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1ª de Simbiosis

Candy

En Santiago de Chile, a 12 de abril de 2012, siendo las 15:20 horas, comparece la testigo Candy Romero Gómez, psicóloga transpersonal, domiciliada, para estos efectos, en Doctor Johow N° 45, departamento 34, comuna de Ñuñoa, quien, en presencia del fiscal, declara voluntariamente lo siguiente:

 

Hacía años que no hablaba con él. Para serle sincera, si no me hubiese contactado de nuevo, me habría olvidado por completo de su existencia. La que sí se acordaba siempre era mi mamá. Pobre vieja. Menos mal no vivió para enterarse de cómo terminó el Beto, aunque la verdad no creo que ella se acordara de su nombre como para relacionarlo con el que salió en los diarios. Para ella solo era mi pololo de infancia.

Cada vez que íbamos a visitarla, le encantaba poner celoso a mi marido contándole sobre las flores que el Beto me había llevado al colegio en kínder o sobre esa noche que se escondió debajo de la cama cuando ella fue a pedirme prestado un támpax. Le gustaba contar cómo, cuando el Beto se iba yendo, se tropezó con un muñeco de Skeletor que había dejado tirado mi hermano chico en la escalera y el ruido del costalazo nos dejó en evidencia. “En la puerta del horno se quema el pan”, decía riéndose, y recalcaba que, a pesar de haberlo metido a la casa a escondidas, ni siquiera me había retado. Siempre le gustó dárselas de liberal, incluso cuando no estaba de moda. Si después hasta nos sirvió unas marraquetas con palta y, cerrándonos un ojo, nos dijo de broma: “Para que recuperen fuerzas”. Desubicada total como buena aries. 

Teníamos unos cuatro o cinco años cuando nos conocimos. El Beto era flacuchento y casi no tenía nariz. Eran tan pequeños sus orificios nasales que ni siquiera recuerdo haberlo visto nunca sacándose un moco en clases. Era puro ojos. Haga de cuenta como ese monito japonés que buscaba a su mamá. ¿Cómo era que se llamaba? Ese de la canción “no te vayas, mamá, no te alejes de mí”, ¿se acuerda? Marco parece que era. Además, tenía un afro tipo Jackson 5, solo que en rubio. El pobre siempre trataba de peinárselos para abajo y hacerse una especie de jopo a lo Elvis, pero no podía. Incluso cuando se peinaba con gel, a las dos horas estaba de nuevo con los rulos parados. También era raro que tuviera los ojos de distinto color: uno café y el otro azul.  Raro, pero lindo, no sé si me entiende, algo así como ver un oso panda con tres patas o un gato bailando sobre un disco de vinilo.

Perdone, sé que esto no tiene nada que ver con la investigación, pero es que la mayoría de los recuerdos que tengo del Beto son de cuando era chico. De grande, solo puedo contarle que salimos juntos en la época de la universidad. Habíamos dejado de vernos cuando él se cambió de colegio y nos reencontramos un día en el Caracol de Irarrázaval, pero eso fue hace como veinte años. Por eso le decía que, después de tanto tiempo sin verlo, ya casi no me acordaba de él. De hecho, cuando me llamó por teléfono hace un par de meses, no supe ni siquiera de quién se trataba. Tal vez, si me hubiese dicho “soy el Beto” o “soy tu pololo de infancia”, lo habría reconocido, pero me dio su nombre completo, como si para mí eso tuviese que significar algo. Yo pensé que se trataba de mi ejecutivo del banco, que también se llama Alberto, así que le aclaré que no quería ninguna tarjeta de crédito nueva. Él ni siquiera me sacó del error. Solo volvió a decir su nombre completo y ahí me cayó la teja de quién se trataba. Ni idea de cómo consiguió mi celular, aunque seguro se lo dio el Tribilín. Ese es escorpio y los escorpios son esencialmente copuchentos.

Al principio, pensé que había muerto un compañero y me estaba llamando para avisarme del funeral. Quizás el Pato Jarpa o el Guatón Triana, que eran los más enfermizos del curso. No habría sido la primera vez que me pasaba. Hace un tiempo, unas amigas de mi antiguo barrio me llamaron después de años para contarme que un vecino se había tirado al metro. Recordé, entonces, que mi mamá siempre decía que una se daba cuenta de que estaba envejeciendo cuando empezaban a invitarte a más funerales que matrimonios. Pero no. No se había muerto ni el Pato Jarpa ni el Guatón Triana y, del otro lado del teléfono, solo escuché un “quiero verte”. Así, tal cual. Ni siquiera me preguntó cómo estaba o qué era de mi vida. Como si acabáramos de vernos la noche anterior. Al principio me negué, porque mi marido me podía armar atados, pero, al final, terminé aceptando que nos juntáramos el viernes de la semana siguiente. Ese día mi marido tendría una comida de trabajo y podía mandar al Benja a dormir a la casa de un compañero. La verdad, no sé muy bien por qué lo hice. Si por morbo, por curiosidad o porque había algo que me decía que las cosas en su vida no andaban bien y necesitaba ayuda. A través del teléfono, noté un tartamudeo en sus palabras y un constante chasquido de lengua que me recordó al que solía hacer cuando era chico y se caía andando en bici.

Quedamos de juntarnos en Las Dagas, un bar frente a la Plaza Ñuñoa. Había pasado tanto tiempo y él estaba tan cambiado que, si me lo topaba en la calle, no lo habría reconocido. Estaba gordo y tenía el pelo casi blanco. Pero el color no era lo único distinto: también su consistencia había cambiado. Del afro de los Jackson 5, quedaba solo una especie de algodón de azúcar mordido por los bordes. Era otra persona. Si hasta los ojos los tenía distintos. Ahora parecían tener casi el mismo color, y, aunque el izquierdo seguía conservando un tono azulado, los dos estaban teñidos de un halo amarillento, como los ojos de un pastor alemán. Un pastor alemán recién castrado. 

Cuando lo tuve ahí enfrente, envejecido antes de tiempo –tenía, como yo, cuarenta y un años, pero parecía de más de cincuenta– y con ese temblor en las manos que le duró hasta que se tomó el primero de varios whiskies al seco, no pude evitar compararlo con la imagen con la que siempre lo recordaba: la del día en que me regaló las flores de las que tanto hablaba mi madre. Nunca he sido muy buena en jardinería, pero sospecho que eran calas. El Beto vivía en casa de su tía Sonia. Su mamá había muerto en un accidente de auto cuando solo tenía tres años y de su papá nunca me contó nada, así que yo creo que era de los que se fueron a comprar cigarros. En esa casa, había un hermoso jardín lleno de calas, por lo que me imagino que las cortó de ahí. También había una especie de matorrales con bolitas rojas, cuyo nombre nunca aprendí, y que nos tirábamos en la cara cuando jugábamos a los tomates asesinos.

Éramos enanos, insisto, con suerte teníamos cinco años. Ese día llegó muy temprano a clases y, en el patio, con sus rulos revoloteando al viento, me pasó las flores cortadas del jardín de su casa. Yo estaba emocionada. Creía que viviríamos felices para siempre, como esas tontas películas de Disney. Lo imaginaba igual a la Rapunzel del cuento, tirando sus rulos por la ventana mientras yo, armada con bolitas rojas, iba a rescatarlo. A lo mejor, esa fue también la razón por la que acepté juntarme con él esa noche. Ahora que sé toda la verdad, pienso que quería confesármelo. No sé por qué a mí, después de tantos años sin vernos, pero, aunque suene egocéntrica, creo que él pensaba que solo yo podía rescatarlo. Y lo habría hecho, de haber podido. Solo que una parte de él tal vez no quería ser rescatada. Y esa fue la parte que terminó primando. 

Reconozco que esa noche me tomé unas copas de más. Tal vez por eso, con el cuarto shop, le saqué en cara que, luego de jurarme amor eterno cuando niños, a las tres semanas me había cambiado por la Tania, a quien también le llevó un ramo de calas. Eran tan parecidos los dos ramos que casi habría jurado que eran el mismo, de no ser porque el de ella tenía un lazo más bonito y porque el mío lo guardaba, ya seco, debajo de mi cama. Él solo se rio. Cuando nos reencontramos en la época universitaria, le encantaba que me enojara cada vez que recordábamos el asunto de la Tania. Pensaba que era broma, pero, la verdad, todavía estaba picada. De hecho, todavía lo estoy, a pesar de los años. Tengo mi luna en piscis, qué se le va a hacer. Aunque suene tonto, el Beto no fue solo mi pololo de infancia. Fue también el primero que me rompió el corazón, con todo lo cliché que esa frase pueda parecer. Claro, para él era chistoso que se lo recriminara o, quizás, solo se reía porque mis celos le subían el ego. Incluso aunque fueran celos retroactivos.

Mientras comíamos un par de lomitos italianos, le conté que me había casado y tenía un hijo. Esperaba ver un poco de desilusión en su rostro, pero solo asintió mientras ordenaba otro whisky. Al cabo de un rato, me dijo que también estaba casado y tenía un hijo a punto de graduarse de cuarto medio. Se llamaba Nico. Yo no pude mirarlo, porque pensé que, tal vez, iba a ser yo la que ponía cara de desilusión. “Me imagino que eres feliz”, me dijo luego de unos minutos en que ambos aprovechamos de terminar nuestros tragos. Yo quería decirle que sí, que mi marido y mi hijo eran lo más importante en mi vida, pero en lugar de eso le pregunté: “¿Por qué tanto interés?”. Cuando lo hice, sentí que mi voz venía de alguien más. A veces me pasa. Es como si usurparan mi cuerpo y yo me quedara sentada en un sofá, comiendo cabritas y viendo en primera fila lo que hace con mi vida esa otra Candy, mucho más divertida, mucho más peligrosa. Fue ella, lo juro, la que sonrió cuando el Beto le dijo que la recordaba cada vez que escuchaba Mi caramelo, de Bersuit. Fue ella quien aceptó que él rozara su mano áspera, como de queso enmohecido, por sus brazos y quien, jugueteando, le sacó una miga de pan de ese algodón de azúcar mordisqueado que alguna vez había sido su cabello. Sobre todo, fue ella, sin duda; fue ella, la que, cursimente, se soltó cantando en medio del bar la canción con la que, según él, tanto me recordaba: “Hay una especie de simbiosis, lo dijo mi psicóloga. Haría bien a la terapia, ¡uoh! Alejarme un tiempo. Unos 70 años (…) ya pasó mi hora, quien robó mis años, cambio a toda esta familia por un segundo con vos. Si te veo ahora, aunque termine en un hospicio, tomo la botella y juego a la botellita con vos”. Perdone, me estoy yendo por las ramas de nuevo.

¿Qué pienso de él ahora? No lo sé, creo que aún estoy procesándolo todo. Claramente no lo disculpo. Tampoco lo justifico. Seguro, si no lo conociera, sería para mí solo uno más de esos tipos que uno ve en la tele y dice: “Debió haber sufrido más, ojalá lo hubieran violado en la cárcel o le hubiesen cortado las bolas por hijo de puta”. Pero no puedo. Lo siento, se me hace tan difícil pensar en él de la forma que todos quieren que piense. De la forma en que debo pensar.  Y es que le juro que esa noche, detrás de esos ojos amarillentos, aún estaba el Beto de siempre: el Beto de las calas, de los tomates asesinos, del afro de los Jackson 5. Y, también, desde luego, el Beto con el que salí en la universidad. Ese con el que me topé en el Caracol de Irarrázaval y reconocí solo por el olor. Siempre tuvo un aroma particular. Es extraño, seguro si lo describo con palabras hasta les podría provocar náuseas, pero a mí solo me evocaba una idea: hogar. Sentir su olor era como estar en casa. Era una mezcla entre talco mentolado, leche de frutilla y un leve toque de orégano que era particularmente fuerte en la zona del pecho, mi zona favorita. Raro, pero rico. Como una pizza con piña o un sándwich de queso con mermelada. Hay gente que le repugna tan solo imaginar esas comidas. Gente que no sabe lo que se pierde.

¿Cómo? Ay, no sé qué decirle. Bueno, más bien, tengo miedo de empezar a hablar. Me conozco. Si lo hago, terminaré contando detalles súper íntimos que no creo que quiera escuchar. Cuando me aprietan un poquito, suelto todo. Soy sagitario con ascendente en géminis, así que imagínese. ¿El Beto? No. Él era aries con ascendente en sagitario. Por algo hizo lo que hizo. Bueno, para no irme por las ramas de nuevo, le puedo decir que hubo problemas al principio con ese temita. En la primera cita que tuvimos en la época de la universidad, cuando nos reencontramos, fuimos a La Choza en el Éter. Un lugar bien izquierdoso, como me gustan. Ahí se presentó un viejito con su guitarra. Tocó Quiero paz, de Eduardo Gatti; Bailando con tu sombra, de Víctor Heredia; y varias de Silvio Rodríguez. El Beto apenas conocía las canciones. Él era más de Slayer o de Rage Against The Machine. Pero yo estaba feliz. El lugar estaba increíble. Caro, sí, pero tenía una energía que me gustaba. Por lo demás, aunque le exigí que nos fuéramos a medias, él quiso pagar la cuenta. Pensaba que así iba a conquistarme. El muy pavo no sabía que ya me tenía más que conquistada y que solo por eso le perdonaba su machismo. Tiempo después, me confesó que tuvo que preguntarle a una amiga que militaba en La Jota dónde podía llevar a una comunista a tomar algo. En el fondo, era un facho de mierda, pero conmigo se hacía el revolucionario. Igual, nunca me engañó. Se le notaba la esvástica debajo del martillo. Por ejemplo, tomaba taxi para todo y se excusaba diciendo “estaba atrasado, así que apliqué burguesa nomás”, así como haciéndose el proletario. Yo me reía y no le decía nada para que no se sintiera mal, aunque, en el fondo, sabía que era un hijito de papá, incluso aunque no tuviera uno.

Ese día se había conseguido un auto con un amigo, así que, después de salir del bar, yo quería que fuéramos al cerro San Cristóbal y nos portáramos mal, pero él prefirió invitarme a un mirador que conocía por La Dehesa. Si no le digo que era cuiquito el cabro. Por poco y no llegamos a Argentina de todo lo que subimos. Casi casi que estábamos por apunarnos.  Estacionamos el auto y ahí también se apareció la otra Candy. Y la otra Candy y el Beto se besaron. Él le acarició el muslo. Luego le tocó el pubis con su afro de los Jackson 5 y, bueno, usted sabe. Lo malo es que cuando la otra Candy quiso hacerle cosas a él y le abrió el cinturón, el Beto no la dejó y se subió los pantalones. Estaba sudando, le tiritaba la pera y me decía que no, que no podía, que no tenía para cuidarse. Yo le dije que no importaba, que solo quería darle un poco de ¿lo digo nomás? ¿va a quedar registrado? Ya, bueno, filo, sexo oral. Pero él no me escuchaba y seguía tomándose los rulos con la mano, sujetándose la entrepierna para que no lo tocara y diciendo que no, que mejor no y que esperáramos. Como le daba tanto color, asumí que quizás quería llegar virgen al matrimonio o alguna estupidez así. Decidí dejar de verlo.

A los pocos días llegó a mi casa con una guitarra. Se había aprendido ene canciones que yo sabía que le cargaban. Cuando quería, sabía hacerla. Llevó un roncito y tres bebidas, para asegurarnos de que no nos pasara la pana del tonto y nos quedáramos sin nada para combinar con el copete. Y cantamos toda la noche. Los momentos, unas de Pearl Jam y, por su puesto, Mi caramelo. Después le leí Carta de lluvia, de Jorge Teillier. Con cada palabra, él iba acercándose cada vez más a mi boca. Yo me hacía la tonta, porque no quería que me dejara de nuevo con las ganas, pero, en el momento en que recitaba el verso que dice “Nuestros cuerpos harán las noches tibias como el aliento de los bueyes”, me tomó de los hombros y me tiró a la cama. Estaba borracho y eso le ayudó a tomar la iniciativa, aunque, en cuanto vio que yo iba bajando la mano por sus muslos, comenzó a tiritar de nuevo y a pasarse las manos por los rulos de la cabeza. Otra vez le costó relajarse y, aunque intenté estimularlo, solo lo conseguí cuando, ya aburrida y con la mano dormida, le dije que se fuera a la mierda, que volviera cuando se le parara. Lo más raro es que eso pareció gustarle. Me besó con más fuerza y me pidió que se lo repitiera. “Vuelve cuando se te pare”, le grité. “Impotente de mierda”. Entonces la otra Candy tomó el control de nuevo y yo me puse en piloto automático. “Me das asco, mira esos rulitos de mierda y tu nariz inexistente y tu pene diminuto y sí, sí, sí, tus ojos de niño huérfano. Tus ojos de niño huérfano. Tus ojos de niño huérfano”. Fue una de las mejores noches que pasamos juntos.

No, la verdad es que preferiría no hablar de eso. Sí, quizás pueda ser relevante para la investigación, pero me incomoda. Sobre todo, porque lo de nosotros fue distinto. Nos queríamos. Se sentía correcto, ¿me entiende? Además, tengo familia y un marido con luna en tauro. ¿Sabe lo celosos que son las personas con luna en tauro? Bueno, está bien, se lo contaré, pero solo para que no digan que no he colaborado. Espero que sepan mantener la debida reserva eso sí. Al principio, partí yo. Un día estábamos en la cama y le pegué una cachetada que me dejó la mano hirviendo. “Me das asco”, le grité. Él me pegó unas palmaditas, muy suaves. “¿Eso nomás?, débil de mierda”, le dije. Y él agarró un copete que estábamos tomando, me lo tiró encima del culo, lo lengüeteó y después me dio tan fuerte con el cordón de la lámpara que pensé que me iba a morir del dolor. Y del placer.

La última noche que estuvimos juntos, lo ahorqué. Habíamos estacionado su auto en el mismo mirador de la primera cita. Me había dicho que termináramos. Estaba enojada, porque ni siquiera me daba razones lógicas. Que el tiempo, que ya no es lo mismo, que no eres tú, que la cacha de la espada. Era cierto que, desde que entró a esa empresa de seguros como pasante, andaba raro y casi no nos habíamos juntado, pero yo no lo veía como una crisis ni nada similar. Creo que empezó a salir con su mujer poco después. Quería irme cuanto antes a mi casa para que no me viera llorar, pero no sé por qué la rabia me calentó, me hizo querer besarlo, morderlo y, sí, también, lo reconozco, dañarlo, hacer mierda esos rulos, esas fositas nasales, esos ojos de huérfano herido que me miraban tristes, sobre todo el azul; ese era el peor de los dos, el melancólico, el que parecía pedir a gritos que lo mataran. Así que tiré su asiento hacia atrás, le pegué cuatro cachetadas con toda mi fuerza –dos por cada mejilla– y lo ahorqué, lo ahorqué como si quisiera matarlo, aunque, en realidad, fue solo un acto de amor. Es un error freudiano creer que Eros y Tánatos son fuerzas antagónicas. Son, esencialmente, una sola y misma energía: la energía de Dios.

Cuando salimos de Las Dagas, íbamos cocidos. Él siempre ha sido bueno para el chupe. Típico de alguien con piscis en la casa siete. Le acaricié el algodón de azúcar que tenía en la cabeza y él me dijo en el oído: “Quiero jugar a la botellita con vos”. Y la Candy, la otra Candy que me tenía secuestrada, a ella no le importó que hubieran pasado veinte años, así que le tomó la cara y le mordió con fuerza el labio superior hasta sacarle sangre. Él metió sus manos debajo de mi falda. “Déjame”, le dije, intentando recobrar el control de mi cuerpo. “Estoy que me meo con tanta chela”. Pero él me apretó la entrepierna desafiante. Supe lo que significaba. Y Candy, esa otra Candy, simplemente lo hizo. Nunca he visto a alguien con una expresión de placer igual que la del Beto ese día. Era similar a la que ponía cuando dormía con los ojos semi abiertos, dejando entrever unos ojos blancos sin pupila. Al final, gimió un poco, así que, tal vez, incluso se fue encima. No. No hicimos el amor, aunque quizás mearle la mano fue nuestra forma de hacer el amor.

Esa noche, la noche en que ocurrió todo, el Beto me llamó al celular varias veces. Estaba comiendo con mi marido en un restorán y las llamadas perdidas se acumulaban, así que decidí bloquearlo. Después de lo que había pasado a la salida de Las Dagas, decidí que no podíamos vernos más. La próxima vez no me iba a conformar solo con mearlo. No se lo dije directamente, lo reconozco, pero me imaginé que él lo entendería. Considerando lo que pasó después, claramente no fue así. 

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