Skip to content

La Pecera

La segunda vez que escribí sobre Parker y Berenice fue en una ciudad gris a la que el toque de queda le pisaba los talones.

Tras las ventanas ovaladas del bar La Pecera, la tarde se hacía pesada y ruidosa: un semáforo malogrado, el rumor de bocinas y motores, gente apresurada que sorteaba el tráfico para cruzar la avenida y alcanzar un bus repleto de cansancio y sudor. El largo viaje colgados del pasamanos, como trozos de carne en el mercado, de vuelta al barrio de toda la vida, que ya no es lo que era, que ya no da para más: callejones malolientes tomados por la miseria, adolescentes que inhalan pegamento en bolsas de plástico, la bodega de la esquina en la página policial. No faltaba mucho para que fueran regurgitados a una choza de esteras en un baldío o en las faldas de un cerro, sin agua potable ni alumbrado público, allá donde se refugiaban las familias de provincia que migraron a la capital en busca de esperanza y ni siquiera habían encontrado resignación.

—¿Qué miras? —preguntó Parker.

Había regresado del baño con el cabello peinado hacia atrás. A Berenice le trajo recuerdos.

En la rocola sonaba Solía amarla, de Las Ardillas Asesinas:

…uno de los dos tenía que marcharse

nena, tomé la mejor decisión.

Berenice apartó la vista de la ventana.

—Nada —dijo.

Parker hizo el ademán de pedir dos más, pero Berenice le bajó el brazo.

—No hay forma, mira la hora. Si no te hubieras pasado media vida en el baño, quizás alcanzaba para otra ronda.

—Perdona, tuve una larga charla con tu jefe.

—Acabamos esta y ya—lo ignoró Berenice—. No quiero que me coja el toque y me detenga uno de esos tombos que te meten mano con cualquier excusa. Tombos de mierda, carajo.

—Tú lo has dicho —celebró Parker, con el vaso en alto—. Tombos de mierda, carajo.

 

Parker y Berenice se conocieron en el patio del colegio, por culpa de una negligencia.

Parker era un niño alto y regordete al que le gustaba correr de un lado a otro, como si el mundo fuera un pinball y la condición humana consistiera en rebotar contra todo lo que encontrara a su paso. Berenice era una niña pequeña y tímida a la que le gustaba soñar despierta: a menudo, imaginaba que era exploradora y el patio de recreo, una cueva que conectaba con el centro de la Tierra o una fortaleza misteriosa en medio de la jungla.

Cierto día, como era de esperarse, sus destinos chocaron de forma estrepitosa.

Berenice caminaba con el cuerpo inclinado hacia adelante y la mirada clavada en el suelo, en busca de un tesoro pirata. Parker, en medio de su desenfrenada carrera, ya ni siquiera era capaz de elegir el rumbo. Nadie les advirtió que estaban demasiado cerca de los columpios. La auxiliar encargada de vigilar el recreo de primaria los había perdido de vista apenas el tiempo que le tomaba entreabrir la puerta del patio, sacar medio cuerpo a la calle y dar un par de pitadas a su cigarrillo. En el instante final, Berenice levantó la cabeza y Parker cerró los ojos. Aunque la barriga de este último amortiguó el impacto, ambos salieron despedidos hacia atrás y cayeron sentados. No hubo moretones ni rasguños. Menos aún los severos traumatismos que hubiera dejado la embestida del niño que iba en el columpio con las piernas levantadas. Solo un cruce de miradas y el llanto al unísono de la vergüenza compartida.

A la salida, sus padres los encontraron jugando a que Berenice era una arqueóloga que se adentraba en un templo perdido y Parker una piedra gigante que la perseguía, una trampa contra intrusos que la arqueóloga había activado sin imaginar que vivía a unas cuantas calles de su casa, o que sus tropiezos —aunque tal vez esto lo intuía y por eso siempre dejaba que la alcanzara— fueran una forma inconsciente y desesperada de protegerse el uno al otro.

 

—Aunque, la verdad, no entiendo de qué te quejas —reclamó Parker—. Ayer La Gaceta sacaba en portada que el toque de queda había devuelto la tranquilidad a la ciudadanía. Ni una palabra sobre los abusos o la impunidad de los tombos. A menos que haya estado en la sección de farándula, claro. Con razón cada día tiene más páginas. ¡Carajo, cualquiera diría que vivimos en Hollywood!

Berenice le pidió que bajara la voz. Parker le hizo notar que el resto de clientes ya se había marchado. Detrás de la barra, una anciana de semblante y maneras toscas les echaba una mirada cada cierto tiempo, aunque parecía más concentrada en el televisor portátil al lado de la caja. Pasaban una telenovela mexicana en la que una hacendada mandaba azotar a la sirvienta que la había traicionado.

—Pensé que no leías ese… ¿Cómo es que lo llamaron tus amiguitos en su último boletín? Algo así como pasquín fascistoide, ¿no?

Parker fingió una sonrisa. Tomó un sorbo de cerveza y se limpió los labios con el dorso de la mano.

—Hay que leer ese pasquín fascistoide para saber lo que tu jefe quiere que uno piense, pues.

—Mi editor nunca se ha involucrado…

—No estoy hablando de tu editor lamebotas. Estoy hablando de tu verdadero jefe. El jefe que le dicta los titulares a tus jefes. El excelentísimo y generalísimo y huevoncísimo Manuel Augusto Chacón.

La anciana detrás de la barra tosió de forma exagerada y se levantó de su asiento. Anunció que cerraba en quince minutos.

—Y usted, jovencito —le advirtió a Parker, mirándolo fijamente a los ojos—, se me lava la boca con jabón antes de pronunciar el nombre de mi general.

Dejó la cuenta sobre un plato pequeño y se llevó el televisor a la cocina.

—Eres un idiota. Puede que esté llamando a los del SIAS.

—Yo no le tengo miedo a esa vieja bruja.

—¿Tampoco a los del SIAS?

La rocola dejó de sonar. Parker señaló el vaso de Berenice. Tan solo quedaba la espuma.

—Ya te tienes que ir yendo, me parece.

Berenice cogió el vaso de Parker y vertió un poco de cerveza en el suyo.

—Aún me queda trago, fíjate.

—Aún te quedan excusas, dirás.

—Es lo que uno hace cuando está acorralado, niño bolita. Podrías intentarlo, ¿no?

 

Su primer beso fue a los quince años, en el patio del colegio, por culpa de una negligencia (o, más bien, de eso fingieron convencerse).

Era una tarde fresca, de cielo despejado.

Los más pequeños formaban filas al lado de la puerta del patio de primaria para esperar a sus padres. Una auxiliar verificaba que los recogiera la persona autorizada. Otra vigilaba que mantuvieran el orden. Una tercera permanecía junto a los columpios.

Los de secundaria se marchaban de prisa o formaban grupos para tomarse el pelo y hacer planes para más tarde. Parker y el Gordo eran de la collera que se reunía en las gradas junto a la cancha de fulbito y se quedaba hasta mucho después de la hora de salida. Esa tarde, sin embargo, Parker había atajado a su amigo junto a la puerta del salón.

La noche anterior, le había pedido que lo ayudara a declararse. El Gordo, que lo había soportado sufrir por Berenice durante toda la secundaria, felicitó su determinación y le aconsejó que se concentrara en ensayar su parlamento, pues él se encargaría de la puesta en escena. Ya por entonces el Gordo anhelaba convertirse en director de teatro (pensaba que era la forma más fácil de conocer actrices y bailarinas). Al día siguiente, Parker no mencionó el tema hasta la salida. «¿Ya está todo listo para abrir el telón?», preguntó. Tomó aire para intentar calmarse y se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano.

La noche anterior, mientras Parker ensayaba frente al espejo y se esforzaba por llegar a los cien abdominales, el Gordo se había desvelado en una maratónica partida de Monopolio con su familia. Ni a él ni a su hermana los entusiasmaba sobremanera pasarse horas comprando propiedades y cobrando doscientos al pasar por Salida, pero sus padres eran fanáticos. A veces, incluso dejaban partidas en suspenso —trasladaban el tablero y el banco a la mesa del comedor; los adornos los arrimaban a un lado— y las continuaban durante semanas enteras, hasta que alguno de sus hijos, ya que a ellos rara vez les sucedía, se declarara en bancarrota.

El Gordo lo asumió como un desafío. No podía temer a la improvisación. Le dijo a Parker que fuera a encerrarse en su camerino y se metiera de una vez en el papel. Tendría que salir a escena en más o menos quince minutos, que calculara contando hasta mil, ya él ni siquiera lo iba a buscar. «Y mucha mierda, eh, que es como se desea suerte en el ámbito profesional», agregó, dándole un par de palmadas en la espalda. Apenas su protagonista se metió al baño, el Gordo fue corriendo donde Berenice y, en frente de sus amigas, sin mayor miramiento, le pidió que esperara un rato a Parker, que se le iba a mandar ya mismo. «¿Pero qué dices?», se ruborizó Berenice, y el Gordo le aclaró que Parker estaba enamorado de ella «de toda la vida», y que si bien «toda la vida», a los quince años, puede que no parezca mucho, él daba fe de que su amigo se refería a que «toda la vida» estaría enamorado de ella. Las chicas alrededor se burlaron y le dijeron a Berenice que no sea cruel con el niño bolita y le diera el sí. Berenice jaló al Gordo a un lado y le aclaró que Parker y ella solo eran muy buenos amigos, que si algunos días se regresaban juntos era porque vivían muy cerca, que si se veían tan seguido fuera del colegio era porque sus familias se conocían de años, ya todo el mundo se sabía la historia de los columpios, y que dejara de molestarla o lo iba a acusar con la auxiliar de disciplina. El Gordo le juró que no estaba mintiendo y solo le pedía que escuchara lo que su amigo tenía que decir. Ya, después, si lo choteaba, ni modo; para un hombre siempre era mejor arder que apagarse lentamente, el consejo que su padre le dio cierta noche en la que había llegado a casa tan borracho que se quedó dormido al pie de la escalera. En esas estuvieron hasta que Parker salió del baño, con el cabello peinado hacia atrás y tan pálido que hasta parecía llevar maquillaje. Ante la sospecha (o, más bien, la inminencia) del fracaso, el Gordo se convenció de que los escenarios no eran lo suyo, pero, al menos, se aseguraría de que su talento ardiera en lugar de apagarse lentamente. Le hizo un gesto a Parker para que se acercara y dejó a Berenice en medio del patio, sola e inerme, y con las mejillas tan sonrojadas que hasta parecía llevar maquillaje. Parker le dijo que tenía algo muy importante que decirle y le preguntó si se lo podía decir ahora. Berenice comenzó a sudar y solo alcanzó a decir «dime». En un arrebato de cordura, Parker no le recitó el acróstico que le había escrito la noche anterior y solo le dijo que la quería mucho, que siempre la había querido. Después le preguntó, en voz muy baja y tartamudeando, si ella también lo quería así a él, o al menos de una forma parecida, y si le gustaría ser su novia.

—Aquí nos caímos juntos. Acá te quiero caer —dijo.

Era una frase tontísima, pero la conmovió. Sobre todo por cómo la había dicho: entre nervioso y solemne. Lo imaginó ensayándola frente al espejo.

Tampoco era todo tan repentino. Su prima Margot ya se había dado cuenta.

—Ese niño bolita te mira todo baboso, prima. No sé qué tanto andas con él.

—Es muy lindo, no te creas.

—Pero tú das para más, prima. Imagina que se casan y tus hijos te salen bolitas. ¡Qué horrible!

A Berenice, sin embargo, le gustaba así. Aun cuando Parker pegara el estirón unos años más tarde y reemplazara la gula por el tabaco, siempre lo recordaría como ese niño bolita que la había salvado de un columpio asesino.

—Lo siento, pero no puedo responderte como quieres —dijo Berenice, atemorizada, casi contra su voluntad. Años más tarde le confesaría que la había intimidado su ternura—. Mejor quedamos como amigos.

—Lo siento, pero no puedo responderte como quieres —dijo Parker, impasible, como si las palabras fueran de otro, como si la voz no le perteneciera—. Vas a tener que seguir el plan de tu jefe: inventarte algo y echarme la culpa de todo.

Encendió un Harrington y dejó la cajetilla sobre la mesa. Ambos bajaron la mirada. Temían el llanto al unísono de la vergüenza compartida.

—Mejor me invento algo para que no tengas la culpa de nada. Cuéntame una mentira que podamos defender juntos.

—Una mentira que puedas vender como verdad.

—Tú crees que sabes cómo acaba. Yo he visto cómo acaba.

Parker desvió la mirada hacia la puerta. Berenice se quedó sin palabras. Al rato, como era de esperarse, sus labios chocaron de forma estrepitosa. Berenice quiso despedirse con un beso en la mejilla. Parker volteó el rostro para disculparse por haberla incomodado. En el instante final, ella ladeó la cabeza y él cerró los ojos. No hubo moretones ni rasguños. Solo un par de corazones adolescentes que habían perdido el timón de los sentidos, como decía esa aburrida novela romántica de un tal Groth que entraba en el examen de Lenguaje del día siguiente, en el que Berenice sacaría la máxima nota y Parker apenas el mínimo aprobatorio, aunque la hubiera leído más de una vez, aunque lo hubiera inspirado a escribir el acróstico que había ensayado la noche anterior frente al espejo. Después Berenice dijo que sus padres la esperaban para almorzar y que la disculpara porque tendría que irse corriendo. Parker solo dijo «chau, pues» y se quedó varios minutos más en el centro del patio, solo e inerme, con la mirada clavada en el suelo, como si se le hubiera derramado algo que ya no había forma de recoger.

     

Dado que continuarían chocándose en la escuela y el barrio, en el afán de no que fuera de forma estrepitosa, eligieron obviar aquella tarde durante el resto de su adolescencia. Esto ayudó a disipar la incomodidad. La omisión, sin embargo, no tardó en confundirse con el secreto. El secreto engendró confianza. La confianza los hizo cómplices.

Los años siguientes, Berenice salió con un par de chicos del barrio, nada que se prolongara más de unas semanas o le sirviera para otra cosa que saciar la curiosidad, mientras que Parker mantuvo una relación de idas y vueltas con la hermana del Gordo, que terminó al poco tiempo de que el Partido Obrero Campesino, con Guillermo Luna a la cabeza, ganara las elecciones. Los padres del Gordo aseguraban que un gobierno de izquierda los iba a llevar a la bancarrota. No querían terminar hipotecando sus propiedades o pagando impuestos altísimos por posesiones de lujo. Fue una de las primeras familias que sacó todos sus ahorros del banco, vendió todo lo que pudo y se marchó del país.

—Me mudo mañana con unos compañeros del partido —le contó Parker a Berenice, mientras fumaban un Harrington a medias, sentados en los columpios del parque—. Ya no puedo con mis viejos y su pánico pequeñoburgués.

El mandato de Luna había comenzado con pánico financiero y rumores de expropiación. La Confederación de Empresas Privadas publicaba cada domingo un anuncio en la página central de La Gaceta que advertía a la opinión pública sobre los riesgos de cambiar el modelo económico. Había marchas en contra y a favor de un gobierno que aún ni siquiera llegaba a los cien días.

—Mi papá también cree que Luna nos quitará la casa —dijo Berenice—. Yo sé que suena a paranoia, pero tal vez puedas esperar un poco antes de irte. Ayer en el noticiero hablaron de nuevo sobre la posibilidad de un golpe. No lo sé, niño bolita. Me preocupa que esto acabe mal.

—A mí no me preocupa cómo acabe porque no sé nada sobre el Comando Nacional de Liberación —dijo Parker y apagó el cigarrillo aplastándolo contra el cenicero. Apenas si había dado una pitada—. Esa es mi versión oficial, off the record, lo que tú quieras. No tengo excusas porque tampoco tengo nombres ni teléfonos ni lugares donde tu jefe pueda mandar a sus sicarios. Pierdes el tiempo con un eterno estudiante de sociales.

—Vete a la mierda, Parker —insistió Berenice—. Me estoy arriesgando solo por ti. No sabes lo cerca que están. No sabes en cuántos informes he visto tu nombre.

—Esas son amenazas del fascismo que me tienen sin cuidado —respondió Parker. Tiró el cigarrillo al césped y lo apagó de un pisotón—. Ya estoy cansado de vivir entre traidores de clase, además. Mi lugar está con el partido porque el partido está con el pueblo.

Berenice bajó del columpio. Estaba harta. Le dijo que ya se le había hecho tarde. Parker le rogó que esperara un segundo.

—¿Tú crees en los milagros? —dijo, tomándole las manos, entrecruzando sus dedos—. Yo por supuesto que no. De hecho, estoy convencido de que la religión solo adormece la voluntad del pueblo con su felicidad ilusoria…

—Vete a la mierda, Parker —lo soltó Berenice.

—Perdona, estoy siendo un idiota, lo sé. Solo trataba de explicar que, aun cuando tengo tantas discrepancias con mi educación cristiana, no encuentro otra forma de describir cómo nos conocimos. Es decir, lo que iba a ser un accidente, se convirtió en un milagro, ¿no? —Parker bajó la voz y comenzó a tartamudear—. Solo contigo me sucede eso, Berenice. Si vamos a tropezarnos, quiero que sea adrede. ¿No quieres tú convertir los accidentes en milagros? A mi humilde parecer, esa es también una forma de agudizar las contradicciones.

Berenice pensó que era una frase tontísima. Lo imaginó ensayándola frente al espejo. Se preguntó cuántas otras frases tontísimas podía sacarse el niño bolita de la manga solo para hacerla sonreír.

 

—¿Y qué?, ¿se supone que eso debería asustarme? —se burló Parker—. Qué bajo has caído, ah. Una cosa es venderte a La Gaceta y otra convertirte en la sicaria de Chacón.

Berenice lo abofeteó. Parker fingió sonreír. La anciana detrás de la barra apagó el televisor y les dijo que se largaran de su bar.

—No puedes ser más idiota —le recriminó Berenice—. Ahora mismo, la policía está allanando los escondites de tus amiguitos. Qué digo la policía, suerte tendrían de que fueran los tombos y no un escuadrón militar del SIAS. Esos sí que tienen impunidad.

—Mientes —dijo Parker.

—Y tú dices la verdad. Porque es verdad que no sabes nada del Comando Nacional de Liberación. Qué vas a saber tú, niño bolita, si no eres más que el chico de los mandados. Antes ibas de un lado a otro a tu antojo. Ahora necesitas que alguien te diga a dónde ir.

—No tienes nada sobre mí.

—Exacto, idiota. Y ese es, precisamente, el problema. Porque ellos lo tienen todo. Y lo que no tengan, lo van a inventar. Aún podemos adelantarnos, entiende. Puedo presentarte como un informante arrepentido. Déjame escribir sobre ti. Vamos ahora mismo a La Gaceta.

—No entiendo cómo aceptaste trabajar en el estercolero de la prensa fascista —le recriminó Parker, al borde la cama.

Era lunes por la mañana. Habían pasado el fin de semana en el departamento que Parker alquilaba con unos compañeros del partido. Desde el golpe del general Chacón, preferían quedarse en casa. Era sospechoso tener veinte años. Era peligroso tener veinte años.

Los compañeros del partido no eran como los chicos de la collera que se reunía en las gradas junto a la cancha de fulbito. Casi nunca salían de sus habitaciones y apenas si saludaban. Parker le aseguró que no tenían nada en su contra, pero es que estaban muy ocupados pensando la revolución.

—Son prácticas pagadas en el diario más importante del país. Me han prometido que si hago bien las cosas, en unos meses podría tener contrato. ¿Sabes cuántos periodistas de trayectoria aceptarían incluso mis prácticas? No sé en qué mundo vives. Casi todos están desempleados.

—Casi todos están desempleados porque el golpista de Chacón ha cerrado los medios libres. Estás traicionando a tu gremio, Berenice. Tendrías que resistir.

—Mis padres tampoco tienen trabajo, Parker. Y están viejos. Ya no nos quieren refinanciar la hipoteca. ¿Qué vamos a hacer?, ¿vivir de arrimados donde mi prima Margot? Es fácil hablar de resistir cuando eres un eterno estudiante de sociales que solo va de un lado a otro jugando a hacer la revolución.

—Prefiero ser un eterno estudiante de sociales que convertirme en la sicaria de Chacón.

Berenice lo abofeteó. Parker fingió sonreír.

—Supongo que es mejor que me vaya —dijo. Le preguntó a la anciana cuánto le debían y dejó unos billetes sobre la mesa.

—Supongo que es mejor que me vaya —dijo. Se acomodó la falda, cogió su bolso y salió de prisa del departamento.

 

—Aló —dijeron, al teléfono, más de un año después.

Parker le preguntó cómo había conseguido ese número. Berenice le respondió que por algo era la periodista estrella de La Gaceta.

—¿Por qué no me caes uno de estos días? Justo a la vuelta del diario hay un bar donde aún venden cerveza a un precio razonable. Es de una vieja bruja que anda siempre de malas, pero el ambiente es tranquilo.

—¿Cerveza barata? Esa vieja le debe poner agua o algo.

—El bar al que se refiere se llama La Pecera y está a la espalda de su pasquín fascistoide. ¿Entiende las posibilidades, camarada? —había dicho el comandante Ifigenio; la barba desprolija, el cabello largo, ya no se parecía mucho a la foto de su recompensa, aunque la furia contenida en sus ojos aún podía delatarlo—. Podríamos dar a entender que su amiga era un topo y hacerlos dudar de su propia sombra. 

—Por favor, Parker —dijo Berenice, tomándole las manos, entrecruzando los dedos—, acompáñame a La Gaceta. Podemos pasarnos toda la noche allí inventándonos una excusa. Vamos a convertir esto también en un milagro, ¿sí?

—Dígale que quiere conocer su oficina, camarada. Provóquela con rumores y salpíquelos con un poco de verdad para que muerda el anzuelo. Una vez adentro, recuerde que lo hace por la revolución. No se preocupe, que si entra con su amiga, nadie lo va a revisar. En el peor de los casos, pues, la entrada es tan buen lugar como cualquier otro. Ya lo sabe usted. Actúe rápido, camarada. Recuerde que lo hace por la revolución.

—Dame un segundo. Voy al baño y vuelvo —dijo Parker. La anciana detrás de la barra lo amenazó con llamar a la policía si tardaba más de cinco minutos.

—Mire, señorita periodista, usted, por favor, invéntese algo para meterlo al diario —había dicho el hombre de traje; el bigote esmerado, el tono histriónico, ya se había deshecho de sus toscas formas de militar, pero la mirada hastiada de violencia aún podía delatarlo—. Entiendo que ha sido su pareja, ¿no? Póngase coqueta, pues. Dígale que lo extraña. Debe conocer usted ese dicho sobre las moscas y la miel.

—¿Vamos? —lo apuró Berenice.

—Le aseguro que nadie más estará en el edificio, señorita periodista. Ya está todo conversado con su director, que es muy amigo de nuestro general. Si usted nos ayuda, también será su amiga. Olvídese de esa hipoteca que le da tantos dolores de cabeza. ¡Refinanciada mañana y en cómodas cuotas mensuales! Sucede que en el banco también son muy amigos de nuestro general. ¿Ya ve, señorita periodista? Nuestro general solo quiere que todos sean sus amigos. No se preocupe por el muchacho ese. Yo solo quiero conversar con él en un ambiente, digamos, neutral. Usted solo tiene que llevarlo al diario. Nosotros nos encargamos de ahí. Le digo que no se preocupe, señorita periodista. Además, a usted le deben sobrar novios. Una señorita periodista tan guapa. Qué lástima si le ocurriera un accidente y, de pronto, dejara de ser tan guapa. ¿Se imagina? Pero mejor no hablar de accidentes. Mejor concentrarnos en el milagro que le acaba de ocurrir. ¿No piensa usted lo mismo, señorita? Yo creo que nuestro general acaba de obrar un milagro en su vida.

—Vamos, pues —dijo Parker.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando, está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra Política de cookies. ACEPTAR

Aviso de cookies