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3ª de Simbiosis

El Tribilín

En Santiago de Chile, a 31 de mayo de 2012, siendo las 17:00 horas, comparece el testigo Felipe Robles Garrido, ingeniero informático, domiciliado, para estos efectos, en Compañía N° 262, departamento 45, comuna de Santiago, quien, en presencia del fiscal, declara voluntariamente lo siguiente:

 

Cada vez que miro la copa que ganamos con mi cumpita, siento su voz ronca gritándome: “¡La hicimos, Tribilín, la hicimos!”. Y era cierto. Fuimos nosotros los que la hicimos. Yo le di el pase y él metió el gol. Nadie más hizo nada útil. Bueno, salvo el gil del arquero contrario, que era tan remalo el pobre que se tiró pa’ l otro lado cuando el Beto pegó el chute. Y es que no tenía nada que hacer contra mi compadre. “La pata de Dios”, le decíamos parodiando a Maradona. Todavía me parece estarlo viendo ahí, con la camiseta del equipo –los gloriosos Pinchaguarenes–, intentando peinarse los rulos con ese gel rasca, que parecía semen de camello y que, cuando se secaba, le dejaba el pelo como de cartón. Nunca entendí por qué se peinaba antes de entrar a la cancha. Era como su cábala. “Si igual te vai a despeinar corriendo, ahueonao”, le decía yo, pero él me guiñaba su ojo azul y no me respondía, poniendo una especie de sonrisa muy rara, como si estuviésemos viendo una película de la que él ya supiera el final, un final de mierda… ay, pucha mi compadre que las embarró, oh… perdón, me emocioné, pero es que la firme, fiscal, el Beto era rebuena gente conmigo. Es cierto que esta investigación lo deja con una imagen como la mona, pero le soy sincero, ustedes me podrían decir que el Beto torturaba unicornios o que era la reencarnación de Goebbels o Pinochet, y me daría lo mismo. Digan lo que digan, mi cumpita era el mejor amigo del mundo.  

Nos conocimos de cabro chico. Éramos vecinos de la misma villa en La Florida. Cuando el Beto llegó a vivir ahí, le acababan de regalar su primera pelota de cuero y fue casa por casa a invitarnos a jugar una pichanga. Llevaba la polera dentro del pantalón, olía a colonia de guagua y hablaba con frases demasiado adultas para su edad. Decía “me enervas” cuando se enojaba con alguien; “vamos al teatro” en lugar de “vamos al cine”; o “esto es del año de la cocoa”, para referirse a que algo era muy antiguo. Era todo un viejo chico. Como se crio con su tía, le copiaba las frases, a veces sin siquiera saber lo que significaban. Siempre que conocía a alguien nuevo de la villa se presentaba así: “Soy Alberto, pero llámame Beto. Mi mamá se fue al cielo, así que vivo con mi tía Sonia. Espero que podamos entablar una linda amistad”. Entablar po’, fiscal, entablar. Tenía cinco años. ¿Quién habla así a esa edad? 

 

Sí, es verdad. Esa noche el Beto llegó a verme a la casa. Dijo que el Nico se acababa de graduar de cuarto medio y quería celebrarlo con los amigos. Yo andaba en calzoncillos y no me había bañado en todo el día. Además, con suerte, tenía un par de chelas y un paquete de papas fritas vencidas. Pero él traía todo lo necesario. Llevó un Chivas Regal y una pizza de pepperoni con champiñón, nuestra favorita. Le temblaban las manos y su cara estaba roja. Desde hacía un tiempo siempre tenía la cara así, como de estreñido o como si estuviera levantando pesas de cien kilos sobre su espalda, a pesar de que solo aguantara cuarenta. Como siempre, empezamos a recordar viejas historias: cómo habíamos formado los Pinchaguarenes o las peleas a combos que nos pegábamos con los Aracuanes, el equipo de la villa de al lado. Por supuesto, después de que llevábamos la mitad de la botella, el Beto quiso que pusiéramos Mi caramelo, de Bersuit. Estaba obsesionado con la dichosa cancioncita. A todos los del equipo de los Pinchaguarenes nos tenía las pelotas bien hinchadas. El Cara de Monja lo mandaba a la cresta cada vez que el Beto pedía que la pusieran en algún carrete y el Splinter, que era nuestro capitán, una vez se agarró a combos con él por lo mismo. Claro, el Splinter también quería poner una cancioncita que le recordaba a su ex y el Beto no lo dejaba poniendo una y otra vez su tema de mierda. Igual, menos mal, porque al Splinter le gustaba una de Arjona, pero, de todas maneras, ya nos tenía chatos. Bastaba que le entrara agua al bote para que, de inmediato, dejara de hablar, se pusiera serio, mirara alrededor, inspeccionando –quizás no el lugar, sino su propio pasado– y dijera: “¿Por qué no te ponis Mi caramelo?”. Y bueno, esa noche no fue la excepción. 

En cuanto empezaron a sonar los acordes, lo escuché seguir la letra en voz baja, intentando que yo no lo escuchara. Se revolvió los rulos de la cabeza y vi que tenía los ojos demasiado brillantes. Seguro quería llorar, pero, desde chico, su tía siempre le había metido en la cabeza que los hombres no lloraban. Si llegaba a verle, aunque fuera una lágrima, lo metía a la ducha –con todo y ropa– y largaba el agua fría hasta que se le pasara, así que el Beto jamás lloraba. Ni siquiera de cabro chico, cuando se caía de la bici. Ahí solo emitía un sonido con la boca, como aspirando aire, y sus ojos se ponían brillantes, justo como le pasó esa noche. Una vez se rompió una costilla al caer y, como no lloraba ni decía nada, su tía no lo llevó al médico hasta que empezó a tener problemas para respirar. Terminó saliendo de la casa en camilla, con su piel entre gris y morada, derechito a urgencias. Para peor, no le sirvió de nada aguantarse tanto, porque, aunque no lloró, su tía lo castigó de todas formas por no avisar a tiempo. 

A pesar de los años, el Beto no se había podido olvidar de la Candy, su polola de infancia. Yo soy igual: hombre de una sola mujer. Hace más de un año que me separé y no he podido volver a acostarme con nadie. La única vez que estuve a punto fue hace unos meses, cuando el Beto llamó a un par de chiquillas, profesionales, usted me entiende. Sí, por supuesto, las dos eran mayores de edad, se lo juro. O, bueno, por lo menos, eso parecían, fiscal, como de veinte. Cuando son mayores entiendo que no es delito, ¿o sí? En todo caso, tampoco hice nada. Se supone que era un masaje con final feliz, pero yo no podía relajarme. Cuando la chiquilla, a la que le decían la Munra, me pasó su mano helada por la entrepierna, no sentí nada, ni siquiera un escalofrío. Sí, a ella la vi solo esa vez y no pasó nada, como le digo. Solo jugueteos previos, no sé si me explico. Fue hace seis meses más o menos. Pero bastó con que se sacara la polera para que… –pucha, me da vergüenza contarle esto, fiscal–, pero la verdad es que me puse a llorar. Como un cabro chico lloraba sobre su guata. De puro copeteado que estaba me bajó toda la pena. Ella fue súper buena onda, sí. Trató de calmarme y me preguntó hace cuánto era amigo del Beto. Yo le respondí, entre hipos, que desde que éramos niños. Ella dijo que también lo conocía hacía varios años y que yo no me parecía en nada a él.  Después nos quedamos en silencio. Se escuchaba una sirena, una moto pasando y el golpeteo de la lluvia sobre la vereda. La Munra se levantó y se acercó a la ventana. Yo la seguí y me puse un poco más atrás. Caían unas gotas finitas, casi parecían alfileres. Frente al edificio, me fijé que había un pequeño gato naranja que tiritaba mientras se comía los restos de una paloma muerta. “No me gusta la lluvia”, me dijo. “Siempre pasan cosas malas cuando llueve”. A lo lejos, entre las nubes negras, me acuerdo que podía verse un haz de luz intentando colarse, igualito a esos que salen en las películas de Viernes Santo. Fue una tarde muy rara. Nos pasamos todo el rato hablando. Le conté lo de mi separación. Me abrazó y ella también se soltó contándome cosas de su vida, seguro pa’ que me relajara. Pero lo que me contó, lejos de relajarme, solo hizo que me dieran ganas de salir corriendo y de que decidiera que nunca más en mi vida contrataría a una profesional.

 “Cuando llegué a mi casa esa noche, también llovía así”, me dijo de repente y se lanzó de lleno a contarme toda la historia. Dijo que venía hecha sopa, porque había estado trabajando todo el día. De repente, sintió una mirada sobre ella. Fue algo raro, como un pequeño escalofrío en el cuello. Se asustó, porque había visto en una película que pasaba eso cuando había fantasmas cerca. Pero, en este caso, no era ningún fantasma, sino su vieja, que estaba parada mirándola. Estuvo como cinco minutos sin decirle nada. Ella le decía “¿mamá?, ¿mamá?”, pero no le respondía. Ahí supo que se había enterado de todo. “¡Puta de mierda!”, le gritó y le empezó a pegar cachetadas, luego la araño y la botó al suelo de un empujón. Su vieja la arrastró del pelo por toda la casa mientras en sus oídos escuchaba los llantos de su hermanita. Ni siquiera se defendió. En el fondo, sentía que se lo merecía. Yo intenté decirle algo, fiscal, de verdad, pero tenía la garganta apretada. Lo único que pude hacer fue toser un poco y, a pesar de que la Munra estaba de espaldas mirando la ventana, asentí con la cabeza para que, si ella veía mi reflejo, supiera que la estaba escuchando.

Estuvo más de cinco años sin poder hablar con su hermanita, a quien ella le dice La Piojo. La vieja se lo tenía prohibido. A veces, se veían a escondidas, a la salida del colegio, y la acompañaba caminando a la casa, pero tenía que dejarla unas cuadras antes para que no la pillara su mamá. Ahora, como estaba más grande, La Piojo mandaba a la mierda a la vieja y se veían igual. De hecho, estaban pensando en irse a vivir juntas. “Ella es lo único que vale la pena en mi vida”, me dijo. Me acerqué a la ventana, al lado de ella, y vi que la Munra no le sacaba los ojos de encima al gato naranja. De la paloma solo quedaban unas plumas esparcidas sobre el pavimento, pero el gato seguía ahí sin moverse, dejando que el agua penetrara hasta el último de sus pelos. Le hice cariño a la Munra en los brazos, en su pelo colorín y en su cara. Me acuerdo de que justo pasó la luz de un relámpago, casi como si, desde el cielo, alguien nos hubiese tomado una foto que inmortalizara para siempre la figura de ambos frente a la ventana.

Pensé que ahí había terminado su historia, pero siguió hablando. “También, llovió la primera vez que estuve con un cliente”, me dijo sin parpadear. Y yo empecé a sentir que eran demasiadas confesiones en un día. Se escuchó un trueno. El gato se asustó y salió disparado a esconderse junto a un tarro de basura. “Era alguien que uno pensaría que no necesita contratar una escort”, continuó ella. Estaba fascinada. No podía creer que tuviera tanta suerte. Lo saludó coqueta, pero él solo dijo “hola”. Después, en silencio, empezó a sacarse la ropa. Ella lo tomó por la espalda y quiso hacerle un masaje, pero él le agarró las manos. “Lo hizo suave, pero con determinación, y las alejó como si tuviera vómito en ellas”, me dijo. “Desvístete”, escuchó que le decía el cliente y fue la última palabra que pronunció esa noche. Después se subió encima de ella mientras le tomaba los brazos para asegurarse de que tenía el control. No la tocó más que para eso y, mientras la Munra sentía el constante golpeteo de la lluvia en sus oídos, el cliente la penetró una y otra vez sin mirarla nunca. A ella le entró una sensación de ahogo y sintió un calambre en la garganta. Se mordió los labios para no gritar. En un momento, no pudo más y, mientras el tipo estaba arriba, a ella le corrían las lágrimas. Cuando se fue, no se despidió. Se sintió llena de semen de perro, de gato, de caballo, de cualquier cosa, menos de hombre. “Fui una estúpida al llorar por eso”, me dijo; “la verdad, ahora yo también prefiero que me hablen lo menos posible y que, ojalá, terminen a la primera paja, así cobro sin que me la metan”. Después, me dio un beso en la mejilla y me aclaró que no me preocupara por nada, que el Beto ya había pagado. Si no le digo que era buen amigo mi cumpita, fiscal.

Sí, a la Candy la conozco harto. Era compañera de curso de mi cumpita y, cuando chicos, éramos inseparables los tres, porque ella siempre iba a de visita a su casa. Era como un niño más, la verdad. Le cargaba jugar a las barbies y esas tonteras, y prefería mil veces jugar a la pichanga o a Robotech. Jugábamos también a tirarnos unas pelotas rojas que había en unos matorrales del patio del Beto, imaginando que eran los tomates asesinos. A la Candy le encantaba ese juego. Y, la verdad, a mí también. En un tiempo, recuerdo que ella también me gustó –a uno cuando chico le gustan todas–, pero ella siempre le fue fiel al Beto. Y él a ella. La verdad, aparte de la Candy, la única mina que le conocí a mi cumpita fue su señora, la María Ignacia. Y, pucha, fiscal, qué quiere que le diga. No hay dónde perderse. La María Ignacia podrá ser súper flaquita y de ojitos claros, pero puta la hueona pesada. Es una galla terrible de arribista, fiscal. Se las da de que es de familia aristocrática, pero los papás son new rich, no sé si me entiende. El viejo llegó a juntar muchas lucas con su empresa de seguros en la que después contrataron al Beto, pero el hueón no es na’ Errázuris o Edwards po’. Es Pérez nomás. Sí, bueno, Pérez-Cotapos, pero eso del guion en medio es pa’ puro dárselas de elegante. Según ella que son vascos, pero son más chilenos que los porotos. Además, me carga porque a esa galla le encanta rotear a todo el mundo. A nosotros, los amigos del Beto, no nos podía ni ver. Quizás porque le recordábamos el pasado de su marido o, peor aún, su propio pasado. Sí, porque ella creció en una villa también, cerquita nuestro, lo que pasa es que, cuando al viejo le fue bien, se cambiaron pa’ allá arriba y empezaron a codearse con el Opus y todas esas mierdas. 

Sí, yo le di el número de Candy al Beto. Ellos habían terminado más o menos en mala, hace como veinte años, porque el tontorrón de mi cumpita la dejó por la María Ignacia, pero yo sé que el Beto nunca se pudo olvidar de ella. La verdad, por mucho que quería a mi cumpita, le dije mil veces en su cara: “La cagaste al meterte con esa siútica”. Pero, bueno, la cuestión es que una noche, me tenía tan aburrido con lo de Mi caramelo que le pasé el papel con el número. “Llámala y agárratela de una vez, a ver si así te dejas de hincharnos a todos”, le dije. El Beto se quedó en silencio un rato y, después, lejos de darme las gracias, me preguntó por qué no se lo había dado antes. “Porque ella me lo pidió”, le dije, y era verdad. Hace un tiempo, cuando recién me separé, me dieron su contacto como tarotista. Ella no me reconoció al tiro, pero, cuando le dije que era el amigo del Beto, me insistió en que prefería que no le contara que nos habíamos visto. Ya casi ni se acordaba de él y prefería no revivir el pasado. Le prometí que no diría nada, pero ya era tanto lo que hinchaba el Beto con la cancioncita que no me resistí. A los pocos días, le pregunté si la había llamado y lo negó, pero asumo que me estaba mintiendo.

Además del fútbol, al Beto le gustaba leer cuestiones complicadas que ninguno de nosotros entendía, aunque, sinceramente, prefiero que haya sido así. Leer mucho te vuelve infeliz. El Cara de Monja, el Splinter o yo mismo jamás hemos leído ni la carta de un restorán y todos, para bien o para mal, como que le seguimos la corriente a la vida; no le damos la contra ni nos preguntamos por qué nos está tirando pa’ ese lado, ¿me entiende? En cambio, el Beto, ya ve, le estaba yendo increíble, tenía una familia como Dios manda, pero, a pesar de eso, mire cómo terminó. Y es que era un tipo raro el Beto. Desde que era chico, tenía una angustia tremenda. Ni siquiera a mí me decía qué le pasaba. A veces, estábamos de lo mejor jugando a la pelota y él se ponía pálido, como si tuviera un retorcijón de guata o le estuviera a punto de dar un ataque al corazón. Después, empezaba a tener problemas para respirar, tosía un poco y se iba a su casa en silencio. Nosotros con los cabros lo quedábamos mirando nomás y no le decíamos nada, pero era claro que algo le pasaba.

Un día que estábamos solos tomando una piscola en mi casa, el Beto me contó algo que quizás pueda servirle, fiscal. No sé si era verdad o no, porque después me dijo que era broma, pero yo vi su cara. Era la misma que ponía cuando jugábamos a la pelota y le entraba la angustia. Ese día me habló de su tía Sonia, la que lo crio. Me dijo que, cuando él era chico, a ella le gustaba humillarlo. Esperaba que hiciera cualquier cosa, aunque fuera pequeña, como romper un vaso o llegar tarde a almorzar, para pegarle en el poto con una correa u obligarlo a sostener por horas una silla sobre su cabeza. Además, como hasta los seis años tuvo incontinencia, cada vez que amanecía con la cama mojada, lo obligaba a sentarse sobre una estufa encendida como castigo por no aguantarse. Yo no supe qué decirle. Solo le di un golpe en el hombro para que supiera que yo estaba con él, como cuando jugábamos en los partidos, dándole el pase. Pero fue lo que vino después lo que me llamó más la atención. Me confesó que, al principio, sufría mucho, pero que, poco a poco, empezó a portarse mal a propósito como… como… como si en verdad le gustaran los castigos po’, fiscal, imagínese usted. Yo me quedé tan helado que creo que hasta se me pasó la curadera. Por eso pienso que, después, me dijo que era talla. Seguro vio mi cara y se echó para atrás.

Esa noche, cuando nos terminamos la botella de whisky, el Beto me propuso que siguiéramos el carrete en otro lado, que conocía un lugar en el que me olvidaría para siempre de la maraca de mi ex. Reconozco que, cuando dijo eso, me dieron ganas de pegarle un cornete en el hocico bien dado por hablar así de ella, pero se lo perdoné. Mal que mal estábamos curados y era la noche de la graduación del Nico. En todo caso, me tincó que se trataba de ir a ver unas chiquillas, aunque pensé que todo era legal. Se lo juro, fiscal. Jamás me hubiera imaginado de lo que en verdad se trataba. “Va a estar la Munra”, me dijo. “Ya te caché que te quedaste enamorado. Eris muy hueón, Tribilín, te enamorái hasta de las putas”.   De nuevo me dieron ganas de aforrarle a mi cumpita, pero, en su lugar, le dije que no, porque tenía ganas de vomitar y prefería acostarme. Él se enojó y me gritó que, si no tenía las pelotas suficientes, no me iba a insistir y salió dando un portazo. Esa fue la última vez que lo vi, pero, tomando en cuenta cómo terminó todo, me alegro de no haberlo acompañado en ese último pase.

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