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5ª de Simbiosis

La Munra

En Santiago de Chile, a 12 de diciembre de 2012, siendo las 16:30 horas, comparece la imputada Tamara Rodríguez, trabajadora sexual, domiciliada, para estos efectos, en Concha y Toro N° 1205, comuna de Puente Alto, quien, en presencia del fiscal y en conocimiento de sus derechos, especialmente su derecho de guardar silencio y el de ser asistida por un abogado, renuncia a ellos y declara voluntariamente lo siguiente:

 

A vo’ te conozco. ¿Vo’ no me acusaste por pelarme unos copetes en el Líder cuando era cabra chica? ¿Ah no?, bueno, demás que me estoy confundiendo. Es refácil confundirse con ustedes. Son casi todos iguales, aunque, pa’ ser exacta, vienen como en dos formatos: el fiscal con corte a la moda, terno ajustado y cara de caliente, y el fiscal guatón, con expresión de tira viejo y cara de caliente. La cara de caliente viene siendo algo así como el patrón común. La característica transversal de todo el sistema de justicia. 

Ya, a ver, ¿qué querís saber? Si ya sabís todo, ¿o no? Déjame adivinar, ¿me querís proponer un abreviado y reconocerme el 11 6? Ah, verdad que no podís, porque tengo antecedentes. Entonces el 11 9 nomás, por colaborar con la justicia. No, fiscal, no perdái el tiempo haciéndote el tierno conmigo. Yo ya me sé todas estas cuestiones legales. He pasado por esto, uf, no sé cuántas veces. Aunque reconozco que ahora es distinto. Ahora me tratan hasta con cariño. Me mandaron donde una psicóloga que me preguntó cómo estaba –en mi vida me habían preguntado cómo estaba en una comisaría–, me ofreció un pañuelito con olor a menta, por si se me caían los mocos mientras le contaba la “trágica historia de mi vida”, y hasta me dio un cappuccino vainilla con una Negrita. Una Negrita po’. Ni mi vieja me compró nunca una Negrita pa’ llevarme de colación al liceo. Y la psicóloga, tan bonita ella, con su pelo dorado, la piel bronceada de su último viaje a Playa del Carmen, sus “amorosa”, sus “regio” y sus “te juro que te entiendo, linda”. Y esas palabras técnicas que tanto me gustan: “desbordarse”, “adecuado”, “red de apoyo”, “intervención psicosocial”. También estaba la asistente social, claro, siempre más chica que la psicóloga. Parece que, si eres muy alta, no podís ser asistente social. Requisitos de ingreso a la carrera: ser chica y no tener miedo a pegarte los piojos. Ella me ofreció ayuda pa’ la Piojo, mi hermanita, aunque no le compré mucho tampoco. Conozco cómo funcionan las cosas. Dijo que no me preocupara, que se haría cargo y todo saldría bien. Como si una fuera tonta. Como si una no supiera que me dice “calma, calma” y me acaricia el hombro, pero, en el fondo, está pensando: “tengo que apartar a la cabra chica de esta puta de mierda”. Está pensando “papá narco, mamá borracha, hermana puta”. Está pensando “de seguro, la cabra chica terminará en el Sename”. Está pensando “¿seguirá el camino del papá, de la mamá o de la hermana?”. Está pensando “pobrecita, pobrecita, pobrecita”.

La verdad, no entiendo tantos cariños ahora. Y no solo es conmigo. He visto cómo tratan a la Mameluco, a la Poncha, a la Thiare. Como si se fueran a quebrar con el aliento de sus preguntas. Se tapan hasta la boca pa’ no dañarlas. Y esa cabeza ladeada, asintiendo, siempre asintiendo, como un tic nervioso que busca reforzar la idea de que estamos siendo escuchadas. Que sí, que sí, que ahora sí te escuchamos. Antes, cuando lo necesitabas, no, pero ahora sí, ahora te escuchamos, te queremos, te entendemos. ¿De qué sirve que nos escuchen a estas alturas? Además, nos mintieron. Dijeron que protegerían nuestras identidades, que nadie se enteraría, pero a la Thiare la fueron a buscar a la casa y le contaron a la mamá en lo que trabajaba. Le dejaron la media cagá. Y no solo en la casa, su población completa ahora sabe a lo que se dedicaba. En la calle todos la miran cuando pasa y le gritan: “¿Por qué no me pegái el sida, pelá culiá?”. Con la Mameluco fue la misma cosa: “Cuenta, cuenta, confía en nosotros, linda”. Y después, toda la declaración en la primera plana del diario. Tanta preocupación, tanta empatía, ¿pa’ qué? Pa’ tirarnos a los leones en cuanto pudieron nomás. En el fondo, les importa una raja lo que nos pase. Lo que quieren es meter presa a la Tía Yuri y a los clientes que iban a Marín. A nosotras nomás nos usan pa’ llegar a ellos. Al final, también somos sus putas.  

No, yo no soy víctima. No me siento víctima y no quiero ser víctima tampoco. Esa cosita melodramática en la que me quieren meter es tema de ustedes. Y ahí yo no tengo na’ que ver en el baile. Vayan a misa, donen ropa pa’ los pobres, pero no me vengan a joder a mí. Yo sabía bien en lo que me metía, así que no quiero que me miren más con esa cara, casi al borde del llanto, lamentándose por lo cruel que es la sociedad al permitir que se lo metan por el culo a una cabra chica a cambio de plata. De seguro, la misma cara que ponen cuando miran, en el Animal Planet, a un león devorando a un ciervo y se quejan de lo terrible que es la naturaleza mientras toman una cerveza y comen nachos con queso caliente. 

¿Dónde estaban su cappuccino vainilla, su Negrita o su intervención psicosocial mientras estábamos tiradas sobre la cuneta pidiendo monedas? La verdad es que, si no fuera por las lucas que ganaba donde la Tía Yuri, no habría sobrevivido.  Claro que la vieja se benefició harto, porque yo era una de las que más pedían en Marín. Tenía como diez clientes en un día y no me cansaba. Por eso, la Tía Yuri me puso la Munra. Decía que le recordaba al malo de unos monos animados, que gritaba: “Yo soy Munra, el inmortal”. Según ella, yo parecía inmortal con mi resistencia. Y quizás lo era.  A veces no te queda otra alternativa más que la inmortalidad. 

Todas queríamos trabajar en Marín. Sabíamos que las monedas eran buenas y si, además, le gustabas a algún cliente, ahí sí que la hacías, como me pasó a mí con varios, incluido el Beto. Te invitaban a restoranes, te regalaban joyas y algunos hasta te llevaban de viaje. Como decía mi viejo “un pelo de choro tira más que una yunta de bueyes”. Y es cierto. Un hueón caliente hace lo que sea. Aún más si la forma que tiene de calentarse solo la conoces tú. Ahí se vuelven tus esclavos. Si es sabio mi viejo. Un hijo de puta, pero sabio, a fin de cuentas. Quizás si no le hubiese pegado tanto a mi vieja, no hubiera insistido en tocarme las piernas cada vez que me iba a decir buenas noches y no hubiera sido tan hueón como pa’, literalmente, cagarse de miedo delante de los pacos con los ovoides todavía dentro del cuerpo; hasta le guardaría algo de cariño. 

En esta cuestión partí chica. Siempre fui chora y escurrida. Mi primer cliente lo tuve a los quince.  Y es que, mientras más pendeja, más lucas sacas. Antes era mechera en el Líder. Iba pa’ allá porque era más barato que en el Jumbo o el Unimarc. Entonces, si robabai un jamón de pavo y te pillaban, por el precio, era hurto falta nomás y una la sacaba más barata. En el Jumbo, ese mismo jamón ya era hurto simple y la cosa se te complicaba. Gracias a eso tenía pa’ comer y, también, pa’ hacerme algún regalito: sus chelitas y eso, vo’ me cachái. Y no era malo, la verdad, dejaba sus buenos pesos. Hasta quinientas lucas en la pura mañana, si andabas con suerte. Bueno, vo’ lo sabís mejor que yo, si erís fiscal y seguro le has cagado a varios el negocio, pero igual eso ni se compara con lo que te puede llegar a dar un hueón caliente con plata en Marín. Un hueón caliente normal se puede gastar seiscientas lucas en una noche, así que uno con plata, imagínate. Si la primera vez que el Beto me regaló una joya, casi me caí de raja. Era un colgante, en forma de trébol de cuatro hojas, que dijo que era pa’ la suerte. En mi vida me habían regalado algo de oro. A lo más, había usado unos aros bañados, de esos que te dan alergia en las orejas y se ponen negros con el agua de mar.

No, jamás le dije “mami” a la Tía Yuri. Esa es invención de ella y del Patas, el viejo que manejaba el negocio de Marín. Una pura vez nomás me ayudó la Tía Yuri con una cuenta: cuando me iban a embargar a la casa. Ahí reconozco que fue buena tela la señora, aunque después igual me las descontó de las propinas que me daban los clientes. Si no es na’ la madre Teresa la veterana tampoco, que no venga a dárselas de heroína. Además, de ahí a que la relación fuera cercana, pa’ na. Hablaba con ella solo cuando iba a Marín pa’ juntar lucas. Ten ojo y no le creai mucho lo que te diga esa vieja, porque es súper mentirosa. Según ella, fue una vedette famosa, pero no le compro na’. Esa vieja siempre ha sido más floja que la mandíbula de arriba. No me la imagino practicando pasos de baile pa’ salir en un show de prestigio. Más encima, la única canción que se sabe es La maldita primavera. En Marín, la ponía cada mañana en una radio antigua mientras hacía su show con unos plumeros pegados en la espalda y estirando las patas como si estuviera bailando cancán. Vieja ridícula, si ya estaba pasadita. La verdad es que, al principio –cuando era chica y tonta–, me provocaba ternura, pero, en el último tiempo, solo me daba vergüenza ajena. Se ponía hasta rubor en las mejillas la estúpida, como si eso fuera a camuflarle los mofletes de pasa y su cara de perro chow chow. Pero lo peor era que los rollos de la guata se le salían por el lado, como mocos de pavo colgando por encima del calzón, y la raja se le veía tan grande que parecía que andaba en pelotas. Un asco.

No, no es que haya cambiado de opinión sobre eso. Pa’ mí la entrega de servicios sexuales no tiene na’ de malo. Eran las condiciones en las que nos tenía la Tía Yuri las que me parecían pencas. Pa’ todo lo que ganaba, tenía las piezas cochinas y pasadas a sexo. Pa’ colmo, se llevaba casi el sesenta por ciento de la propina de una, siendo que no era na’ ella la que prestaba el poto po’. ¿Entonces, cómo? Yo, de a poco, me fui dando cuenta de lo patuda que era la vieja. Al principio, estaba súper agradecida de que me hubiese aceptado pa’ trabajar en Marín. Yo había empezado parándome en una esquina, pero andaba con la pera de que cualquier día me agarrara un hueón loco y terminara entera tajeada, así que, cuando llegué a Marín, no me importaba darle a la Tía Yuri la plata que me pidiera. Total, igual me alcanzaba pa’ llevar a mi casa unas buenas lucas. Después, empecé a leer más, sobre todo gracias al Beto, que me prestó un montón de libros y me explicó varias cuestiones que me hicieron cambiar mi visión de las cosas. Mi ideal es que esto se legalice, tengamos pensiones, sueldo mínimo, sindicatos, todas las garantías mínimas de cualquier trabajo. Supongo que soñar es gratis, quizás lo único gratis en este país. 

A Marín asistían de todo: políticos, empresarios, gente de la tele. También iban hueones normales. Esos eran los peores. Prefiero mil veces uno con pinta de loco, porque son calientes nomás. Los peligrosos son los que parecen tranquilitos, como el Beto. A él lo conocí en Marín, hace unos siete años. En esa época era hasta mino: tenía un pelo ruliento, medio rubio, y apenas un poco de guata, porque jugaba a la pelota, así que estaba bien mantenido. Además, se mostró tan tierno al principio. Si hasta me llevaba calas de regalo. El único cliente en mi vida que me ha llevado flores a la cama. Aunque lejos lo que más me gustaba eran sus ojos: uno azul y el otro café. Esos ojos que no paraban de mirarme cómo me mordía el labio cada vez que tenía un orgasmo. Sí, con él a veces tenía orgasmos po’. Si una no es na’ robot tampoco. Y yo, a pesar de creerme choriza, era bien polla, la verdad. Cuando lo conocí, me di cuenta de que pensaba que me las sabía todas, pero no sabía nada. Realmente nada. 

Al Beto no se le paraba si no hacías lo que él te pedía, de la forma en que te lo pedía y con el detalle que te lo pedía. Era todo un show hacerlo con él.  Por eso, las primeras veces ni siquiera tiramos, pero, de a poco, empezó a pedirme cuestiones y, como yo se las iba haciendo, se soltó. Primero, me pidió que le pegara cachetadas. No es tan raro, a muchos clientes les gusta así, más rudo. El tema es que se obsesionaba con los detalles. Tenía que actuar tal cual me lo pedía, casi como los cabros chicos cuando te dicen: “Hagamos como que tú eres el malo y yo Superman, y tú quieres conquistar la Tierra y yo te gano”. Así, calcado, aunque en vez de ser Superman, me decía que hiciéramos como que él era chico y yo tenía que retarlo porque se había portado mal. “¿Qué hiciste?”, le preguntaba yo. “Rompí el florero”, decía él. Y yo: “Inútil de mierda”. Y él: “Perdón, perdón, perdón”. Y luego, paf, paf, paf, sentía cómo la mano se me iba llenando como de pequeñas hormiguitas con cada azote en su piel áspera, en sus pómulos salidos o en su clavícula, siempre tan huesuda, que era como pegarle un combo a la pared. 

Después, le dio con que actuara de colegiala. No me costaba na’, porque todavía iba al liceo, así que me ponía el jumper y hacíamos como que él era el profesor y yo la alumna a la que debía castigar. Yo le decía: “No me gusta esta hueá, me da susto que se te pase la mano”. Y él: “Tranquila, te terminará gustando”. Y yo: “No me gusta el dolor”. Y él: “A todos nos gusta el dolor en el fondo, si no, nos suicidaríamos”. Entonces me tiraba un copete encima del poto, me lo lamía, me azotaba con una correa y luego paf, paf, paf. Llegaba a llorar, a pedirle que, por favor, parara, pero él que no, que no y que no, que en el fondo sé que te gusta. Pero no, la dura que no me gustaba. No tengo na’ contra los que les gusta esa onda, pero no soy de esas y él no lo entendía. Después, intentaba compensarlo con viajes o regalos, como la vez que me apagó el cigarro en una pechuga sin avisarme. Era raro, porque él ni siquiera fumaba, pero ese día llegó con un paquete de Lucky, encendió uno, me convidó antes de empezar y lo dejó sobre el cenicero del velador. Cuando estábamos tirando, tomó la colilla y pum, me la apagó sobre el pezón. Sin aviso, sin nada. Como si yo fuera un ganado y me quisiera marcar. Grité tan fuerte que el Patas abrió la puerta y preguntó qué pasaba, pero el Beto dijo “nada, nada, es parte de la performance, ¿verdad?”. Y yo lo miré, con los ojos llenos de lágrimas y la mano sobre la teta. Sin saber por qué, dije: “Sí, sí, todo bien”. A los dos días, llegó con un convertible rojo, como si el puto convertible me fuera a dejar la teta sin ampollas. 

Nunca entendí por qué le gustaban tanto esas cuestiones al Beto. Era todo lo contrario al sexo que una está acostumbrada: con caricias, besos, chupadas. A este hueón ni siquiera le gustaba que se lo chuparan, salvo que, mientras tanto, le sacaras a tirones los pelos de las bolas o le mordieras un poco la punta del pene hasta sacarle sangre. A veces, se iba dentro de los pantalones sin que yo lo tocara, solo con los insultos que le decía. Lo humillaba burlándome de su guata, que todos los días era más grande, de su pelo blanco, que iba perdiendo vida, o de la extraña forma de su pene, como de papaya o papa aplastada. Él no me insultaba. Parecía disfrutar más de las pequeñas heridas que hacía sobre mi piel. Se calentaba cuando tomaba el tip top y empezaba a cortar la carne, como si cada corte fuera una penetración y cada hilo de sangre que me salía, un orgasmo. “Me gusta tu cara de dolor, arrugas la nariz y te muerdes el labio igual que cuando te vas”, me decía, “estoy seguro de que, en el fondo, te gusta”. 

Lo peor de todo es que estaba como obsesionado conmigo, porque decía que yo le recordaba a una mina de la que estaba enamorado cuando chico. A veces, incluso, me decía su nombre. Candy, sí, esa misma. Un día le pregunté por qué no la buscaba, pero él bajó la cabeza y no me contestó. “Hay una especie de simbiosis con ella”, me dijo más tarde, riendo y con un tonito musical. “Y lo mismo me pasa contigo, ¿sabes? Esto que hacemos”, dijo. “Es una simbiosis”. Yo no tenía idea de que hueá me estaba hablando, pero, cuando le iba a preguntar, me tomó las manos, las puso sobre su cuello y pidió que lo ahorcara hasta hacerlo eyacular. Yo me paré sobre él y saqué toda la rabia que me daba cada vez que me miraba en el espejo la marca sobre mi pechuga, así que apreté y apreté hasta que, pum, sentí la guata calentita y mojada. Solo ahí lo solté. Él tosió durante un rato y luego me dio un beso en la mejilla. “Adiós, Candy”, me dijo, y me dejó más propina que nunca. 

Al Beto le gustaba prestarme libros, sobre todo pa’ convencerme de que no había na’ de malo en lo que hacíamos. “El capitalismo nos hace putos a todos, ¿quién no vende el cuerpo a cambio de plata?”, me dijo un día, citando a una escritora de no sé dónde. Y yo: “Que venís a dártelas de comunista, si erís gerente de una empresa”. Y él: “Los gerentes también somos trabajadores que vendemos el culo a los accionistas”. Y yo: “Harto cobrái por tu culo”. Y él: “Entonces, el problema no es prestar el culo, sino cuánto cobras por él”.

“Al final, todas las partes del cuerpo se pueden medir en plata”, decía. “En los seguros, uno lo ve todos los días. Si pierdes una mano, es menos grave que si pierdes una pierna o un ojo. La nariz vale repoco –quizás porque es bien raro que la pierdas– y el pene, mucho. Si te castran y tienes asegurada la corneta, te puedes volver millonario”. “¿Y si la tienes chica?”, le preguntaba yo. “No te pagan por kilos”, me contestaba, “sino por partes”. Luego nos reíamos. No sé por qué. Quizás por lo absurdo que se había vuelto todo. O quizás porque era mejor que ponernos a llorar. 

 Así, con sus argumentos, me iba convenciendo, de a poquito, pa’ que hiciera más cosas. Total, me las pagaba bien. “Y si te las pago bien, no hay explotación”, decía. “Es una simbiosis. Tú me das placer, yo te pago bien y ambos nos beneficiamos”. Ojalá lo hubiera podido disfrutar como él. Supongo que ahí no hubiese acumulado esta rabia, que no llegó al tiro cuando lo dejé que me cortara con tip top los brazos o me corcheteara las cejas, sino que explotó de lleno cuando dejó de hacerlo.  

Acababa de cumplir los dieciocho y, aprovechando que estaría en un viaje de negocios en Nueva York, me pagó un pasaje pa’ que lo fuera a ver al hotel. Dijo que sería nuestra despedida. Yo no caché al tiro lo que me quería decir, pero después me cayó la teja: Ya era muy vieja pa’ él. A pesar de eso, quería darme “una indemnización por años de servicio”, dijo, “pa’ que veái que no soy explotador”. Así que, por la mañana, yo visitaba gringolandia mientras, por la noche, el Beto me hacía todo lo que quería. En el avión, de regreso a Chile, no me podía ni sentar por las quemaduras que me dejó en el poto con un encendedor. Yo lloraba, aunque no por las quemaduras. Lloraba porque nada de eso había valido la pena. 

Después del viaje, nos vimos poco. El Beto no volvió a pedirme en Marín. Solo pedía a la Mameluco o a la Thiare, que eran las más pendejas. A pesar de eso, un par de veces me llevó a algún carrete con sus amigos pa’ que los atendiera. Sí, claro, me acuerdo del que le dicen el Tribilín, fue súper tela conmigo. No tiramos, pero nos empelotamos de otra forma. El Tribilín solo quería conversar y llorar. Yo también quería lo mismo. Así que, más que mojarnos por abajo, nos mojamos por arriba con todas las lágrimas que botamos entre los dos. Todavía me parece sentir las suyas en mi boca. Eran mucho más dulces que las de la mayoría, como si fueran lágrimas diabéticas. Sí, lo que el Tribilín le contó es verdad: mi vieja, cuando se enteró de que era trabajadora sexual, me dejó la cagá. Estuve sin ver a la Piojo ene tiempo hasta que ella estuvo más grande y se arrancaba de la casa pa’ verme. Después mi vieja empezó a chupar cada vez más y ya no era capaz de hacerse cargo de ella. Por eso estaba viviendo conmigo antes de que me tomaran presa.

Esa noche, el Beto llegó recopeteado a Marín. Se veía peor que nunca: gordo, chascón y pasado a ala. Yo andaba con la Piojo. No tenía con quién dejarla. Mi mamá estaba internada por un coma etílico y no quería que estuviera sola. A pesar de que ya tiene doce, todavía no sabe ni sonarse los mocos sola. En cuanto la vio, el Beto le echó el ojo al tiro. Me miró y me dijo que era igual a mí cuando yo era chica. Luego me preguntó cuánto cobraba. Yo lo miré enchuchada y le dije que se fuera a la mierda, que la Piojo no trabajaba ahí. “Entonces, ¿pa’ qué la trajiste?”, me dijo. “Y a vo’, ¿qué te importa?”, le contesté yo. Después, me encerré con un cliente y le tiré la puerta en el hocico. La Piojo se quedó en la pieza de al lado jugando con el celular. 

Mientras tiraba con el cliente, escuchaba al Beto patear la puerta, gritarme que me dejara de hueas, que yo sabía muy bien lo que nos convenía a la Piojo y a mí, que la compensaría incluso mejor que lo que me había compensado a mí. “Además, hablé con ella y está de acuerdo, ya eligió incluso el color de su convertible: azul eléctrico”, dijo, en el momento mismo en que el cliente se fue adentro mío. No pude más, empujé al cliente que estaba encima mío pa’ salir a ver qué pasaba, pero no medí la fuerza y el hueón se cayó y se pegó en la cabeza. Salió emputecido y dijo que no volvía más a esa casa de locos. Yo me fui corriendo donde mi hermana, que me miró a los ojos y me preguntó: “¿Qué es una simbiosis?”. La dura que se me pararon los pelos, sobre todo porque el Beto no paraba de sonreír.

Con todo el show, apareció el Patas y habló con el Beto pa’ callao. Al rato, se nos acercó el Patas y le preguntó directamente a la Piojo si era verdad que quería trabajar, como decía el Beto. Yo le dije que daba lo mismo lo que ella pensara, que estaba viviendo conmigo y yo era la responsable. Pero la Piojo me miró y me dijo: “Tú también empezaste chica, déjame ayudarte, así hacemos más lucas y podemos vivir en el Quisco, frente a la caleta”. Y yo: “No, Piojito, eso está bien pa’ mí, pero no pa’ ti, tú puedes trabajar en otra cosa y llegar lejos”. Y ella: “¿Y en qué quieres que trabaje?”. Y yo: “En lo que sea, menos en esto”. Y ella: “¿Si trabajo en otra cosa, podré comprarme un convertible azul?”. En ese minuto, yo solo quería echarme a llorar. Detenerla, mostrarle las marcas. Pero era tarde. Cuando me di cuenta, la cabeza blanca del Beto desapareció junto a la de mi Piojito.  

Ahí, empecé a sentir una cuestión súper rara adentro mío, como un calor cuático y unos tiritones que no me dejaban tranquila. Me mandaron a atender a otro cliente, pero mientras estaba con él yo solo podía pensar en las manos del Beto, pasando un tip top sobre la suave piel de mi Piojito. Mientras tanto, imaginaba que su ojo azul la miraba como diciéndole “no te preocupís, al final te terminará gustando”. 

Una vez que el cliente se fue, escuché gritos afuera del lugar y llegó la Mameluco a decirme que una vieja cuica se había colado adentro. No tenía idea de que la vieja era la señora del Beto hasta que ella empezó a llorar y a putearlo mientras le apuntaba con un revólver. La Piojo corrió hacia mí asustada. Tenía en la espalda la marca de las cenizas de un cigarro recién apagado. 

Lo que vino después lo tengo bastante confuso. Fue como si se me hubiese apagado la tele. Lo único que tengo grabado fue el grito que pegó la vieja. Estaba histérica y, con las manos llenas de sangre, intentaba ayudar al Beto, que tenía unos tunazos en la cabeza. Yo me sentía mareada y me tiritaba todo. Lo primero que pensé fue “oh, la vieja se acriminó”, pero cuando vi que el Patas se tiró sobre mí y me quitó el revólver de la vieja, caché toda la movida. Ni siquiera me acuerdo cuando se la robé.

No me voy a justificar diciendo que el Beto era un monstruo, porque la mayoría de la gente lo es y no por eso uno anda piteándoselos. Si no, esto quedaría desierto. Sí me gustaría decirte que me alegro de que ahora, gracias a mí, nadie tendrá que pasar por lo que yo pasé, pero sería una mentira. Betos hay por todas partes.

Después de matarlo, fue todo muy raro. Si me hubiese avispado, no me hubieran agarrado, pero, en lugar de correr, me quedé mirando el cuerpo del Beto. De su cabeza salía una especie de chicle recién masticado y su boca estaba tan abierta que parecía que iba a tragarte si lo mirabas mucho. Y en parte así fue, porque no tardaron en llegar los pacos y todo se fue a las pailas. 

El negocio de Marín había terminado.  El Beto se había tragado todo.

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Simbiosis, una novela negra de MAURICIO EMBRY.

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¡Nos vemos en la ruta!

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