1ª de Las precipitaciones
En cierta ocasión, a eso de la medianoche, un hombre me llamó al celular desde un número desconocido y me preguntó si podía regalarle un poco de mi tiempo para conversar. A pesar de todo, le dije que sí. En parte por curiosidad y en parte porque no tenía nada mejor que hacer.
¿Qué cosa era “todo” en ese “a pesar de todo”? Pues yo acababa de volver de tomarme unas cervezas en el bar de la esquina con este vecino insoportable al que nunca le podía decir que no porque siempre le estaba debiendo dinero. Toda la noche me había torturado con su verborrea insoportable acerca de una película de Scorsese que duraba como nueve horas y que los más cinéfilos recomendaban ver con pañales para poder experimentarla del modo en el que la había concebido el director. Muy pocas ganas me quedaban de ponerme a hablar con un desconocido. Pero a esa hora todavía no me entraba sueño, así que era eso o tirarme en el mueble grande de la sala a ver a la gente hacer el ridículo en TikTok.
Solo tratemos de evitar fanatismos, dije. Me preguntó a qué me refería. Pues, con eso de “unos minutos para conversar” has sonado como predicador o activista, y no es que yo tenga problema alguno con alguna de esas cosas, cada quien elige el barco en el que quiere hundirse, pero ahora mismo no estoy de ánimos para hablar de política o de religión. Ambos son temas que me superan. Entiendo, dijo. No te he llamado para que hablemos sobre política o religión, aunque dudo mucho que alguien pueda cumplir con una condición tan castrante. Mucho menos alguien como yo, dada mi naturaleza y la de mi problema. Le pregunté a qué se refería. Me refiero a que yo no voy a colocar la política en el centro de nuestra conversación adrede, pero tampoco se trata de un sentido del que pueda privarme, dijo. Nadie puede clavarse un objeto punzocortante en los ojos o en los oídos y declararse apolítico. Incluso la renuncia al debate político es la manifestación de una postura política. Aunque suelo ser una persona educada, en ese momento, lo interrumpí. No necesito que vengas a darme lecciones de Foucault o de Gramsci, dije. Sé muy bien que la política permea todas las actividades humanas. Nadie puede vivir entre los márgenes y observar el transcurrir de la historia a través de un ojo de pez. Pero es justo este tipo de disquisiciones innecesarias las que quisiera ahorrarme. Me dijo que la palabra “disquisiciones” le parecía muy acertada y que, a raíz de ella, creía entender mejor a qué me refería. Crucé los dedos para que fuera así. En cuanto al tema de la religión, dijo, puedo asegurarte que no habrá misticismo alguno, aunque mi problema sí que implica un tanto de metafísica. Le dije que no escuchaba la palabra “metafísica” desde la universidad. Pues la metafísica ha de cubrir nuestra conversación como la sombra debajo de un árbol en una tarde de verano, dijo. El hecho de que ambos mostráramos interés por las palabras me pareció un buen augurio.
Todo lo concerniente al signo lingüístico siempre me ha llamado la atención. Eso del significado y el significante, su arbitrariedad. De hecho, no me interesa tanto lo que dicen las palabras como lo que pueden llegar a decir. No estoy hablando de poesía, sino de expresividad. Quizás incluso de onomatopeyas. Esa es la razón por la que suelo escuchar música en idiomas de familias tan ajenas a mi lengua materna que bien podrían ser hasta familias enfrentadas, como en una telenovela mexicana o en una tragedia de Shakespeare. Precisamente, debido a su expresividad, lo que más escucho son bandas de punk. Popeláři y Krwawy Świt son mis favoritas. Aunque no tengo idea de lo que dicen, entiendo muy bien aquello que le pueden llegar a decir, en un momento específico, a alguien como yo.
Cuando le hablé de todas esas cosas, y unas cuantas más, al hombre que me había llamado desde un número desconocido a eso de la medianoche no se le hizo para nada raro ni se creyó que me estaba burlando de él. De hecho, hasta me pidió que le deletreara el nombre de las bandas para poder escucharlas luego. Fue una cortesía muy estratégica de la que supo sacar partido muy pronto.
Muy bien, dije, creo que me gustará conversar contigo, pero dame unos minutos para ducharme, que acabo de llegar a casa y estoy empapado. Por la tarde, había visto en el noticiero que la lluvia iba a ponerse más intensa, pero supuse que estaban exagerando y salí sin paraguas. Tampoco me iba a llevar el paraguas para ir hasta el bar de la esquina, dije, ni que fuera un psicópata. Aunque asintió a esto último, no aceptó que le devolviera la llamada. Prefiero esperar en línea, dijo. Entiendo que parezca un tanto ansioso de mi parte, pero no te imaginas cuántas veces me ha pasado que la gente se distrae o se arrepiente de hablar conmigo y yo me termino desvelando junto al teléfono por una llamada que nunca llega.
La verdad es que no me pareció un tanto ansioso, sino de lo más ansioso. Tendría que haberle colgado ahí mismo, pero me sentía obligado a atenderlo para devolverle la cortesía. Hasta esa fecha, la poca gente con la que había hablado acerca de la expresividad que podían alcanzar mis bandas de punk favoritas, Popeláři y Krwawy Świt, ni siquiera había fingido prestar atención. Sin ir muy lejos, el vecino insoportable con el que me acababa de tomar unas cervezas pensaba que mi teoría sobre la expresividad era una de las cosas más estúpidas que había escuchado.
Lo único más estúpido que he escuchado son esas canciones para adolescentes en idiomas que nadie conoce, me dijo alguna vez, aunque después haya dicho que no dijo lo que dijo, que de dónde me estaba yo sacando que él había dicho eso. En realidad, sus palabras no me hicieron tanto daño por lo que decían, sino por lo que podrían llegar a decirle, sobre todo, a alguien como yo. Lo peor fue que las dijo en frente de la mesera del bar de la esquina de la que yo creía estar enamorado. No estaba seguro, me bastaba con creerlo. De vez en cuando, todos necesitamos ciertos actos de fe, o incluso, ciertos artefactos de fe, para seguir adelante. Tampoco me importaba que la mujer fuera solo hueso y pellejo o que me llevara casi una década. Saludaba con una sonrisa. Preguntaba cómo me había ido en el trabajo. ¿A qué más podía aspirar alguien como yo? Ese trabajo por el que siempre preguntaba era muy tedioso y, por ende, estaba lleno de gente tediosa. No se me antojaba conocer a nadie allí. Fuera, mi vida social estaba condicionada a la deuda con mi vecino. Para colmo, cada año engordaba más, y ni siquiera de forma pareja. La grasa se me acumulaba en los muslos, el abdomen y debajo de la cara. El resto de mi cuerpo lucía como un globo desinflado. Con las justas lograba disimular la papada detrás de una barba de hechicero medieval que además era muy difícil de mantener. Solo me consolaba que el insoportable de mi vecino estuviera peor: enano como un duende, nariz hinchada, la piel contrita por el acné. La única ventaja de andar con él era que no podía verme tan feo en comparación. Todo lo demás en él era insoportable: sus tediosos monólogos sobre cine de autor, el cuello percudido de sus camisas, lo consciente que era de que podía humillarme solo porque le debía dinero. La noche en la que lo hizo en frente de la mesera de la que yo creía estar enamorado, alzó la voz justo cuando ella se acercó para dejarnos la cuenta y dijo todas esas cosas que después dijo que nunca había dicho, que de dónde me estaba sacando yo que él había dicho eso. Si, en efecto, hubiese sido un psicópata, le habría quitado a la mesera una de las botellas para romperla contra la cabeza de mi insoportable vecino mientras le reclamaba si acaso nunca había tarareado una canción en inglés sin tener idea de lo que decía. ¿Acaso la primera vez que escuchaste a Radiohead en Mtv entendiste lo que significaba when i am king you will be first against the wall?, hubiera querido preguntarle. Pero dejé que solo fuera una fantasía fugaz. Conozco muy bien las leyes de este país. No iba arriesgarme a que me encerraran hasta cinco años tan solo por no poder controlar mis emociones.
Me había acordado de todas esas cosas en la ducha. Es el lugar donde le doy vueltas una y otra vez a las cosas que me pasan para tratar de encontrarles sentido o sentir como si me estuvieran pasando de nuevo y aún tuviese la oportunidad de redimirme. El hombre que me había llamado por teléfono a la medianoche tenía razón. Ya estaba con la cabeza en otro lado y lo último que se me antojaba era ponerme a conversar sobre un asunto tangencialmente político, aun cuando fuera bajo la sombra del árbol de la metafísica.
Me sequé rápido y me puse el pantalón de buzo y la polera de polar que esa semana estaba usando para dormir. Cogí una coca cola de la refri y me acomodé en el mueble grande de la sala. Aquí estoy, dije. Lamento si te hice esperar. No hay problema, dijo. Más bien, aprovecho para agradecerte las recomendaciones musicales. Me puse a escuchar a Popeláři y Krwawy Świt y creo que ahora entiendo mejor tu teoría acerca de la expresividad. De hecho, que eres justo la persona adecuada para darme el consejo que necesito. Me alegra, dije, aunque solo por decir. De haber sabido que esa era la razón específica de su llamada, le habría colgado antes de que pudiera sacar partido de su cortesía. Detesto a todos esos que andan preguntando a los demás qué hacer con su vida, como si fueran niños y aún necesitaran que les dieran de comer a la boca.
Dijo entonces que era el hijo de Dios. El menor de los cuatro, en realidad.
Nada más que un loco de mierda, pensé.
Habría pensado que todos éramos hijos de Dios, dije. No me estaba burlando, solo quería seguirle el juego un rato para poder colgarle de forma orgánica. Eso es parte del discurso cristiano, dijo, y yo ya te he dicho que no te he llamado para hablarte de misticismo, sino solo de metafísica. Asentí. Piensa en la lógica del signo lingüístico de la que hablamos hace un rato, dijo. El significado de Dios ya lo tienes: un ser sobrenatural con poderes mágicos. Puede que parezca algo mucho más complejo, pero te aseguro que ese es un buen resumen. A lo largo de la historia, la gente no ha hecho más que asignarle distintos significantes: un anciano encima de una nube, una serpiente con plumas, un triángulo con un ojo en medio. Yo te lo presento como un hombre muy obsesionado con su bigote, que aparenta siempre entre cincuenta y sesenta años, y que reside en una casa de campo muy cerca de un pequeño pueblo al norte de Francia, con su esposa y sus cuatro hijos. Aunque ahora solo tres, desde que decidí marcharme. Cuatro hijos y una esposa, dije. Vaya MILF, dijo. Bien podría hacerse millonaria si se abre un OnlyFans. Perdona, dije, pero ahora sí te tengo que colgar. Perdona tú, dijo. ¿Acaso he dicho algo que te incomode? Quizás pienses que me he sobrepasado con lo de MILF, pero no creas que soy un pervertido. Puedo decir esas cosas porque no es mi madre biológica. Le hago esas bromas a mis hermanastros todo el tiempo. No es que te hayas sobrepasado, dije. Lo que pasa es que ya me resulta muy inverosímil lo que me estás contando. Preguntó a qué me refería. Me refiero a que, incluso si es que no estás diciendo todas esas cosas inverosímiles adrede, incluso si es que de veras te crees todo lo que dices porque tienes problemas en la cabeza más serios que los del resto y la estás pasando muy mal, ya he soportado esta noche una con-versación en la que no quería estar y no ando de ánimos como para hacerlo de nuevo tan pronto, dije. Se quedó callado por un momento, en lo que interpreté como un gesto de frustración. Déjame, entonces, pedirte un favor, dijo. Le pregunté cuál, aunque sospechaba lo que iba a decir. ¿Sería mucho pedirte, entonces, que me escucharas así como escuchas a Popeláři y Krwawy Świt?, dijo. No le prestes atención a lo que digo, sino cómo lo digo. Quizás mi historia te resulte inverosímil, pero puedo asegurarte que mi expresividad es auténtica.
Le di un sorbo a mi coca cola. El rumor de la lluvia contra las superficies se colaba por la ventana como el tamborileo de un niño de primaria sobre su carpeta. De acuerdo, dije. Aunque agradecería que vayas al grano. De acuerdo, dijo. Hace unos cuantos años, cuando me enteré de que mi padre era Dios, le hice la pregunta que todo el mundo le quiere hacer. Un momento, dije. Ya sé que te acabo de pedir que vayas al grano, pero explícame, por favor, eso de que recién te enteraste hace unos cuanto años. Siguió otro silencio incómodo. Asumo que no le hizo gracia que lo interrumpiera para que tomara una disquisición innecesaria en medio de un relato que acababa de calificar de inverosímil. Mi madre me lo ocultó, dijo, aunque no creo que lo hubiera hecho de haber sabido que el hombre que la había embarazado era Dios. Le pregunté quién pensaba su madre que era. Un estudiante de posgrado del MIT que había venido al país de vacaciones, dijo. Dios era un estudiante de posgrado del MIT que estaba de vacaciones cuando conoció a tu madre, dije. Fue lo que dijo, dijo, o al menos, eso fue lo que dijo mi madre que Dios le dijo: la memoria tiene sus vericuetos, ¿sabes?, nuestros recuerdos cambian cada vez que los tratamos de recuperar. Es un asunto medio cuántico ese, dije. Supongo que es una forma de decirlo, dijo, aunque habría que preguntárselo a mi padre, que es el que colecciona posgrados. No pensé que Dios necesitara estudiar, dije. Ya, dijo. Es normal que la gente se crea que solo por ser Dios ya se lo sabe todo, pero una cosa es devolverle la vista a un ciego posando la palma de la mano sobre sus ojos y otra meterse a un quirófano para hacer un trasplante de córnea. Para saber hacer eso hay que pasarse muchos años en la universidad. Entiendo, dije. La gente se piensa que piensa mucho a Dios, dijo. Muy poca gente, en realidad, se detiene en esos detalles. Ya te imaginarás cómo eso lo hace sentir. Solitario por incomprendido, pensé. Como un adolescente al que no le quieren dar permiso para salir de fiesta o una influencer de moda que mira su reflejo sin maquillaje en el espejo del baño a las cinco y media de la mañana antes de grabar su primer reel. Mi padre lo único que quiere es que lo dejen en paz, dijo. Si mañana saliera en la tele a decir que es Dios, la gente le va a pedir que lo demuestre, y aunque, de seguro, al principio, sería muy divertido para todos que se ponga a hacer milagros, incluso para él, que es tan egocéntrico y le encantan que le aplaudan todo, después lo terminarían acaparando los presidentes y las celebridades y los billonarios, y tendría que atender hasta las consultas del Papa. No podría ni siquiera comprarse un McFlurry sin que la cajera le esté rogando para que le resucitara a la abuelita. No sé cuáles serán sus planes a futuro, o si siquiera los tiene, pero su felicidad, por estos días, consiste en ignorar todas las desgracias del mundo y pasársela encerrado en casa, con su MILF y sus tres hijos buenos para nada y sus vinos convertidos de agua del caño. ¿Y a ti eso qué te parece?, dije. Pues, una mierda, dijo. A mí tampoco me gustaría ser un esclavo de las angustias ajenas, pero nada le cuesta intervenir en los asuntos más graves. Cosas como la guerra o el tráfico de menores. Yo no podría dormir tranquilo, dije. Fue justo eso lo que le pregunté cuando mi madre lo invitó a cenar para que lo conociera, dijo. ¿Cómo puedes dormir tan tranquilo?, le dije, ¿cómo puedes hacerle el amor a tu mujer y luego ponerte a roncar mientras el mundo se cae a pedazos? En esa época, estaba de moda una canción que decía algo como eso. En mi cabeza, sonaba muchísimo mejor. Nuestras expectativas rara vez coinciden con la realidad, dije. Mi madre me lo contó apenas llegué a casa, dijo. Me dijo que se había visto con mi padre de casualidad en un restaurante chino al que había ido con la gente de la oficina para celebrar el cumpleaños de su jefe. Pensaba pedirle que viniera a cenar con nosotros esa misma noche, si acaso era algo que me interesara hacer. Ya para entonces mi madre me había contado que lo había conocido en una fiesta de Año Nuevo en una playa del sur que estaba llena de turistas. De niño, resumió su ausencia a un fatídico accidente de avión, justo en el vuelo en el que regresaba al país para casarse con ella luego de haber ido al suyo para arreglar unos papeles. Tuve que esperar hasta la secundaria para que me explicara lo que era el sexo casual entre dos adultos irresponsables. Le pregunté por qué no había ido a buscarlo cuando se enteró de que estaba embarazada y me dijo que fue postergándolo por orgullo hasta que el orgullo también la frenó de aparecerse en otro país con una panza de ocho meses. Estaba más preocupada de que tus abuelos no me obligaran a deshacerme de ti, me dijo. Es raro que tus abuelos hayan sido tan proaborto, dije, sobre todo, para la época. Es que se trataba de su única hija, dijo. Eran conscientes de todas las puertas que se le iban a cerrar. Y aun así, tu madre se las arregló para salirse con la suya, dije. Me dijo que sentía un pálpito de que yo estaba destinado a cumplir una misión muy importante, dijo. No la culpo. En esa época, estaban de moda las películas de Terminator. Debe haberse pensado que éramos algo así como los Connor.
Dijo que su madre le dijo que apenas había visto a su padre en ese restaurante chino supo que necesitaba contárselo todo allí mismo o tal vez no habría otra oportunidad. Le aclaró que no quería nada de él, y él le aclaró que tampoco quería nada de ella, ya bastante había intervenido en su vida, y sin embargo, a raíz del secreto que le acababa de revelar, era lo más justo que él también le revelara un secreto que ella no debía revelar a nadie, si bien tampoco nadie se lo iba a creer. Estaban conversando junto a la barra, apartados de sus respectivos grupos, dijo. Mi padre pidió un vaso de agua e hizo ese famoso truco que todos esperan de él. Mi madre exigió más pruebas. A ver, haz aparecer un millón de dólares, le dijo, o dame el número de la lotería. Me dijo que no los quería de ambiciosa, sino para pagar mi universidad. Mi padre le tuvo que explicar que las cosas no funcionaban de ese modo. De todas formas, mi madre lo hizo firmar unos papeles para que me pague los estudios.
¿Qué fue lo que respondió tu padre cuando le reclamaste su desidia con el mundo?, dije. Todo lo que ya te dije, dijo. Todo ese discurso lastimero sobre cómo es que nadie lo entiende y que su único anhelo es que lo dejen en paz. ¿Acerca de qué quieres un consejo?, dije, aunque, más bien, quería seguir conversando con él: que me hable más sobre la residencia de Dios en un pequeño pueblo al norte de Francia, y entender por qué se había mudado allí, y algo más sobre la esposa MILF y los tres hijos buenos para nada, pero recordé que solo se trataba de una historia inverosímil compuesta de delirios verosímiles, con ráfagas de metafísica en medio de disquisiciones umbrías, y que me las estaba creyendo solo como parte de un pacto, ni siquiera por lo que decían, sino por cómo lo decían, así que no valía la pena seguirle el juego. Ya estaba por acabarme la coca cola y qué ganas, de pronto, me habían dado de orinar.
Pues no sé qué piensas de que le meta setenta veces siete balazos en la cabeza a mi padre, dijo. He conseguido una automática en el mercado negro. Quiero apuntarle en medio de los ojos y vaciarle todo el cargador. ¿Para qué?, dije, en lugar de advertirle que no lo hiciera. Si acaso, iba a dispararle a una persona inocente. Quizás incluso a su propio padre. ¿Cómo que para qué?, dijo. Pensé que ya te había dado suficiente contexto. Para ver qué pasa, pues.
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