Por Giancarlo Poma
La tercera vez que escribí sobre Parker y Berenice, ambos estaban convencidos de que huían. Parker como un delincuente de poca monta en un spaghetti western. Berenice como una hereje expulsada del Paraíso. Más que prófugos, sin embargo, eran náufragos. Al igual que toda esa generación de poetas latinoamericanos perdidos en Europa.
Por desgracia, allí no acababan las coincidencias. Ambos se ganaban la vida en empleos inciertos y mezquinos: Parker hacía de camarero a cambio de propinas, Berenice limpiaba casas en las afueras. Ambos escribían en habitaciones pequeñas, a la luz de una lámpara regateada en un mercado de pulgas o rescatada de un contenedor: Parker acerca de espectros que recorrían las calles agazapados en las tinieblas; Berenice acerca de los marcos de las ventanas en invierno, las cajas cubiertas de polvo en el desván y la fina capa de polvo sobre las cajas del desván. Ambos habían leído con ilusión a Cléch, con compromiso a Shcherbakov, con desenfreno a Groth. Ambos anhelaban bailar con el diablo a la luz de la luna y embriagarse de amaneceres magnéticos. Ambos eran jóvenes y pensaban que la juventud no era un espejismo, sino una casa de apuestas.
Parker y Berenice se conocen en un piso angosto y ruinoso cerca del mar. Aunque más que conocerse, se tropiezan. Más que chocar de forma estrepitosa, sus destinos se rozan con lascivia una madrugada fresca, de cielo despejado, por culpa del poeta Gördeszka.
Parker conoce al poeta Gördeszka, apenas unas horas antes, en el metro de vuelta a casa. Lo ve subir en la estación General Chacón. Lleva un sombrero de copa alta al que le ha atado una cinta de colores. Lo acompaña un sujeto de chullo que carga una guitarra plagada de calcomanías.
Gördeszka saluda a los buenos muchachos, y a las malas muchachas, y anuncia un repertorio compuesto por dos canciones.
La primera es para domar a este dragón mecánico que navega por las entrañas de la ciudad, como la ilusión o el remordimiento en nuestras panzotas, dice, mientras el sujeto de chullo rasga la guitarra. Es una canción sobre un soldado que se marcha a la guerra en contra de su voluntad. Qué digo soldado, un pinche escuincle de trece años, un chamaquito enamorado de la vecinita güera a la que le promete que algún día ha de volver. ¡Y dice así!
La mayoría trata de ignorarlo. Un par de ancianas se cambian de vagón.
Aunque solo un niño lo sigue con palmas, el poeta Gördeszka agradece el entusiasmo y el cariño del público.
Y, ahora, con la segunda canción, les voy a domar su corazoncito, los voy a repletar de oxitocina y ustedes me van a repletar el sombrero de monedas, dice. La rola se titula Marguerite Magritte y está dedicada a una pinche francesita que me quitó hasta los dientes. Para dar fe de ello, Gördeszka se quita la dentadura postiza y la muestra en alto, como un trofeo.
—¡Qué asco, tío! —alza la voz uno de los pasajeros del fondo. Otros se suman pronto al reclamo y algunos hasta le exigen que se baje.
—¡Silencio, culeros! —los insulta Gördeszka—. Ya mismo se cancela el concierto por razón de público culero, entonces. Ustedes que se pierden mi arte.
El poeta le susurra algo al oído al guitarrista de chullo y este se baja en la siguiente estación.
Gördeszka ignora las miradas del público culero y busca un asiento libre. Parker finge estar concentrado en su libro.
¿Puede creerlo, amigo?, reclama Gördeszka, luego de acomodarse en el asiento de al lado. Uno que viene a ofrecerles talento de ultramar y los babosos que se ponen a chillar por unas muelitas. Ah, pero si fueran de oro, ya me las habrían arrancado los pendejos. Se pone de pie y grita: ¡Han escuchado bien, cabrones!, ¡no hemos olvidado nada!, ¡devuelvan el oro!
Alguien le responde con una grosería, más que nada, por educación. El resto vuelve a lo suyo.
Y usted, ¿qué está leyendo que no me presta atención?, le pregunta a Parker.
Parker le muestra la tapa del libro. Se trata de una antología de poetas latinoamericanos en el exilio titulada Las nubes que ha robado de una librería de viejo. Ya decía yo que no podía estar rodeado de tanto menso, se entusiasma Gördeszka. Es usted poeta, ¿no? Dígame la verdad, que yo tengo muy buen ojo para estas cosas.
Parker responde que sí, con firmeza, para su propio asombro (Gördeszka tiene ese efecto en la gente). Un poeta en el exilio, incluso se atreve a añadir.
¿Ve? Que tengo buen ojo, se jacta Gördeszka. Invita a Parker al Ungaretti. Dice que allí se reúnen varios poetas de ultramar a discutir temas urgentes. Allí también aprovecho para cantarle Marguerite Magritte, que se la debo, promete.
El Ungaretti está oculto al final de una calle sin salida, en medio de un laberinto de pasajes cuya iluminación proviene de las ventanas de los vecinos. El barrio tampoco es de fiar: muy poca gente en los alrededores. Al doblar cada esquina, Parker aprieta los puños. No le presta mucha atención a Gördeszka cuando este le revela su verdadero nombre y el origen de su seudónimo: una palabra en un poema de Ferenc József que se le ha quedado en la cabeza desde que leyera al autor en idioma original: un idioma del que no entiende una sola palabra y que tampoco le interesa aprender.
Ya en el Ungaretti, Gördeszka saluda y pide la mesa de siempre. El dueño, un anciano de semblante y maneras toscas, solo responde con un beh.
—Es italiano —explica Gördeszka.
Toman asiento en una de las mesas del fondo. ¿Estamos cerca del Paseo Marítimo, no?, observa Parker. Un dato obvio para fingir que no está tan perdido. Incluso dentro del Ungaretti siente la brisa del mar recorriéndole el cuello como un miriápodo vicioso. Gördeszka le responde que, en efecto, el mar les queda solo a unos pasos; tanto así que, en verano, las tertulias se trasladan a la playa y todos se encueran para meterse a nadar. Le recomienda que vaya acostumbrándose al nudismo.
Parker pide una caña. Gördeszka, un whisky. ¿Solo?, pregunta el camarero. No, no, solo nunca. Con amor, aclara. El camarero lo mira hastiado. Tutto a posto?, se acerca el dueño. Ya sabe cómo son estos latinos, jefe, se queja el camarero. El nuevo quiere una birra y el vago un whisky con amor. Allora?, responde el dueño. Un hombre viene al bar en busca de lo que no tiene en casa. Algunos buscan libertad; otros, un par de oídos. Este finocchio vendrá por amor, se burla. No te me hagas el gracioso, figlio de la chingada, le advierte Gördeszka. Beh, responde el dueño. ¡Sale una caña y un whisky con amor!, anuncia el camarero.
Parker le cuenta a Gördeszka que ya lleva cuatro meses en la ciudad. No, no, lo corrige Gördeszka. Esta es su primera noche en el Ungaretti. Esta es su pinche bienvenida oficial.
Pronto se suma el guitarrista de chullo, al que Gördeszka presenta como el Chasqui. El propio Chasqui aclara que todos le dicen así porque se gana la vida haciendo mandados. Así, como quien no quiere la cosa, asegura el Chasqui, ha ido conociendo cada rincón de ese mugroso país. Ya lo conozco como si fuera mi mugroso país, exagera. Habla sin parar sobre los generosos pueblos del sur.
Al rato, llegan las hermanas Tamara y Tatiana González-Olaechea, las únicas de la pandilla que no son migrantes.
—¿Y este? —pregunta Tamara, o quizás, Tatiana.
—Más respeto, muchachas —exige Gördeszka—. Es un joven poeta que conocí en el metro.
—Mucho gusto, joven poeta del metro —lo saluda Tatiana, o quizás, Tamara.
—Poeta del metro suena a poeta de a metro, como si fuera chaparrito —reclama Gördeszka—. Poeta del subte, mejor, como dicen los argentinos. ¡El pinche poeta subterráneo!
Parker conoce al resto de la fauna del Ungaretti conforme las bebidas se acumulan sobre la mesa. Brinda con el poeta Ifigenio Revólver (bigote prolijo, cabello cortado al ras, bolsas debajo de los ojos), quien asegura ser descendiente de Emiliano Zapata. También con los chilenos Guillermo y Guillermina Luna, un matrimonio de pintores que intenta apartarlo del resto para seducirlo, lo que provoca los celos de una de las hermanas González-Olaechea (Tamara, o quizás, Tatiana) y hasta con la pitonisa uruguaya Cassandra Scaffo, la hechicera madre Scaffo, a la que todos reverencian como a una santa, y quien le susurra al oído, poco después de conocerlo: yo te bendigo, poeta subte; salí del infierno, volvé a mis campos verdes.
A la hora de la despedida, todos le arrancan a Parker una promesa. Al Chasqui lo acompañará a recorrer, una vez más, los generosos pueblos del sur. Con el poeta Ifigenio Revólver, escribirá un manifiesto a cuatro manos sobre literatura migrante. A Guillermo y Guillermina Luna los ayudará a clasificar sus pinturas (todas se llaman Sin título, óleo sobre lienzo, lo cual dificulta mucho el trabajo de los curadores). Y a la hechicera madre Scaffo le asegura que habrá de visitarla cada noche de luna llena para que le eche las runas.
Las hermanas González-Olaechea son las últimas en marcharse. Parker y Gördeszka las acompañan a la parada del bus. Tamara, o quizás, Tatiana, se despide de Parker con un beso en los labios. Tatiana, o quizás, Tamara, le increpa: para que sepas lo que te perdiste, cabrón.
¡Pinche poeta subte, siempre tan chingón!, lo anima Gördeszka. Vayamos a mi hogar a seguir la noche. Y a que le cante Marguerite Magritte, que aún se la debo, promete.
Gördeszka lo lleva a un edificio ruinoso, a unas cuantas calles del Ungaretti. En la puerta del ascensor, una hoja cuadriculada pegada con cinta adhesiva indica a las visitas que deben usar las escaleras. Parker llega casi sin aliento a la cuarta planta.
Derramado en el sofá de la sala, un esmirriado muchacho en calzoncillos juega al Atari. Tiene una bolsa de papas saladas sobre el vientre y un cenicero repleto de colillas al lado. Gördeszka no se lo presenta. El muchacho tampoco le pregunta su nombre. Solo le hace una V con los dedos y se arrima para darle espacio.
Otro muchacho, en pijama, aparece por el pasillo. Carga una bolsa de basura. Su aspecto desencajado contrasta con el rosa pastel de sus sandalias. Gördeszka le pregunta si aún queda whisky. El de las sandalias deja la bolsa de basura en el pasillo y regresa con una botella de Harrington a medio beber. El del Atari apaga la consola.
El de las sandalias pregunta si las hermanas González-Olaechea han ido al Ungaretti. Me tomó harto pintarlas, ya sabes cómo son de pretenciosas, dice. Se llevaron el cuadro hace más de un mes. Hasta ahora no recibo ni una puta moneda. Gördeszka le aconseja olvidar la deuda. Las has visto encueradas, carnal. Conociéndolas, y conociéndote, habrán entendido que ese era el pago. El del Atari se burla. Al de las sandalias no le hace gracia. Los artistas comemos, dice. No puedo pagar la renta con el recuerdo de sus tetas.
El del Atari sirve el Harrington en lo que alguna vez fueron frascos de mermelada. Vajilla francesa, traída de Versalles, se jacta Gördeszka ante Parker.
Si lo querían de regalo, se hubieran ido con los Luna, insiste el de las sandalias. Como a esos pervertidos les sobra la plata, pueden andar haciendo cosas de gratis. Yo, en cambio, necesito rentabilizar mi producción. Yo no puedo comer si no rentabilizo mi producción. Gördeszka le responde que conoce bien el hambre, que no le venga con esas, y que nunca le parecerá buena idea andar poniéndole precio al arte. Eso es pinche venderse y pinche mercantilizarse, enfatiza.
El del Atari dice que se hará unos huevos revueltos y pregunta si alguien más quiere. Para mí y para mi invitado, que debe recuperar energías, dice Gördeszka. Parker asiente con la cabeza. El de las sandalias le pregunta qué piensa acerca de su discrepancia. Yo estoy a favor del dinero y Gördeszka a favor de las tetas. Los invitados también tienen que posicionarse, lo reta. Me parece que ambos tienen un punto, dice Parker, aun cuando tiene un juicio muy formado al respecto. Sugiere que, en todo caso, una subvención del Estado podría ayudar. Ah no, eso es mucho peor, dice el de las sandalias. Eso se llama vivir de mantenido. Yo no soy uno de esos niños ricos que viven de sus papás. Yo trabajo, le increpa.
El del Atari vuelve con los platos. Yo también quiero, dice una voz desde el pasillo.
Es Berenice.
Lleva una larga camisa celeste como vestido. Tiene las uñas pintadas de rosa pastel.
El del Atari le dice que ya se acabaron los huevos. Se los acabó el invitado, explica el de las sandalias. Parker le ofrece su plato. Berenice lo ignora y se mete a la cocina. Regresa con tostadas, un pote de mantequilla y un cuchillo. Toma asiento en la alfombra. Parker trata de disculparse. Berenice solo le hace una V con los dedos.
Gördeszka recuerda una parábola que tal vez pueda resolver la discrepancia.
Un viudo llega a cierta edad y debe decidir cómo repartir su herencia, dice. Tiene cuatro hijos, por lo que bastaría con distribuirla en partes iguales, ¿no?, pregunta. Pos no, se responde a sí mismo. El viudo siente que allí no hay justicia, ya que no todos sus hijos están en igualdad de condiciones. Su hijo mayor, por ejemplo, sufre de ludopatía, que es algo de lo que se sufre y no algo que uno es, por lo que podría despilfarrar la lana en tan solo unas horas en el casino. No está en condiciones de hacer lo que realmente quiere, sino solo lo que el vicio le obliga. Alguien podría administrar su dinero, dice Parker, como si se tratara de un examen oral en la escuela. Pero entonces ya no sería su dinero, dice el del Atari. Tal cual, confirma Gördeszka. Es un asunto de libertad, aclara el de las sandalias. Parker se avergüenza. Berenice le pide al poeta Gördeszka que continúe.
El segundo hijo no tiene un vicio tan pendejo, dice Gördeszka. Es decir, sí que tiene vicios, es de nuestra especie, pero no tiene ninguno que le chingue la vida. De hecho, ese es precisamente el problema. Lo tiene todo ya porque es muy millonario, hasta más millonario que el padre, así que no necesita ninguna herencia. ¿Y cuál es el problema del tercer hijo?, pregunta el de las sandalias. Querrás decir hija, lo corrige Gördeszka. Pos esa está casada, y en la tierra de mi parábola, por ley, las mujeres casadas no pueden poseer cosas. Todo lo que era suyo de solteras y todo lo que obtienen, una vez matrimoniadas, pasa a mano de sus maridos. Ahora sí que lo entendiste, ¿no?, le increpa el de las sandalias a Parker. Berenice le dice que no le haga caso, que así se pone después de follar. Parker nunca olvidará esa frase. El marido de la hija es un cretino, de seguro, dice el del Atari. Tal cual, confirma Gördeszka. Haragán y mujeriego. ¿Muy amigo del cuñado que sufre de ludopatía?, pregunta el de las sandalias. Pos seguro, dice Gördeszka. Eso sí no lo sé, pero es más que probable. Dios los cría y ellos se juntan, ¿no? Así decía mi madrecita. En fin, déjenme hablarles de la cuarta hija, la de corazón de oro. Pos resulta que la muy benjamina se había metido de monja. Todo cuanto le dejara el padre iba a terminar en manos de la caridad. Yo allí no veo problema, dice el de las sandalias. Pos el viudo de mi historia sí que lo ve, dice Gördeszka. Tiene una noción de mantenido similar a la tuya. Está convencido de que los pobres no necesitan donaciones, sino un cambio radical en la estructura social. Pero eso implicaría abolir la herencia, ¿no?, dice el del Atari. El viudo no se va a meter en ese lío, se excusa Gördeszka. Su búsqueda de justicia no es tan ambiciosa. Bueno, ya, se harta el de las sandalias. ¿Qué pasa al final?
El del Atari mira su reloj y se pone de pie. Tengo un encargo, dice. Se pone un albornoz amarillo que saca del baño. Asegura que no tardará mucho.
Pos el viudo se deja de chingaderas y anuncia que el último de los hijos que quede vivo heredará toda su fortuna, continúa Gördeszka. Mierda, exclama el de las sandalias, qué pendejo. Los hijos piensan lo mismo, confirma Gördeszka, incluso la monja le dice pinche enfermo, culero malnacido, pero eso no parece importarle al viudo. Muere unos años después. En su lecho de muerte, un abogado le asegura que hará cumplir su testamento. Y a los días nomás, ya se imaginarán, ocurre el primer accidente. El hijo que sufre de ludopatía casi es atropellado por una moto a la salida del casino. Y a la semana, oh, casualidad, sor Fulanita se tropieza y empuja a la monja del corazón de oro al pozo del patio del convento. Sobrevive de milagro, como le suele suceder a las monjitas. ¿Y entonces?, pregunta el de las sandalias. Entonces el hijo muy millonario los reúne a todos en su mansión y les propone un acuerdo, dice Gördeszka.
Ya falta poco para que amanezca, dice Berenice. Cruza miradas con Parker, camina hacia la ventana. Gördeszka y el de las sandalias no le prestan atención.
Parker piensa en acompañarla, ofrecerle un cigarrillo, preguntar por ese nombre que nunca habría de olvidar. Acaba el whisky de un sorbo para coger ánimo y se limpia los labios con el dorso de la mano. Elige, sin embargo, escuchar el final de la parábola.
Al poco rato, desde el horizonte, una luz ámbar lo contamina todo.
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando, está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra Política de cookies. ACEPTAR