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Pasión en el granero

La primera vez que escribí sobre Parker y Berenice cabía la esperanza de que su profano idilio fuera el epílogo de la necia enemistad entre sus familias.

No exageran los ancianos cuando afirman que los Luna y los Chacón se habían odiado desde que el pueblo tenía memoria. Ninguno iba a quedarse de brazos cruzados mientras su casta era mancillada bajo las sábanas del enemigo. Pero ese mismo ímpetu, con el que se hubieran enfrascado en amenazas y reprimendas, también era patrimonio de los jóvenes amantes. ¡Ay de quien intentara reprimir el corazón del príncipe de los Luna! ¡Ay de quien osara contrariar el designio de los suspiros de la menor de las Chacón!

Apartadas tanto la fuerza como la razón, ya solo quedaría la súplica (o más bien, el chantaje). Así, pues, los Luna le recordarían a Parker la infame noche de las gallinas infartadas, aquella en la que un zorro, adiestrado con vileza por los Chacón, se había colado en el gallinero de la casa hacienda; no fue tanto escándalo que saciara su hambre con algunas gallinas como que honrara la ojeriza infundida por sus amos con otras, a las que amedrentó con malicia hasta la muerte. En senda similar, los Chacón le reprocharían a Berenice aquel insólito diluvio que arruinara la boda de la prima Margarita, maleficio invocado por la hechicera Cassandra y propiciado por la envidia corrosiva de Ifigenia Luna, la terrible e inmisericorde Ifigenia Luna, una tía solterona de Parker a quien la bruja visitaba, al menos una vez por semana, para echarle las cartas del tarot.

Mas todo aquello, y aun lo que no puedo contar, en vano. Nada habría de morigerar la voluntad de los amantes.

Cierta madrugada, un escalofrío recorrería el corazón de ambas familias. Si acaso la mansedumbre del enemigo lo llevara a consentir —o peor aún, albergar— el oprobioso cortejo… ¡Cuánta deshonra que el príncipe de los Luna se rebajase a cabalgar uno de los viciados corceles de los Chacón! ¡Malhadado el día en que la menor de los Chacón vistiera las piltrafas que reutilizaba el cicatero sastre de los Luna!

Una boda se impondría, tarde o temprano, como el mal menor. Más que una tregua, una derrota compartida. La ceremonia religiosa los forzaría a presentarse desarmados ante los ojos de Dios. La fiesta, a sentarse a la misma mesa y brindar de la misma botella. Con el pasar de las copas, sin embargo, surgirían las coincidencias, se desfarían los entuertos y la concordia propiciaría nuevas alianzas. Los abuelos abrazarían, enardecidos, las amistades frustradas y los romances proscritos que sus nietos ya no habrían de padecer. Pañuelos blancos correrían de mano en mano. Unos a otros se secarían las lágrimas para vislumbrar, por vez primera, un legado conjunto que enterrara ese conflicto germinal ocurrido durante la colonización del valle, muy probablemente, nada más que un anodino malentendido entre aldeas, exacerbado de forma ridícula, generación tras generación, al punto de haber reducido la historia del pueblo al fuego cruzado entre sus familias. Las voces más sensatas, otrora silenciadas por el rencor, habrían de señalar cuánta de esa violencia había recaído sobre hogares inocentes, aquellas ocasiones en las que ambos bandos habían confundido manía con lealtad. Clamarían por un desagravio al pueblo.

Y entonces, solo entonces, las carrozas de los Luna y los Chacón partirían presurosas a la plaza para recoger a todo aquel que aceptara sumarse a la fiesta —¡y ay de quien osara rechazar la invitación!—. Baile y banquete sin que se entrometa el calendario. Hasta que el último de los invitados tuviera ampollas en los pies y la panza a punto de reventar.

Con honestidad, os digo: ¡Cuánto me gustaría que este relato tomara ese rumbo festivo y no que se desbarrancara por el abismo de la sospecha!

 

Parker y Berenice se conocieron en plena efervescencia de la primavera, frente al puesto de tartas y panecillos de la señora Harrington.

Era una noche fresca, de cielo despejado.

Berenice se detuvo a comprar una tarta de frambuesa para la corte de niñas que, encandiladas por sus bucles dorados y su vestido lavanda, la venía siguiendo desde que llegara al pueblo. Mientras la señora Harrington se encargaba de repartir las porciones, la menor de las Chacón buscó a sus hermanas con la mirada, no fuera que se sintieran excluidas del festín. Candorosa e inútil faena, pues ambas andaban refugiadas en las sombras del bosque, disfrutando (o más bien, orientando) las nóveles caricias de sus pretendientes, los gemelos González-Olaechea, con quienes se habían citado, de forma clandestina, para evadir a los chaperones.

En medio de la incertidumbre, su mirada se encontró con la de un muchacho de caminar altivo que parecía dirigirse hacia ella. Y aunque un pálpito la alertó de que no se trataba de un encuentro banal, Berenice no tenía forma de advertir que el enemigo fuera ese efebo de cabello ensortijado y ojos de color miel. Al igual que sus hermanas, recibía educación en casa, y solo en contadas ocasiones, como la de aquella noche fresca, de cielo despejado, le era permitido visitar el pueblo.

Lo poco que conocía de Parker, una imagen difusa y vituperada, provenía de las habladurías de sus parientes en la sobremesa de los domingos. Los Chacón lo describían como una zarigüeya famélica, cuyo arrogante amaneramiento la llevaba a erguirse en dos patas. Fue esa figura grácil, sin embargo, el atributo que suscitó en Berenice aquellos temblores vedados por el pudor que la tosquedad de otros hombres no había sido capaz de propiciar.

Parker tampoco sabía mucho de Berenice, ni tenía cómo distinguirla del resto de muchachas en flor. Los Luna la describían como un duende barbudo y enajenado, cuyo temperamento irascible espantaba a sus escasos pretendientes. A ojos de Parker, sin embargo, ese carácter díscolo fue el rasgo que cautivó su corazón y lo llevó a perder el timón de los sentidos, como había leído en las novelas románticas de Friedrich Heinrich von Groth.

Aquel primer encuentro, no fueron Luna ni Chacón. Solo un par de adolescentes risueños frente al puesto de tartas y panecillos de la señora Harrington.

En cuanto Berenice lo tuvo a centímetros, disimuló un tropiezo y le derramó, sobre la nívea camisa, un poco del relleno de frambuesa de su tarta.

—Perdón, mi señor —le dijo, ruborizada, aunque con voz firme—. Lo he untado con dulce a usted, que ya es un bombón.

Parker solo atinó a sonreír. Ninguna muchacha se había atrevido a hablarle de ese modo. Quería responder con una frase ingeniosa, tal vez uno de los versos satíricos atribuidos a Lucilio que su familia tanto disfrutaba oírle declamar en las fiestas, pero notó un temblor en el párpado que fue incapaz de controlar. Berenice lo interpretó como un guiño y se burló de su incipiente coquetería. Para colmo, se le desprendió una pestaña y fue a incrustársele en el ojo. Tanto se frotó en el afán de quitarla, que pronto se le inflamó hasta provocar que una lágrima surcara su lozanía.

La gente alrededor, horrorizada, contuvo el aliento.

¡El príncipe de los Luna lloraba con la cabeza gacha en frente de la menor de los Chacón!

La señora Harrington, de la impresión, soltó el cuchillo con el que cortaba las tartas. El cuchillo cayó de punta y le cercenó un trozo del dedo gordo del pie. Una ardilla lo recogió presurosa y se adentró en el bosque, donde habría de toparse con las hermanas de Berenice y los gemelos González-Olaechea. Ante la posibilidad de verse rodeados por ardillas asesinas, el pánico se apoderaría de los gemelos, y las hermanas de Berenice, contrariadas por la interrupción de los arrumacos, tratarían de espantar al roedor arrojándole piedrecillas y ramas secas. La ardilla habría de soltar el trozo de dedo gordo y alejarse confundida. Las hermanas de Berenice fingirían no haber oído a sus pretendientes chillar como puercos aterrorizados. La señora Harrington nunca volvería a caminar sin la ayuda de un bastón.

De no haber sido por la pronta intervención de Berenice, que se acercó, en puntas de pie, al rostro de Parker, y de un soplido mandó a volar la pestaña intrusa, un clamor de venganza, a punta de pólvora y sangre, habría arrasado con el puesto de la señora Harrington, los testigos de la afrenta y quizás el pueblo entero.

Los labios sonrosados de la menor de las Chacón habían encendido la chispa de una guerra y la habían apagado, de un soplido, en apenas un instante. Lo mismo que le tomó al príncipe de los Luna quedar prendado de semejante brío.

 

Tal como sucede con la sospecha y los vicios, el romance floreció entre sombras licenciosas.

A cambio de una generosa remuneración, la hechicera Cassandra fungió de alcahueta. Cada que Ifigenia Luna, la terrible e inmisericorde Ifigenia Luna, solicitaba su oficio adivinatorio, la bruja recogía las cartas de amor que Parker le escribía a Berenice y se las hacía llegar mediante una mucama de los Chacón que le compraba ungüentos contra las arrugas. La mucama también recibía su paga por entregar los mensajes de Berenice a la bruja, quien los susurraba al oído de Parker con lascivia. Esto último, en el afán de prolongar el deseo y así también su negocio de alcahuetería.

El influjo, empero, se le fue de las manos. La correspondencia no tardó en plagarse de apremios concupiscentes que amenazaban con materializarse de forma incauta. A sabiendas de que la lujuria los delataría —y preocupada, sobre todo, por perder su paga—, la hechicera Cassandra ofreció a los amantes una alternativa discreta para saciar sus impulsos: citarse a la medianoche en el granero de los Chacón. La mucama cómplice se encargaría de facilitar el forado por el que el intruso habría de colarse, así como de alertar en caso la privacidad de la joven pareja se viera comprometida, de modo que Berenice tuviera tiempo de retornar a sus aposentos y Parker de escabullirse entre los matorrales.

—Ay, señor mío, entra usted como un zorro bandido, guarecido entre las tinieblas, pero no sé si busca saciarse con mi inocencia o provocarme un infarto —se burló la menor de los Chacón del príncipe de los Luna, la primera noche, al verlo adentrarse en el granero a rastras, gruñidos y embarrado de los pies a la cabeza.

 

El final sobrevino a las pocas semanas. Al tratarse de una perfidia, el lector comprenderá que exista más de una versión.

Hubo quienes acusaron a la hechicera Cassandra de embaucar a la joven pareja por la mera satisfacción de su malignidad. También los que atribuyeron la traición al carácter veleidoso y trágico de los afectos. Los relatos más contradictorios, sin embargo (o más bien, como era de esperarse), corresponden a los enamorados.

El príncipe de los Luna menciona una antigua maldición: «Mi querido primo, Gordon Luna, me advirtió que prestara atención al firmamento antes de yacer con una dama, pues la ley natural impide que dos lunas brillen en la misma noche. ¡Ay, mísero de mí! ¡Ay, infeliz, por querer torcer el destino! Esa noche la luna era un faro descomunal. Pensé que habría de iluminar el sendero de mis caricias, pero no hizo más que cegar mi entendimiento».

Parker asegura que, al ingresar al granero aquella fatídica noche, la deshonra de Berenice mancilló tanto su corazón como sus ojos: «La encontré en brazos de un hombre mayor que le hacía cosas indignas de una dama. Cosas como las que la hechicera Cassandra me aconsejaba que le hiciera y yo nunca pude… Es decir, nunca me atreví. Ejercicios inenarrables, de seguro apropiados para una Chacón cualquiera, pero incompatibles con el honor de un Luna. ¡Por supuesto que elegí morderme la lengua y marcharme de prisa! No iba a consentir que esa arpía bañara su inmundicia en la nobleza de mis lágrimas».

Berenice, en cambio, afirma que Parker nunca llegó a la cita: «Ya sabía yo que los hombres se aburren pronto. Mi madre nos lo explicó desde pequeñas: los varones son como chinches que saltan de cama en cama y te chupan la sangre. Lástima que esa sentencia, en lugar de endurecer mi espíritu, solo consiguiera que me pasara horas frente al espejo, obsesionada con lucir distinta cada noche para un canalla que no me llega ni a los talones. Distinta y, aun así, solo suya. Lo mismo que hacía la protagonista de la novela de T. S. Levinson que me obsequió. Ahora me queda claro que solo usaba la literatura para engatusar muchachas».

Angustiada por el retraso, la menor de las Chacón jura haber cabalgado hasta el pueblo y recorrido cada mugroso rincón en su búsqueda: «Lo encontré borracho, abrazado a dos furcias del montón. Tan poca cosa y en un estado tan deplorable, que me guardé el bofetón para mí misma. Para hacerme entender que los temores del corazón nunca son infundados. Y que hasta el hombre de apariencia más inocente es tan ruin como el más pérfido de los zorros».

 

La hechicera Cassandra ni siquiera pudo tratar de reconciliarlos. Apenas lo ocurrido llegó a oídos de Ifigenia Luna, la terrible e inmisericorde Ifigenia Luna, esta ordenó a sus guardias que azotaran a la bruja en medio de la plaza hasta que su osamenta quedara a la vista, como advertencia para todo aquel que pretendiera engañarla.

El profano idilio de Parker y Berenice envejeció en la lengua del pueblo como un relato de felonía y desdicha. Yo lo escuché de un viejo borracho en una cantina menesterosa a la que me arrojaron mis desventuras. A cambio de una última ronda, el viejo me reveló un secreto:

—Aunque no lo parezca, puede que haya sido un final feliz —recuerdo que dijo, acariciando con aflicción la alianza en su dedo anular—. Es cierto que el desamor hiere, más aun a tan tierna edad. Pero es mejor arder que apagarse lentamente.

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