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4ª de Simbiosis

El Patas

En Santiago de Chile, a 06 de noviembre de 2012, siendo las 11:30 horas, comparece el imputado Willy Aguado Pérez, empresario, domiciliado, para estos efectos, en Ramón Cruz N° 700, comuna de Macul, quien, en presencia del fiscal y de su abogado y en conocimiento de sus derechos, especialmente de su derecho a guardar silencio, renuncia a ellos y declara voluntariamente lo siguiente:

 

Yo era asistente noma’ po, iñor, así que no es mucho lo que le puedo contar. Aunque, bueno, pa’ qué le voy a decir una cosa por otra. También soy el peor es na’ de la jefa, su pierna peluda, digamos. Todo es reserio, sí. Imagínese que yo, hasta antes de que quedara toda esta embarradita del juicio, quería que en el verano nos casáramos y que, después, pa’ la luna de miel, nos pegáramos un viajecito a Disney. Es que, ¿sabe una cosa?, como que siempre he querido conocer la casa del Ratón Miguelito, del Pluto, del este… ¿Cómo es que se llama?, el del traje de marinero, école, el Pato Donald y todos esos monos animados que uno veía cuando era cabro chico. Si yo a la jefa la quiero de adentro, oiga, es amor del bueno. Sí, po’, exacto, mi jefa era la Olga o, como le dicen las chiquillas, la Tía Yuri. Le pusieron así porque cuentan que, cuando era lola, hacía unos shows cantando La maldita primavera que le salían del uno. 

Según me contó la jefa, ella partió como vedette, bailando en un montón de bares de mala muerte, hasta que un empresario la descubrió y la llevó al Bim Bam Bum. Pero, la verdad, iñor –y que esto quede entre nosotros– a mí me tinca que solo se está cachiporreando la veterana, oiga. Lo que sí sé es que admiraba a las vedettes de esa época. Imagínese que una vez fuimos a una fiesta y casi se desmaya de la emoción al descubrir que la Miracle Falcon era una de las invitadas. No sé si se acuerda de ella, pero era la mejor bailarina del Bim Bam Bum –la más buena moza, por lo demás– y la jefa siempre trataba de imitarla frente al espejo. Todas las mañanas, se ponía dos plumeros amarrados en la espalda –para dar el efecto de las plumas– y empezaba a bailar con La maldita primavera de fondo. Espectacular, oiga, le salía igualito. Por eso se emocionó tanto que, cuando la vio, se le tiró al cuello a abrazarla y le pidió hasta el teléfono. Quería que practicaran juntas unos pasos de baile. La pobre Miracle la miró levantando una ceja y le dio su celular. Yo creo que lo hizo solo para que dejara de hincharla. 

Algunos años después, cuando volvió la democracia, la jefa cuenta que, en vez de verse potenciado el mundo nocturno y bohemio de Santiago, cerró el Picaresque, el Burlesque, el Humoresque, todos. Fíjese la contradicción pa’ grande, oiga. En fin, que la jefa se quedó sin pega y tuvo que arreglárselas de otra manera. Y así fue como logró que, en algunos bares, la contrataran como la doble de la Yuri. La única canción que se sabía era La maldita primavera, pero pucha que le salía bien, oiga. Una vez me la cantó en el oído y era como estar escuchando a la mexicana. Pero, poco a poco, los años empezaron a afectarle y, según me dijo, al último nadie quería contratarla, así que, con unos ahorros que tenía de su época de gloria, se compró el departamentito en calle Marín. Al principio, solo les arrendaba las piezas a las chiquillas pa’ que hicieran lo suyo, pero después ya empezó a ayudarlas a captar clientes. Algo así como una corredora de propiedades, aunque con polvos en vez de casas.

No, ni mi jefa ni yo teníamos idea de que algunas fueran menores de edad po’, iñor. Cómo íbamos a saber, si se ven harto creciditas. Hoy en día, con todas las hormonas que les ponen a los pollos, como que se desarrollan al tiro estas diablas. Yo, a la Poncha, por ejemplo, le he echado siempre como veinte y tantos. Si esa hasta decía que estaba estudiando esta cuestión de, cómo se llama, eso de la cocina, école, gastronomía. Nos contaba que todo esto lo hacía pa’ pagarse los estudios. Yo creo que si, como dice usted, de verdad eran menores, estas tontas nos engañaron y deberíamos ponerles una querella por estafa, porque mire en el medio tete que nos metieron. A mi jefa y a mí nos tienen presos hace cuánto, como seis meses, imagínese. Y eso, a pesar de que mi abogado acá presente es rebueno. Si usted le ve noma’ la cara de pavo, pero es entero vivo, ¿cierto, mi guacho? Es tímido, noma’. Ah, y no solo es buen abogado, sino que es músico. Tiene una banda de sound y todo. Cuéntale al fiscal, po’, no seas tan cortado, en una de esas hasta terminamos bailando acá unas buenas cancioncitas. Chuta, disculpe, iñor, ya, sí, me voy a comportar, qué carácter que tiene, oiga.

¿La Munra? Esa es mayor de edad po’. Ahí está, ¿ve?, si nosotros solo trabajamos con mayores, iñor, no le digo. Ah, bueno, capaz que la Munra haya empezado de chica. Si usted lo dice, no tengo por qué dudarlo, pero no sabría decirle. Desde que yo llegué, al menos, es mayor de edad. Pero, le insisto, el negocio de la jefa era relegal. Mire noma’ los clientes que teníamos po’, puros señores respetables. Estaba el caballero de la tele, este el… ¿cuánto es?, école, ese mismo, ¿ve? ¿Cómo va a pensar usted que es mala gente ese gallo si es tan decentito? Y los programas que hace más encima, como de los que ya no hay, pa’ toda la familia, con humor sano, del blanco. Y el otro, el abuelito, el que dibujaba las historietas de la época de mi taita. ¿Cómo cree usted que ese abuelito va andar con niñas chicas, oiga? No, no, no, si acá todo es una confusión muy grande noma’ po’. Bueno, claro, no le puedo asegurar cien por ciento. A lo mejor se nos puede haber pasado alguna, porque no le pedíamos el carnet a todas tampoco, pero, si se nos pasó, fue un puro equívoco, iñor. Nos engañaron estas diablas, como ya le dije. Pero todo fue sin ninguna mala intención, oiga. Si somos gente de bien con mi jefa, que nos tratamos de ganar los porotos con lo que se puede nomás.   

¿Víctimas, dice usted? Oiga, perdóneme, pero de qué víctimas me habla, iñor. Si a estas chiquillas les gusta la plata fácil. ¿Usted cree que no se ponían contentas cuando los clientes les regalaban cuestiones? Que el arito acá, que el collarcito allá. Si hasta un convertible rojo, como de película, le regalaron a la Munra. Se lo dio el Beto, el empresario ese de los seguros. El que… bueno, usted sabe mejor que yo todo lo que pasó. No, ni idea de la edad del Beto, iñor, pero siempre se vio mayor, fíjese. Yo creo que a ese se le fue la juventud de tantos polvos que se echaba. Si la Munra lo dejaba seco, oiga, y este era como adicto. Pedía hora con ella por lo menos tres veces a la semana. Y creo que una vez hasta la invitó pa’ Nueva York o no sé a dónde, imagínese. La tonta esa con suerte había estado en la calle Nueva York esperando en la esquina que pasara algún cliente y, después, arriba de un avión la patuda po’. ¿Qué víctimas van a ser ellas, oiga?, si en su vida habían tenido las oportunidades que tuvieron gracias a la jefa y a mí de conocer gente importante. Cuando llegaron, andaban todas hediondas, macheteando en la calle. Unas bandidas, eso eran. Y nosotros les abrimos las puertas. Por eso es una injusticia tan grande lo que están haciendo con nosotros. Una medalla deberían darnos en lugar de meternos presos. Nosotros fuimos los únicos que nos preocupamos por ellas. Porque, a ver, dígame, ¿quién más las ayudó cuando andaban cagadas de hambre? ¿El Estado? No, iñor, el Estado solo se preocupaba de ellas pa’ meterlas presas cuando robaban un par de quesos laminados en el súper. Entonces, ¿quién más les iba a ofrecer un trabajo así de bueno a esas cabras?  Si a la jefa le tocaban el timbre pa’ pedirle trabajar en Marín, oiga. A veces hasta se formaban filas. Por eso todas la quieren a mi veterana. Si no, pregúnteles nomás a la Poncha, a la Mameluco o la misma Munra, cómo les subió el pelo con esta peguita. Y perdone que le diga todo esto así tan suelto de cuerpo, pero a mí me enseñaron de chiquitito que hay que andar de frente por la vida. Si a mí por eso me dicen El Patas, por lo directo y patudo que soy. Siempre he considerado que es mejor pedir perdón que permiso y la jefa lo sabía. “Las medias patitas que tenís tú, ah”, me decía siempre. Y tanto lo repitió que las chiquillas me empezaron a decir El Patas. Ahora todos me conocen con ese apodo.

Sí, la verdad es que pa’ mí que el Beto tenía problemas, porque está bien que le gustara la cochiná’, si a todos nos gusta, pa’ qué estamos con cosas, pero, de vez en cuando, hay que hacer que descanse también la cuestión po’, si no se le gasta a uno. Y yo creo que el Beto la tenía bien gastada, oiga, porque le insisto que era el cliente que más iba. Si hasta a veces pedía dos citas al día, casi siempre con la Munra, al menos los primeros años, porque después empezó a pedir a otras. No, menores no, oiga, si ya le dije que solo trabajábamos con mayores. ¿Cómo? ¿Qué escuchas telefónicas? A ver, ya póngala… sí, esa es la voz del Beto. ¿Qué?, pero si lo acabamos de escuchar. Bueno, en fin, si necesita que lo repita para el registro no hay problema. Declaro que reconozco la voz del Beto en esa cinta. Ah, ¿quiere que repita todo? Ok, en la cinta, la voz que reconozco como la del Beto aparece diciendo que la Munra ya está muy viejuja y que quiere con esa flaquita que le falta pa’ los 18. 

Mmm, ahí no le sabría decir. No sé si la otra voz que se escucha es la mía, porque la siento como más gangosa, ¿no? Yo la tengo más grave. Sí, yo era el que en general atendía el teléfono y programaba las citas, pero a lo mejor puede que haya sido el Tyson, el hijo de la jefa, que también en un tiempo nos ayudó ahí. No, ni idea dónde pueda estar el Tyson ahora. De todas maneras, igual puede ser que la otra voz –que insisto que no sé si es mía o no– le dijera al Beto que la chiquilla era menor pa’ calentarlo. A algunos clientes le gusta imaginar que son cabras chicas, pa’ qué le voy a decir una cosa por otra, pero es como parte del show, ¿me entiende? No es que de verdad sean menores, sino que actúan como si lo fueran. Se ponen faldita escocesa, jumper, cosas así. Y es que hay tantas fantasías como personas po’, iñor. En este rubro, uno ve de todo. En la calle Marín, a uno de los clientes le calentaban las monedas, aunque exclusivamente las de cien pesos. ¡Ah! y solo las antiguas, porque con las nuevas no se le paraba, así que cada vez que nos pagaban con una moneda antigua, había que guardarla para que, cuando fuera, tuviéramos listo el arsenal. Las chiquillas agarraban las monedas y se las ponían en fila india sobre el cuerpo, fíjese. Ni lo tocaban y el tipo terminaba como tres veces seguidas. Mire la cuestión pa’ rara, oiga, pero uno con el tiempo aprende a no juzgar. También estaba el que solo pagaba pa’ que las chiquillas fumaran mientras le decían cochinadas. Le gustaba que fumaran Belmont light y Lucky, odiaba los Kent y los habanos le volvían loco. No le importaba pagar el sobre precio que significaba comprarlos. Lo malo es que dejaba la pieza pasada a humo y ya no se podía usar hasta el día siguiente que ventilábamos. Y cómo olvidar al que le decíamos el Bam Bam Zamorano, porque le gustaba que las chiquillas usaran toperoles y fingieran que eran futbolistas participando en el Mundial. Y no cualquier Mundial, tenía que ser el de Francia 98, aunque también a veces fantaseaba con México 86. Pero ni hablar de Estados Unidos 94. Una vez, la Poncha lo mencionó en el show que le estaba haciendo y el tipo se fue indignado. Después, nos contó que le cargaba el perro ese que tenían de mascota, ¿cómo era que se llamaba?, école, ese mismo y, bueno, también odiaba ese Mundial porque Chile había sido excluido por la embarradita que se mandó el Cóndor Rojas en el Maracaná. Claro, por lo mismo, tampoco le gustaba el de Italia 90. 

Bueno, sí, yo creo que al Beto también le gustaban las cuestiones raras, no sé exactamente qué es lo que hacía, porque no era algo tan llamativo como las monedas o el Mundial, pero muchas veces lo escuchaba gritar adentro de la habitación. A veces gritaba él; otras, las chiquillas. Pero no era un grito normal, como de gemido, sino uno así como cuando quieres vomitar, pero solo te dan arcadas secas o, con suerte, te sale esa cosa amarillenta y amarga que uno tira cuando ya no tiene nada que botar. École, la bilis esa. Lo que sí sé es que el Beto era el único que salía con la misma cara de angustia con la que llegaba. La mayoría de los clientes, después de ir a Marín, salían con la sonrisa de oreja a oreja. Yo creo que debían dormir como angelitos. En cambio, el Beto no. Casi se podría decir que salía peor, porque iba como metido en su propia cabeza y solo miraba pa’l frente, como los caballos cuando tienen anteojeras. Apenas se despedía y salía apretando los puños o pasándose la mano por la cabeza blanca. 

Para entrar al departamento de Marín, tenías que tocar el timbre tres veces seguidas, con el dedo firme, de manera pausada y corta. Esa era la señal. Allá, además de gente famosa, llegaban hartos chinos, no sé por qué, pero, por algún motivo, les gustaba el lugar. De hecho, el dueño del restorán Las Delicias del Oriente, uno de los más famosos de Santiago, era cliente asiduo. A veces, nos llevaba de regalo unos wantanes o arrollados primaveras que compartíamos entre todos con las chiquillas, antes de que entraran a la pieza a hacer lo suyo. Quedaba el departamento pasado a soya, pero no nos importaba. Éramos, como le digo, casi una familia. A veces, las chiquillas hasta le decían “mami” a mi jefa, fíjese, pa’ que se vaya dando cuenta noma’. Y es que ella les regalaba calzones pa’ Navidad y les pagaba algunas deudas. A la Munra, por ejemplo, le pagó un crédito de Ripley, porque esta otra andaba súper endeudada con un refrigerador que le compró a la hermana chica, a la Piojo que le dicen. Pa’ qué decir lo que se preocupaba cuando estas cabras brutas no aparecían durante unos días. Entre los dos nos pasábamos las medias ni que películas: que las habían metido presas, que algún gallo loco se las había piteado, no sé po’. Si en Marín estaban mucho más cuidadas que cuando trabajaban por su cuenta, porque en el pasillo siempre estaba yo o la jefa o el Tyson y, cualquier cosa, me va a perdonar la expresión, pero les sacábamos la cresta nomás a los clientes. Si se ponían hueones, combo en el hocico y se acabó.

¿Quiere que le hable de la Piojo? Tampoco es que la conociera tanto. Solo sé que es la hermana chica de la Munra. Pucha que es porfiado, oiga. Cómo la Piojo va a haber trabajado en Marín, si tiene como doce años. No, no, no, no, iñor, jamás habríamos permitido eso, cómo se le ocurre. Nosotros solo la conocíamos, porque a veces iba a buscar a la Munra cuando terminaba la pega. Es una cabra resimpática, oiga, casi igual a la Munra. Con sus pequitas, el pelo como de esa niñita del cuento que se mete donde los osos, école, la Ricitos de Oro. Solo que pelirroja en lugar de rubia. Súper tierna la chiquilla, como livianita de sangre. A mí me decía “taita”, fíjese, imitando a la Munra, que también siempre me quiso como su papá. Aunque, siendo honesto, en el último tiempo, la Munra se puso media choriza sí. Yo creo que la junta con el Beto como que la cambió un motón. Digamos que se puso, hablando en buen chileno, súper levanta’ de raja. Llegaba en su convertible rojo y nos miraba como si oliera basura. Empezó a ningunear el trabajo, a juzgarlo y decir que ella no estaba pa’ eso, que solo quería juntar unas lucas pa’ ahorrar plata y entrar a estudiar algo en la universidad. No sé qué bicho le picó, oiga, si antes era tan querendona conmigo y con la jefa y luego se puso súper atrevida. A mi jefa, a veces, no le contestaba el celular, desaparecía sin avisar, dejaba a los clientes plantados y, una vez, hasta la insultó. Fue un día en que la jefa la estaba retando por no contestar el celular. La Munra se le acercó y, sin decir nada, la olió de pies a cabeza. Después, le miró los plumeros que tenía amarrados en la espalda –acababa de hacer su baile matutino imitando a la Miracle Falcon– y le dijo que tenía olor a puta vieja. Lo peor es que no le bastó solo con eso, oiga, la muy bruta insistió en explicarle en detalle a qué se refería. “Es una mezcla entre olor a poto, cigarro y desodorante barato”, dijo. Después, se dio media vuelta y se fue. Mi jefa trató de disimular, pero yo sé que le dolió, porque tenía los ojos llorosos. En el fondo, la Munra empezó a darse aires de gran señora, a pesar de que prácticamente la recogimos de la calle. En fin, usted sabe, el pago de Chile po’, oiga.

Esa noche, la Munra fue a Marín como de costumbre. Iba con cara larga sí, ni pariente a cómo atendía a los clientes cuando partió en esto. Venía con la Piojo. No sé por qué, parece que no tenía con quién dejarla y no quería que se quedara sola, así que la niña se quedó esperando en una de las piezas que teníamos vacías y se puso a jugar en el celular con el jueguito ese de la culebrita. ¿Lo ubica?, école, ese mismo. Sí sé, iñor, tengo súper claro que no era un lugar pa’ una cabra chica, oiga, pero qué quería que hiciéramos, si la Munra insistió en que quería trabajar. Había varios clientes agendados con ella y, na’ po’, tanto ella como nosotros queríamos ganarnos los porotos. 

Habrán sido más o menos las dos y media de la mañana cuando apareció el Beto. No tenía ni cita, pero llegó igual. Venía pasado a trago, con el pelo revuelto y una cara como de mujer a punto de parir, así igualito que si estuviese rompiendo aguas. Preguntó por la Munra y le dijeron que estaba atendiendo a un cliente, pero a él no le importó. Empezó a golpear la puerta de la pieza donde estaba la Munra. Yo le dije que se calmara, pero hizo como si no me escuchara. Parecía como si se le hubiese metido el diablo adentro del cuerpo, iñor, le juro. El cliente que estaba adentro apretó cachete, seguro pensando que habían hecho un allanamiento. Detrás de él, salió la Munra a medio desvestir y se encerró con el Beto en la pieza. 

Como unos cuarenta minutos después, una vieja pituca –luego supe que era la mujer del Beto– se apareció de repente. Nos engañó, porque tocó tres veces, igual como lo hacían los clientes. Yo creo que la vieja nos estaba vigilando, porque esa clave la sabían solo los que ya habían estado en Marín. Tenía el maquillaje corrido y traía en la mano un revólver antiguo, casi parecía de colección, iñor. Nos amenazó a todos y nos trató de rotos mugrientos. Ahí entendí por qué el Beto iba tan seguido a Marín. Quedarse en casa con esa señora debía ser una tortura para cualquiera en su sano juicio.

La verdad es que todo fue muy rápido, iñor. El Beto se lanzó sobre la vieja a quitarle el revólver, hubo un forcejeo y alguien pasó a llevar el interruptor de la luz. Después, se escucharon tres disparos y un grito. Cuando la Mameluco volvió a prender la luz, descubrimos el cuerpo ensangrentado sobre el piso flotante.

Disponible el 10 de febrero

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