La despiertan unas ganas enormes de orinar. Chabela ya no quiere pasar otro día en esa cama. Las rodillas le duelen más que ayer y la espalda también le molesta. Fue una noche difícil. Todas lo son. Durmió boca arriba, aunque así se le suba el muerto. Es la única forma que le queda para ver a su hija. Se le aparece sin ojos y con mordidas en la cara. Chabela hace un esfuerzo para imaginar las partes que le faltan: el brazo derecho, la nariz, el cacho donde iría su garganta. Cuando logra reconstruir al fantasma, la mira sin decir nada. La extraña, aunque nunca tanto como para buscar su cuerpo. Ahora es muy tarde; ni sus huesos han de quedar. Así que la mira, dentro de una atmósfera que las dos construyen, con la luz de una luna casi llena. Es lindo tenerla cerca. Hasta que lo que queda del fantasma se golpea la cabeza y le grita: «¡Sálvalo! ¡Sálvalo! ¡Sálvalo!»
Chabela respira, intenta no llorar. Le duele ver a su hija tan triste, tan desesperada, tan muerta por su hijito. «Ya se lo comieron, bonita», le dice cada noche. «Vete a descansar».
¿Será que en aquel momento pudo haber hecho más? Es absurdo preguntarse esas cosas. Si hubiera estado cerca, claro que sí. Con machete y antorcha hubiera recorrido el bosque entero hasta encontrar a su nieto. Pero siempre había algo más importante. En esas épocas, todo el mundo la buscaba. Que si una limpia, que si un atado, que si en tal lugar les estaba cayendo el chahuistle. Por eso, no había querido chamacos, mucho menos pensar en nietos. No tenía tiempo ni ganas ni paciencia. Pero el cabrón ese estuvo duro y dale que quería una bebé y tómala, que a la primera le sale su niña. Tal vez la agarró en un momento de debilidad, cuando creía estar más enamorada del perro ese o, por lo menos, es lo que se repetía. Ahora sabe que no dejó de joder hasta que le sacó lo que quiso. Amanda. Ni el nombre le pudo escoger. Él quería que se llamara igual a su santa madre. El dolor de espalda empeora, le pellizca la ciática. Se acomoda de lado, mirando a la ventana. Eso le ayuda.
Tiene que ir al baño. Pero ya no puede levantarse sola de la cama. Estando así, de lado, aguanta un poco más las ganas. Mete la mano entre sus piernas, la hace un puñito y aprieta fuerte. Hoy Tete va a visitarla. Esos hermanitos se turnan los días para verla. Llegan desde temprano, antes de las ocho. Desayunan, comen, cenan y se van, dejándola de nuevo sola en su cama. Al siguiente día, viene el otro y así se la llevan. Son buenos nietos, hasta eso. Tete ya no debe de tardar. Seguro se inventará alguna excusa por su retraso, tal vez la historia de algún imbécil en el tráfico. Esas le parecen muy divertidas. Chabela saca la mano de entre sus piernas y agarra el celular de su buró. No tiene ningún mensaje. De todas formas, quién le iba a escribir. Sabía que era estúpido que le diera un aparato de esos, más con el trabajo que le había costado aprender a usarlo. «Para que estemos pendientes de ti», le dijo. «Pendientes tus huevos», pensaba. Pero como se lo daba Quim, tenía que aceptarlo. Vuelve a prender la pantalla del celular. Había olvidado la fecha. Hoy su hija cumpliría cincuenta y nueve años. Tal vez, Tete pasó por un pastel. A ella le gusta celebrar esas cosas. Pero no, no hay nada abierto a esta hora.
Mientras aprieta las piernas, piensa si fue una mala madre con Amanda. No por dejar que se llevaran al gemelito. Mala madre, ¿qué significará eso? Que no quería tenerla. Tal vez. No, ha de ser otra cosa. Que no pudo adaptarse a su hija, que sentía cierto grado de rencor al estar cerca de ella. ¿O Amanda fue una mala hija? Era demasiado parecida a su papá, eso que ni qué. Con esa tendencia por la crueldad, por llevarse a quien fuera entre las patas con tal de lograr lo que se propusieran. E igual que a él, los rituales se le daban muy bien. Por eso, cada cumpleaños pedía una mascota nueva. Amanda entendió desde pequeña que lo más importante era mantener el equilibrio. Dependiendo de lo que ofrecías, podías esperar una respuesta equivalente.
Ya son las ocho y Tete no ha llegado. En mañanas como esa, se arrepiente de haber rechazado la oferta de sus nietos. Que alguno se quedara a vivir con ella, por lo menos hasta que fuera necesario. Aunque puede que solo sean las inmensas ganas de orinar. «Yo no necesito a nadie», les dijo cuando la acorralaron los dos mocosos con sus preguntas, consejos y recomendaciones. Con una lista de todo lo que tenía que hacer. Qué ganas de joder. Como si no supiera de primera mano cómo estaba. Como un gigantesco manatí fuera del agua, desparramado en un colchón. Tal vez, era lo que más la hacía enojar. Que todo el mundo supiera mejor que ella lo que necesitaba. Mugres escuincles, si ella les había limpiado la caca mientras sus papás se perdían en el bosque. Ella les había enseñado a no sacarse los mocos y retacárselos en la boca. Hasta trató de mantenerlos alejados de otras cosas más oscuras. Pero eran lindos. Con ellos dos había encontrado algo similar a la debilidad. Sí, le daba tristeza dejarlos solitos, en ese mundo jodido que ni se habían acercado a entender. Chabela nunca le tuvo miedo a la muerte. Era más una curiosidad por saber qué era lo que pasaba en realidad. Aunque de nada le sirviera, era la única forma de comprobar todas las teorías. Y ya no le quedaba mucho tiempo. Según sus cálculos, hasta la luna llena. Por instinto, mira a la ventana. La luz de sol ya empieza a quemarla. Es culpa de Quim. Él le acomodó así la cama. Según él, porque despertar con el sol es lo más rico. Mocoso menso, ella le había dicho que prefería la sombra. No aguanta más. Tiene que hacer pipí. ¿Qué estará haciendo Tete?
Le gustaría que su cama fuera de esas de hospital que se reclinan y se hacen hacia arriba. Así podría asomarse más por la ventana. Ya se cansó del cielo. Preferiría ver las casas, a los vecinos, bueno, a uno de los dos que quedan. A veces piensa que ese cabrón no se ha ido porque aún quiere acompañarla. Pero la cucaracha esa no entiende que no lo quiere cerca. Parecería que, a los hombres, aun con su necesidad de largarse, les urge tener bien metida la patota en la vida de sus exesposas. Para saber si las cosas marchan mejor o peor ahora que no están. O solo lo hacen para seguir marcando su territorio, meando en cada esquina como perro callejero. ¡Ah! Pero, ¿él dónde estaba cuando se llevaron al gemelito? ¿Por qué nadie le echa la culpa a ese huevón? Él tenía la excusa perfecta: era bien cabrón. Pero también era su hija y su pinche nieto al que se habían llevado del pellejo, el que se iba directito a la garganta de un montón de chaneques. Chabela trata de no pensar en su exmarido. Aunque viva ahí luego luego. Mejor imagina que ya está enterrado el cabrón. Por lo menos, con seis metros de tierra sobre su cuerpo, sin ataúd, desnudo y boca abajo, pa’ que no venga a joder. Aunque gente como él siempre encuentra la forma de seguir chingando, aun estando muertos. Es de esos espíritus que se quedan por el simple gusto de hacerle la vida imposible a sus familiares y a todo el que se le cruce. Como si no hubieran hecho suficientes mamadas en vida. De ser por ella lo quemaba, ahí sí ya no volvía. Pero sus nietos tienen un corazón enorme. El que más se niega es Quim. «Problema suyo», piensa Chabela.
Un ruido entra por la ventana. Es una moto. Pero Tete no anda en moto. Debe de ser el de correos. Chabela se hunde en su colchón. Mejor que piense que no hay nadie. Cada semana le llega una carta igual. A esos cabrones del banco les urge saber cuándo va a morirse para apañarle la casa. ¿Y luego qué? Venderla por tres mugres pesos a una familia de chilangos para que la usen en el verano. Tocan el timbre. «Qué confianza la de este güey», piensa. «Deja tu carta y lárgate». Vuelven a tocar. El zumbido le taladra las orejas. «Busco a la señora Isabela», gritan desde abajo. Si pudiera usar sus manos como antes le echaría un embrujo al mocoso ese. Uno que le retuerza la boca y lo deje todo turulato el resto de su vida. Para que la gente se cruce la calle cuando lo vea. Que lo corran de la casa por la cara de enfermo que carga. A ver si así deja de fregar. «Bueno, regreso la próxima semana», dice el cartero.
Vuelve a agarrar su celular. Quiere llamarle a Tete para saber si ya viene en camino. Ya no tiene ganas de hacer pipí, ahora se está meando. Son las ocho y cuarto. «Cálmate», se dice. «Seguro ahí viene, vieja desesperada, ya no ha de dilatar». Mueve sus piernas y aprieta los muslos. Ahora mira hacia el techo. No puede orinarse en la cama. ¿Cómo va a llegar a eso? Un gigantesco manatí y además todo meado. Deja el celular en el buró, a un lado del retrato. Cada vez que lo ve le dan ganas de tirarlo a la basura. Pero es la única foto que tiene de lo que fue su familia. Aún vivía con su ex y Amanda había hecho justo lo que le pidió que no hiciera. Se había embarazado de un mamarracho, unos años menor que ella. «Él es David», les dijo el día en que llegaron a la casa, tomados de manita sudada. Chabela no quiso ni saludar al baboso. Aunque con el tiempo se encariñó de él. No era tan malo, solo tenía la cara de baboso. En el fondo, le gustaba que él quisiera a Amanda como ella nunca pudo. ¿Qué habrá sido de él cuando entraron al bosque? Capaz que le fue como al amiguito del Quim. Nada más que David se entregó solito, como un pichón. Estaba muy verde para el mundo donde se movía Amanda. A veces piensa que, si su hija hubiera ido sola a buscar al bebé, sí hubiera regresado. El chiste, cuando te metes al bosque, es no llamar mucho la atención. Los bichos de ahí pueden variar, algunos nomás te ven pasar. Los chaneques son fáciles de convencer, muchas veces solo están jodiendo. Pero seguro el menso de David se la pasó gritando, haciendo el típico escándalo de machito heroico. Y si gritas en el bosque, el Dzulum te va a escuchar.
Fue idea de David que se tomaran esa foto. Algo bueno hizo el baboso. Recuerda ese día con algo de cariño. Tete ya había nacido y tenía un par de añitos. Y ni con eso les bastó a los calientes de sus papás. No perdieron tiempo y, vámonos, Amanda tenía otra vez la barriga como una calabaza. Chabela mira la foto. En realidad, es bastante buena. Ella está al centro, a su izquierda. Su ex la abraza con una mano y con la otra se sostiene de un bastón. A un lado de él, David lo toma del hombro. Amanda es la que sale mejor. Aislada, cargando a los tres chamacos: dos en la barriga y Tete, como una changuita, colgada de su espalda.
El sol sigue entrando por la ventana. Aún no se acostumbra al verano. Además de que hay más horas de sol, el calor se vuelve húmedo, se mete por la piel y te abraza los huesos. Chabela se siente como un chocolate derretido dentro de su envoltura. Agarra de nuevo su celular. Pica el botón grande, con el que se prende la pantalla. Son las ocho y media. Esto no está bien. Tete nunca se retrasa tanto. «Algo le pasó», piensa. La imagina en el bosque. Corriendo igual que la bola de desgraciados que se habían cruzado con el Dzulum. Hay quienes dicen que es un lobo; otros dicen que parece un hombre gigantesco, guapo como Negrete solo que más peludo. Pero no, Tete es más lista que todos ellos. Sabe leer las señales. No entrar al bosque de noche, alejarse cuando esté en silencio y huir de los ojos que aparecen en la neblina. Una vez que cruzas miradas con ese bicho, ya te chingaste. O le habrá hecho algo la cucaracha esa de su amiguita, ¿cómo se llamaba? Men, Mensa, Carmensa, ¡Carmen! Sabía que no podía confiar en alguien como ella. Desde muy chiquita resultó ser igualita a su tía. Misma sangre cochina. La que les llena las tripas de hambre. Que según solo por unas noches tienen que alimentarse, puros cuentos. No lo ha dicho a nadie, pero Eugenia fue su primera sospechosa. Si alguien se había robado al gemelito de Quim tenía que ser ella. Nunca supo respetar los límites, las jerarquías. Se dejaba llevar por lo que le pedía su apetito de sapo. Le tiraba a lo que se moviera. Más si era un bebé tan delicioso como su nieto. Esa bruja no tenía escrúpulos. Al final fue bueno que Eugenia no tuviera nada que ver. Otro enfrentamiento entre familias hubiera dejado demasiadas bajas. El que hubo en los años 50 fue suficiente. Chabela desliza el dedo en la pantalla hacia la derecha. Tiene que marcarle a Tete. 1, 2, 2, 4, 5, 6. CONTRASEÑA INCORRECTA. 1, 1, 2, 3, 4, 6. CONTRASEÑA INCORRECTA. 1, 2, 3, 4, 5, 5. CONTRASEÑA INCORRECTA. DISPOSITIVO BLOQUEADO. Mierda.
El celular ahora está en el suelo. Lejos de su alcance. Se siente idiota por haberlo aventado tan lejos. Con un azotón en el buró hubiera bastado. Pero no, siempre tomando decisiones con la tripa. Se siente más idiota. El sol le pega directo en la cara. Las gotas de sudor se le resbalan por el cuerpo como manteca caliente. Y la maldita vejiga está por tronar. Puede que orinarse ya sea lo mejor. Así, por lo menos, no la pasaría tan mal en lo que espera a Tete. Incluso, le caería bien por lo fresquito. O no tanto, los meados salen tibios. Ya da igual. Piensa en lo que estará haciendo el cabrón de Quiroga. No se siente en la posición de criticarlo, pero, por lo menos, ella espera a alguien. Qué será de él en esa casa oscura, infestada del asqueroso Vick Vaporub. Adornada con las mascotas de su hija. Arrastrando su bastón de arriba para abajo. A veces piensa en ir a verlo, aunque sea a decirle lo mugroso que es. Lo mucho que la lastimó, no por dejarla. Detesta ese concepto. Más bien por no dejarla en paz. En cuanto llegue Tete, le va a pedir que la monte en su silla de ruedas y la lleve hasta esa casa bajo el árbol. Tocaría la puerta con el puño y, cuando el anciano abra la puerta, le soltaría un buen mamporro que le tumbe la quijada y lo deje en el piso. El enojo se acumula en su estómago. Luego piensa: «Para qué, total, ya pronto nos toca». Chabela empieza a relajarse, a soltar los puños, los pies, las piernas. Ya se bañará cuando llegue Tete.
Algo la vuelve a tensar. Brrr. Brrr. Brrr. Es ella, tiene que ser ella. El celular vibra y saca una musiquita. Puros tonos agudos de felicidad. Brrr. Brrr. Brrr. Aguanta un poco más, piensa. Se acuesta de lado y estira su enorme brazo hacia el celular. Brrr. Brrr. Brrr. La vibración lo hace avanzar. Brrr. Brrr. Brrr. Un centímetro a la vez. Sigue estando muy lejos. Sus dedos gordos tiemblan en el aire. Podría estirarse más, pero total, ¿pa’ qué? Brrr. Brrr. Brrr. La vibración termina.
Chabela se queda tendida, acostada de lado. Con el brazo colgando hacia el suelo y la barbilla en el colchón. Está agotada. Ve las gotas de sudor caer al suelo de madera. Hubiera puesto alfombra, es buena para el frío. Pero limpiarla es horrible. La mugre se queda atrapada, nomás sale con aspiradora y, a veces, ni con eso. Siente cómo el líquido le moja las piernas. Tenía razón, está calientito, pero hasta eso la refresca. No siente asco. No siente vergüenza, solo calma. Una nube negra cubre al sol y el viento entra por la ventana. Decide dormirse otra vez en lo que llega Tete.
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