaming. Al parecer, la escena introductoria consistía en un monólogo de Leonardo DiCaprio que duraba treinta y seis horas. Con tal de poder apreciarlo sin interrupciones, es decir, del modo en el que lo había concebido el director, los más cinéfilos ya no se habían contentado con los pañales, sino que preferían excretar directamente en bacinicas (esto, además, debido a la cantidad de café que bebían para mantenerse despiertos). Y entre los que eran realmente cinéfilos, es decir, más cinéfilos que los más cinéfilos, es decir, les cinéphiles, se reportaron casos de abandono infantil, brotes de demencia psicótica y muerte por inanición. Recuerdo haber pensado que las cosas en el mundo estaban peor de lo que recordaba. Debo haber pensado que era una noche cuántica también.

Pensé también que cualquiera iba a pensar que estaba loco si trataba de explicarle lo que me estaba sucediendo esa noche, excepto el insoportable de mi vecino, así que me esperé a que terminara con su verborrea insoportable y se lo traté de explicar. Yo no estoy loco, dije. No soy un loco de mierda ni tampoco un psicópata. Me dijo que no pensara tanto las cosas, que sobrepensar me podía conducir a la locura. Tal como yo lo veo, dijo, solo puedes salir de aquí escapando o poniendo de tu parte para conseguir el alta. Ya has visto que escapar puede ser muy difícil, la señorita de la recepción siempre está muy atenta y el vigilante en la puerta tiene un arma de electrochoque, así que yo recomendaría poner de tu parte para conseguir el alta. Te aseguro que podrás volver a casa cuando te encuentres mejor. Será mejor que vuelvas a casa sintiéndote mejor. Cuánto más insoportable podía hacerse mi vecino con sus mediocres juegos de palabras. Ninguno alcanzaba ni siquiera el mínimo nivel de expresividad que requiere la empatía. Ninguno iba a llegar a decirle nada en ningún momento a alguien como yo.

Y vaya si estaba obsesionado con el cine. Los viernes, después del almuerzo, nos reunía en una de las salas comunes para una doble función: casi siempre una de vaqueros y una de samuráis. Al final, cuando los otros locos volvían a su anestesiado sosiego, mi vecino y yo nos sentábamos en la cafetería con un par de infusiones para discutir sobre el significado literal y los figurados de lo que habíamos visto. En realidad, yo solo fingía escuchar sus monólogos y asentía cada cierto tiempo para que no se percatara de que estaba pensando en mis cosas.

Algo en lo que solía pensar mucho por aquella época era en la palabra “visionado”, que el insoportable de mi vecino había comenzado a usar poco después de mi incidente con la señorita de la recepción. Le pregunté si esa era una palabra que se había puesto de moda. Quizás, sí, dijo, ahora se usa más que antes, aunque me pareciera recordar que siempre se ha usado. Pensé que era un equivalente de la palabra “lectura”, pero no me dejó decírselo. Se dedicó más bien a justificar por qué cada cierto tiempo nos proyectaba las mismas películas, como si yo me hubiera quejado o siquiera les prestara atención. Decía que un verdadero cinéfilo, el más cinéfilo de les cinéphiles, exige siempre un mínimo de dos visionados para apreciar la película tal como la ha concebido su director. El primero para la trama y el segundo para los aspectos técnicos. Pensé que descomponer la experiencia cinematográfica de esa forma era como diseccionar una rana en un clase de biología en un episodio de una serie familiar de la ABC sobre una escuela secundaria en la ciudad de New Port Richey, en el distrito escolar del condado de Pasco, en el estado de Florida: implicaba concentrarse tanto en las consecuencias del acto que el acto en sí no solo pasaba a un segundo plano, sino incluso a un tercero o a un cuarto, un plano incandescente donde era reducido a cenizas para que de esas cenizas surgiera el lugar común. Pero eso ni siquiera pensé en decírselo. No tanto porque me fuera a callar sino porque tampoco olvidaba su afrenta delante de la mesera de la que yo creía haber estado enamorado. Alguien capaz de esa bajeza, pensé, no se merece nada de mí.

Supongo que esto último parecerá mezquino si se tiene en cuenta lo mucho que intentaba convencerme de cuánto valoraba nuestras conversaciones. Decía que los fines de semana se quedaba pensando durante horas en algo que yo le había dicho, aunque, cuando me lo volvía a decir, resultaba que era algo que él había dicho y a lo cual yo solo había asentido. Por mi parte, en cambio, no hubo un solo fin de semana que pensara en él. Los sábados me dedicaba por entero a conversar con los otros locos en busca del tono de voz o la forma de hablar del loco de mierda cuya llamada telefónica me había conducido hasta allí. Fueron largas conversaciones de las que no obtuve ni siquiera una sospecha. Los domingos tomaba una larga ducha para sobrepensar los interrogatorios del día anterior y luego me pasaba toda la tarde con los audífonos escuchando a Popeláři y Krwawy Świt.

Fue un descuido suyo lo que suscitó la tragedia. Solía dejar su teléfono sobre la mesa durante nuestras conversaciones. Yo sabía que me estaba grabando, y la verdad, me daba lo mismo. Pensaba que nada de lo que dijera podía empeorar mi situación. Y además, claro, tampoco decía mucho. Así que quizás ni siquiera mi vecino me estaba grabando a mí, sino que solo le gustaba grabarse a sí mismo diciendo cosas que solo podían llegar a decirle otras cosas a alguien como él. Yo no era más que el rumor de una lluvia metafísica al caer sobre las superficies en una larga noche de disquisiciones. ¿O ya para entonces una larga noche metafísica en una tormenta de disquisiciones? Esas eran las cosas en las que yo pensaba cuando me iba a dormir solo en una habitación para dos personas.

Esperé a que se fuera por otro par de infusiones para coger su teléfono. Había invertido casi un año de miradas indiscretas para averiguar cómo desbloquearlo. Mi plan era buscar entre su galería de fotos alguna que nos hubiéramos tomado en el bar donde solía torturarme con su verborrea para que me sirviera como evidencia de la compleja pantomima, pero solo guardaba imágenes de mujeres semidesnudas frente al espejo y publicidad de una compañía de canaletas en un barrio de los suburbios.

La notificación que me distrajo llegó justo cuando mi insoportable vecino volvió su mirada a la mesa. El mensaje decía: “¿Vas a tardar mucho hoy? No sabes cuánto te extraño”. El siguiente mensaje fue una foto. Era otra mujer en ropa interior frente al espejo, al igual que las otras, pero distinta, al parecer, solo para mí. Hijo de puta, pensé. Suelta eso, me dijo, aunque fue él quien dejó caer las infusiones.

Cuando le mostré la foto de la mesera, dijo que podía explicarlo. Pensé que de seguro podría, había armado toda una compleja pantomima para apartarme de ella, así que no iba a dejar que me anestesiara con sus palabras. El tiempo de las palabras ya había pasado. Era el tiempo de las teofanías anatematizadoras, por decirlo de algún modo.

Me abalancé con todo mi sobrepeso sobre mi insoportable vecino y le arranqué una porción de cuello con los dientes. La sangre salió a borbotones y algunos trozos de carne se quedaron atrapados en mi ya para entonces larguísima barba de hechicero medieval. Un enfermero intentó detenerme, pero los demás locos formaron una barrera a mi alrededor. Pienso que quizás me apreciaban por haber escuchado sus historias. Debieron haber pensado que era empatía en lugar de instrumentalización. O quizás solo aprovecharon las circunstancias propicias para un motín. En apenas un instante, de todos los pasillos, llegaron más enfermeros, armados con bastones blancos, sillas plegables y hasta bacinicas, los más cinéfilos. Los otros locos resistieron cuanto les fue posible. Lo suficiente, en todo caso, para que yo lograra escabullirme fuera del pabellón.

La misma señorita de aquella lejana noche me esperaba muy envalentonada en la recepción. Ya he llamado a la policía, dijo. La apuñalé con un lápiz, tal como mi vecino me había contado que hacía el personaje de Carla Gugino en la nueva película de Zack Snyder, de casi siete semanas de duración, aunque ya se había anunciado un corte del director que extendía el metraje hasta los dos meses y medio.

Miré hacia la puerta. El vigilante hizo el ademán de sacar su arma de electrochoque, pero luego me mostró las palmas de las manos y eligió huir. Corrí entonces hacia la luz que provenía de la calle y, en un sentido figurado, representaba mi libertad. En el sentido literal, resultaron ser los faros de una patrulla de la policía.

Deténgase, dijo uno de los oficiales. Ambos me apuntaban a la cabeza.

Pensé que podría obedecer y ahorrarme problemas en lugar de intentar abalanzarme sobre ambos, robarles la patrulla, volver a casa y tomar una larga ducha para sobrepensar en todo lo que había ocurrido durante esos cinco largos años con la esperanza de encontrar una forma de redimirme, pero supongo que tardé mucho en tomar una decisión o los policías no eran muy cinéfilos, por lo que tampoco habían desarrollado la suficiente paciencia.

Lo cierto es que fui abatido de siete disparos esa noche (aunque se sintieron como setenta veces siete, a decir verdad). La lluvia lavó mi cadáver y mi sangre formó un riachuelo viscoso que fue a desembocar a las alcantarillas.

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