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2ª de Simbiosis

María Ignacia

En Santiago de Chile, a 25 de abril de 2012, siendo las 12:20 horas, comparece la imputada María Ignacia Pérez-Cotapos Sagasti, empresaria, domiciliada, para estos efectos, en Camino el Alba N° 9000, comuna de Las Condes, quien, en presencia del fiscal y de su abogado y en conocimiento de sus derechos, especialmente de su derecho a guardar silencio, renuncia a ellos y declara voluntariamente lo siguiente:

 

Claro que le tenía rabia al Alberto po’. Imagínate que me casé con él hace diecinueve años, era el padre de mi único hijo y recién ahora me vengo a enterar de todo esto. Y de la forma en la que me enteré más encima. Creo que mi reacción era más que esperable, fíjate, por más que algunos traten de hacerme sentir como la loca. Además, no sé qué hago contándote todas estas cosas mientras todavía no llega mi abogado. De puro lesa que soy nomás. Capaz que después lo usen en mi contra. Ojo que no es nada en contra tuya en todo caso, tú me caes regio. Te encuentro súper amoroso, no como el plomo del carabinero que me detuvo esa noche y me dejó marcadita las esposas en las muñecas. Ojalá y lo sancionen por bruto. Con Pedro Pablo estamos haciendo las gestiones para que hagan un sumario interno y lo den de baja, porque es el colmo. Como a una cualquiera me trataron. Yo creo que, incluso, peor que a la prostituta esa que subieron conmigo al carro policial. La Munra creo que le dicen a la rota esa. Así que prefiero que esperemos mejor, si te parece.

De todas maneras, no sé qué otra cosa quieres saber. Ya dije todo en la comisaría la otra noche. Parece que quisieran seguir echándonos sal en la herida. Imagínate que, además de salir mi nombre y apellido en la prensa, me enteré de que esas viejas de miéchica del colegio no dejan que sus hijos se junten con el Nico, porque dicen que capaz que haya heredado las malas costumbres. Si hasta mi mamá se vio perjudicada a tal nivel, que la echaron de su cargo de presidenta del Rotary Club Las Condes Macul, con lo que le costó llegar a ese puesto. Era el sueño de su vida. Y de la noche a la mañana se le fue a la punta del cerro. Bueno, como se nos fue a la punta del cerro la vida a toda la familia, en realidad. Una pesadilla.

A lo mejor tú ubicas a Pedro Pablo. Debe ser como de tu edad, porque, perdona la indiscreción, ¿tú cuántos años tienes? ¿En serio? Te ves harto más joven, fíjate, un Dorian Grey cualquiera. Vas a tener que darme la receta. Espera, no me digas, ya la sé: eres soltero y no tienes hijos. Viste mi ojo, si uno sabe más por vieja que por diabla. Pedro Pablo Pérez-Cotapo se llama este niño, abogado de La Católica, ¿no te suena? De los Pérez-Cotapo de Chillán. ¿Conoces Chillán? Anda un día si puedes, es bien bonito, sobre todo lo que es Chillán viejo, espectacular. Mi abuelo tenía un fundo por allá. Lo expropiaron, claro, en la época de la UP. Bueno, volviendo a Pedro Pablo, fíjate que este cabro es bien capo, así que te advierto que no te la va a hacer fácil. Imagínate que con solo treinta y dos años ya es socio del estudio Apablaza, Burgos, Cortés y Asociados. ¿No te suena? Bueno, es que no se dedican a esto de los delincuentes, pero nada que hacer po’. Al pobre Pedro Pablo le tocó bailar con la fea nomás y defender a su tía loca en este asunto tan ordinario. 

Te soy sincera. A veces me dan ganas de llorar, pero no puedo. Estoy como estítica de lágrimas, fíjate, y, lo más raro que hay, en lugar de llorar, me carcajeo sola. Debe ser la herencia de mi papá. Él siempre estaba –perdonando la expresión– cagado de la risa todo el día. Si hasta cuando se murió dicen que se reía tanto que dificultaba las labores de reanimación. Como le dio el infarto sentado en la taza del baño –ay, qué plancha que te cuente esto–, el muy tonto no paraba de reírse y de decirle a todo el mundo: “Nunca debí comer esas tunas”. Dicen los doctores que su risa era tan contagiosa, que tenían que hacer esfuerzos para no reírse y ponerle por error la bigotera del oxígeno en el ojo en lugar de la nariz. Hasta la sala de espera se escuchaba, yo me acuerdo. Era una carcajada lenta, profunda y, sobre todo, sabia, como si se riera del final de un chiste que le habían contado hace mucho y que solo ahora era capaz de entender. Dejó de reírse cuando cayó en coma, unos días antes de fallecer.  

Yo soy igualita a él en eso de reírme. Claro que hay distintos tipos de risa. La mía yo creo que es risa nerviosa, porque pongo una cara parecida a la de los cabros chicos cuando los pillan en una maldad.  O, quizás, es risa de rabia, porque a veces me suena fuerte y rasposa, parecida a la carcajada de la bruja de Blancanieves. Es irónico. El Alberto solía decirme “la Madrastra”, por lo estricta que era con él y el Nico, aunque yo encuentro que exageraba. Me lo decía solo porque lo obligaba a ducharse con la puerta del baño abierta o, de lo contrario, secar con la toalla todo el piso, el techo y el espejo. Sí, ya sé que parece estricto, pero es que no era él quien después tenía que andar llamando pa’ que arreglaran las paredes o el techo si salían hongos. Si ese era más inútil. No se preocupaba de la casa y se la pasaba en la pega, aunque, bueno, después de lo que ahora sabemos, quizás cuántas veces me habrá dicho que andaba en la oficina y era mentira. “Ya llegó la Madrastra”, le decía al Nico, con una sonrisa cómplice que el pobre cabro repetía de puro mono cuando les decía que apagaran la tele y se fueran a acostar, porque si no, se podían quedar hasta las tantas viendo partidos y el Nico tenía que ir al colegio. “¿Me da permiso, doña madrastra, para comer algo a deshora?”, me preguntaba. “Anda nomás”, le decía, “si eres tú el que ya parece barril de cerveza”. “Le pido autorización, doña madrastra, para salir con mis amigos”, insistía, como si yo alguna vez le hubiese puesto trabas pa’ salir al muy patudo. ¡Ah!, porque esa era otra, el fresco se la pasaba de farra con el Tribilín y esa tropa de rotos amigos suyos con los que jugaba a la pelota en Los Pinchaguarenes, el equipo de su barrio de infancia. Mira, ahí llegó, por fin, Pedro Pablo. Ya, ahórrate las explicaciones y siéntate mejor pa’ que comencemos luego y tratemos de salir rapidito de este trámite tan bochornoso.

 

Al Alberto lo conocí cuando él iba en la universidad. Fíjate que yo era harto más grande que él. Nos llevábamos por casi cinco años. Claro que no se notaba sí, porque él siempre se vio más viejo. La mala raza po’. No como una que tiene sangre europea. ¿Sí o no, Pedro Pablo?, porque en esto no me dejarás mentir, seamos claros: en nuestra familia somos vascos de pura cepa. Importados directamente de Bilbao. Si yo saqué hasta la nacionalidad pa’ viajar más fácil. No es lo mismo tener pasaporte chileno que europeo. En el aeropuerto te dejan pasar con tres bolsas de mano en vez de dos y te hacen menos atados con las botellitas de champú. Bueno, como ya debes de saber, mi papá era uno de los directores de Seguros Rampa S. A. y hasta ahí llegó el Alberto, raquítico y muerto de hambre, a hacer una pasantía. Y parece que lo hacía bastante bien, porque mi viejo le agarró buena al tiro y él era súper jodido en la pega. Bueno, seguro influyó también el hecho de que tenía cara de cabro decente. Porque, la verdad sea dicha, era encantador, con sus rulos dorados al viento, maravilloso. Tú lo hubieras visto, si era igual al Principito. Y esos ojos tan raros, uno café oscuro y otro azul. Ahora que lo pienso, a lo mejor era una señal, fíjate, y no nos dimos cuenta, pero estaba bien claro: el Alberto era medio decente nomás. Tenía un ojo de aristócrata y otro de proletario. Ya, no me pongan esa cara los pajarones, si es broma nomás. Y, porfa, no se te ocurra poner eso en la declaración. Off the record, mira que, si se filtra algo así en la prensa, por cómo están las cosas, me mandarían a la silla eléctrica sin hacerme ni juicio. 

En esa época, yo pololeaba con otro chiquillo que, igual que yo, era de la Obra. Estudiaba Medicina y Filosofía a la vez, un capo. Imagínate que hoy, además de ser un oftalmólogo de renombre, es experto en Teología y miembro de la Congregación para la Doctrina de la Fe en el Vaticano. No, si elegí mal, está claro. Pero me enamoré nomás po’, como una tonta, qué quieres que te diga. 

La primera vez que vi al Alberto fue en la oficina de mi papá. Estaban discutiendo la situación de un seguro de vida en el que se había pactado un monto adicional en caso de descuartizamiento. Mi papá se negaba a aceptar el pago, porque decía que el asegurado había quedado partido por la mitad y no descuartizado, que, por definición, consistía en quedar dividido en varios pedazos y no solo en dos. El Alberto, en cambio, decía que había que ir al espíritu de la definición y no solo a lo literal. En ese momento, entramos a la oficina mi pololo y yo. Pasamos sin tocar, como solíamos hacerlo y lo primero que vi fueron sus rulos dorados moviéndose de un lado a otro, negando con la cabeza tan rápido como esos monitos que uno pone de adorno en el auto. A pesar de ser apenas un pasante, le levantaba la voz a mi viejo y gesticulaba con sus manos sin ningún respeto, como si en cualquier momento le fuera a dar un combo en la nariz. Al darse cuenta de nuestra presencia, mi papá dejó de discutir y nos fue a dar un abrazo. El Alberto nos miró fijo unos segundos y después siguió examinando los papeles del seguro, como si solo fuésemos parte de los adornos de la oficina. “Qué cabro más roto, ni nos saludó”, me dijo mi pololo cuando nos fuimos. “Sí, se pasó pa’ ordinario”, le respondí yo, sin dejar de pensar en su ojo azul, que, en un momento, me había pestañeado cuatro veces seguidas, como si fuese un tartamudo que repite una y otra vez la misma palabra. Decidí que debía tener paciencia. Estaba convencida de que, muy pronto, su ojo conseguiría terminar la frase.

Los meses siguientes, el Alberto fue cada día haciéndose más imprescindible para mi papá Por eso, cuando terminó su pasantía, lo contrató en un puesto fijo en la empresa. No sé por qué, pero a mi viejo le cayó en gracia. Quizás también a él ese ojo azul le pestañeaba, tartamudo, pidiéndole una oportunidad. O, quizás, se debiera a que nunca nadie solía contradecirlo, ni siquiera los demás directores. Entonces, que llegara un cabro chico, más encima de medio pelo, a discutirle, lo hacía admirarlo. Un día lo invitó a la casa a comer. Mi pololo también estaba invitado, pero como había ido a un retiro de la Obra en Concón, no asistió. Grave error de su parte. Durante la comida, mi papá y el Alberto hablaron como si mi mamá y yo no estuviéramos ahí. Éramos espectadoras de una suerte de entrevista de trabajo en la que la risa de mi papá y los monólogos apasionados del Alberto se iban alternando. Mi viejo le preguntó qué hacían sus padres y ahí nos enteramos de que era huérfano y vivía con su tía. Mi mamá levantó una ceja, tal vez porque lo imaginó comiendo una carbonada espesa en un hogar del Sename o algo así. A mí, en cambio, su orfandad me pareció sexy. Lo veía como una especie de vaquero sin familia ni nombre. Rubio y mugriento, como el personaje de Clint Eastwood en el Bueno, el malo y el feo, la película que mi papá nos obligaba a ver por lo menos una vez al año. Y seguro a mi viejo se lo recordaba también, porque, mientras comíamos un kuchen de damasco que había preparado la nana, le dijo: “Tenís pelotas, cabro, eso me gusta”. Mi mamá ariscó la nariz de inmediato y le recriminó que usara un lenguaje soez en la mesa, pero él se volvió a carcajear y, sin dejar de reír, golpeó la mesa y le dijo que se callara, que la casa, al fin y al cabo, era suya, así que podía decir lo que quisiera. Entre medio del silencio que se generó, pude sentir que el ojo azul del Alberto volvía a pestañearme.   

Después de comer, el Alberto salió a fumar. Yo lo seguí mientras mis papás se quedaron discutiendo adentro. Típico de mi mamá, que es una dama. No le dijo nada en la mesa, pero, en cuanto terminamos, le pidió que fueran al escritorio. Tenía las aletas de su nariz palpitando. Mi papá sabía que eso significaba que estaba furiosa, pero, pese a ello, volvió a reírse; esta vez de nervios, eso sí. La discusión tardaría bastante, así que decidí aprovechar el tiempo para conocer a nuestro invitado. Me acerqué al Alberto y él me ignoró de nuevo. Ni siquiera me ofreció un cigarrillo, así que fui yo la que le pregunté si acaso iba a ser tan roto como para no darme uno. “Bueno, comparado contigo, claro que soy un rotito”, respondió mientras me extendía la mano con la cajetilla. Me gustó su descaro y, sobre todo, su manera de fumar. Lo hacía apretando con fuerza los dedos gordo e índice, casi como si fuera un pito –no es que haya fumado esa porquería, pero para que se entienda el gesto–, y el humo lo echaba por la nariz casi todo el tiempo. Le dije que yo no fumaba, pero que igual era su deber como hombre haberme ofrecido. Él sonrió con su ojo azul y se arregló los rulos de la cabeza, intentando aplanarlos. Nos sentamos en la entrada de la casa. Ninguno de los dos habló durante varios minutos. “Me gusta mirar las estrellas”, dije yo de repente, pero me arrepentí al instante. Sabía lo cursi que era esa frase, no creas que no, pero es lo que pasa con los silencios: solo puedes rellenarlos con frases hechas. “Pero hoy está nublado”, me respondió él. “Sí”, dije yo; “me gusta mirarlas cuando hay nubes, así las imagino y me apropio de ellas”. Era una frase igual de cursi que la anterior, aunque algo más elaborada. De todas formas, a él pareció gustarle, porque por primera vez se volteó hacia mí. “Tienes la piel de gallina”, me dijo. Y yo: “Sí”. Y él: “Toma”, y me pasó su chaqueta. Y yo: “No, gracias, me va a quedar gigante”. Y él que me abraza. Y yo que me corro. Y él que me toma fuerte por la espalda. Y yo: “Déjate”. Y él: “Cállate”. Y yo: “Crees que eres como mi papá”. Y él: “Lo soy, por eso quieres tanto besarme”. Y él que me toma más fuerte. Y yo que, pum, cachetada. Y él que, muac, beso. Fue el mejor primer beso de mi vida. No nos chocaron ni los dientes. Quizás lo único que no me gustó, fue que no cerrara los ojos. Mi madre siempre dice que si no cierras los ojos es porque no lo sientes de verdad. Y yo percibía clarito en mis labios el brillo de su ojo azul tartamudeando. Al año siguiente, nos casamos. Y fue el peor error que cometí en mi vida. Ahora entiendo por qué. Quizás debí esperar a que su ojo terminara la frase. 

 

¿Candy? No me suena de nada ese nombre, salvo por los monos animados, claro. ¿Polola del Alberto? Ah, sí, uy, pero eso fue hace una tendalada de años. Yo ni siquiera conocía al Alberto. Entiendo que era una niñita de medio pelo, amiga suya de la infancia. Sí, claro, ahora que lo dices, parece que pinchaban poco antes de que el Alberto entrara a Rampa, pero nada serio, yo creo, porque, en cuanto me conoció, la mandó a la punta del cerro. Bueno, es lógico. Con una princesa como yo nadie puede competir.

No, no tengo idea dónde vive la tal Candy. ¿Cómo podría saberlo si la relación entre ella y el Alberto fue hace como veinte años? Tampoco entiendo qué tiene que ver esto con la investigación.. No, te insisto que jamás he estado ni cerca de esa galla. Lo poco que sé, como ya te dije, es que era una polola que tuvo el Alberto hace años, medio comunacha, por lo que él mismo me contó. Ah y, también, sé que le gustaba la astrología –miren la tontera pa’ grande–, porque a veces, sobre todo los primeros años de nuestro pololeo, el Alberto ponía voz de mujer y, en talla, solía echarle la culpa de cada cosa que la gente hacía a su signo zodiacal, imitándola. Me cargaba, porque, aunque fuera solo para burlarse de ella, en el fondo, estaba trayendo la presencia de Candy a su vida conmigo y eso no lo pensaba aceptar. 

 

A ver, a ver, a ver, Pedro Pablo, por favor, explícame esto, porque no estoy entendiendo nada lo que está diciendo este niño. ¡Cómo voy a haber ido a espiar a esa tal Candy a su casa, si ni siquiera sé dónde vive! ¿Tienes una grabación? Ya, a ver, ponla, porque no sé de qué me estás hablando, así que seguro estás confundiéndote … ¿ese es el video?… ¡puta, el concha de su madre! Ay, perdonen, se me salió. Es que no puedo creer que la tal Candy fuera la que vivía ahí. Ya, páralo, páralo, por favor, suficiente. Está bien, lo reconozco, yo seguí al Alberto esa noche hasta ese edificio, cerca de la Plaza Ñuñoa, pero no tenía idea de que ahí vivía la tal Candy. Solo vi que se bajó del auto a llamar por celular, se puso a gritar, se tocaba el pelo y pateaba la reja del edificio. Estuvo como media hora gritando. “Sé que estás ahí”, decía, “baja”. Pero no salió nadie, excepto el conserje, que lo amenazó con llamar a Carabineros si no se iba. En serio me quedé helada. No sé qué decirles. Además de todas las cagadas que se mandó, quizás cuántas veces me engañó con esa mina. Chanta como todos los hombres nomás… sí, estoy bien, ya, no, no quiero que me traigan nada, solo te pido que, por favor, tratemos de salir luego de esta cuestión.

¿Estoy obligada a responder eso? ¿Pedro Pablo? Ok, no lo voy a negar. Cuando seguí al Alberto esa noche, puse en mi cartera el revólver que era de mi papá. Un Colt, calibre 38, que, desde chica, me enseñó a usar. A veces, sin que supiera mi mamá, me llevaba a un cerro cerca de la Laguna Aculeo, donde íbamos de veraneo, y jugábamos a dispararle a unas botellas. Un día le disparamos a un pájaro, pero yo me sentí tan culpable que estuve llorando como un mes. Ahí mi mamá se enteró y nos castigó a los dos, aunque a mi papá le tocó la peor parte, porque lo tuvo durmiendo en la pieza de alojados como seis meses. La verdad, no entiendo por qué me siguen investigando. Solo eché el revólver para asustarlo cuando lo encontrara con su amante. Jamás me hubiera imaginado que las cosas terminarían así.

No, a la Munra tampoco la conocía de antes. No sé nada sobre su vida ni la he vuelto a ver después de esa noche. Solo sé que es una prostituta y que la detuvieron junto conmigo. Seguro el Alberto la conocía bien. No quiero ni imaginarme las cosas que hacía con ella, ¡qué asco!  

Uy, te guardaste toda la artillería para el final tú, parece. Tan decentito que te veías. Pedro Pablo, interviene, por favor. Ya sé que no le pegas tanto a esto de los delincuentes, pero tampoco estás pintado. ¿Tiene derecho a preguntarme estas cosas tan íntimas este niñito o no? Ya, está bien, está bien. Entiendo. Lo encuentro último, pero si quieren que sea sincera, lo seré. Todo sea por aclarar esta cuestión de una buena vez. Mira, efectivamente, el Alberto al principio tenía algunos problemas con eso. Fuimos a un urólogo y le recetaron un remedio que, aunque sirvió, me hacía sentir falsa, como si yo no fuera suficiente, ¿me explico? Algo así como pasar un examen usando un torpedo. Gracias a eso tuvimos al Nico, es cierto, pero en verdad nunca me sentí amada por él. Siempre que, bueno, teníamos intimidad, él solía… solía… mirar hacia el lado… ¡Ay!, perdonen…ya, parece que ahora si te voy a aceptar el vaso de agua. Gracias. Sabía que, en el fondo, eras un caballero. Se te nota en la nariz, que es como de griego. En fin…la verdad es que muchas veces me pregunté en qué o en quién pensaba el Alberto en esos momentos. Quizás en esa tal Candy o en la Munra, o qué se yo. Durante años, preferí hacerme la tonta. Mal que mal, a una le enseñan que el matrimonio es para toda la vida. Pero, cuando esa noche, después de la graduación del Nico, lo vi escabullirse de la casa por cuarta vez en la semana, no tuve dudas de que debía seguirlo. Por un momento, cuando me subí al auto y di vuelta a la llave, me sentí dentro de una película y me puse contenta. Era la primera cosa aventurera que hacía en años. Y, bueno, esa alegría aumentó cuando vi que el Alberto se estacionaba donde el Tribilín. Quizás solo se va a ir de farra con sus amigotes, pensé, sin saber que lo peor aún estaba por venir.

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