Hoy trabajamos con la canción de I Want You de los Beatles. La miss… No, ya no le podemos decir así…, la maestra Linda nos dijo que debíamos escribir la letra en unas hojas de papel que nos repartió al inicio de la clase. Yo hubiera preferido que nos pusiera otro grupo, pero parece que ella solo conoce música de viejitos. Se me hace raro, porque es la maestra más joven de la escuela, aunque ya tiene una barriga enorme de embarazada. Tete y yo nos reímos porque, en lugar de poner la canción en su celular, fue a la dirección a pedir un reproductor de CD igual al que tiene mi mamá en la sala. Bueno, no igual, el de mi mamá es rojo.
Antes de empezar el ejercicio, tuve que salir al baño. Mi mamá me dijo que buscara un lugar privado cuando sintiera ganas. Tu cuerpo está en pleno cambio, ya te acostumbrarás. Ojalá se apure y termine de cambiar rápido. Aunque según ella sea un proceso hermoso, a mí ya me tiene cansada. Chance si pudiera hablarlo con Tete sería más fácil. Me da miedo que no lo entienda, es mejor que se quede esto en la familia.
En el baño hice un cochinero a pesar de que seguí las instrucciones de mi mamá. Esta vez usé a una rata. Tienes que ir poco a poco, me dijo. Tuve que dejar la sangre en el escusado; ya me había tardado demasiado y no quería que me fueran a buscar. Solo me aseguré de quitarme cualquier mancha que se pudiera ver. Llegué al salón y Linda me dijo que esperara en la puerta para que no distrajera a la clase; la canción estaba sonando. No estaba preocupada por atrasarme, la había escuchado varias veces en mi casa, creo que mi papá se la dedicó en algún momento a mi mamá. Éramos jóvenes y estúpidos, decía cuando sonaba en su grabadora roja. Tiene rato que dejó de ponerla, creo que desde que él se fue.
Salimos de clase un poco antes por culpa de Toño, le encanta ser el tonto de la clase. Descubrió que la letra era la misma durante toda la canción: «¡Si nomás dice aiguanchú!». Linda lo regañó y el resto del salón empezó a reírse, menos Tete y yo. Tenemos el pacto de ya no pelar sus payasadas, esos chistes ya no nos dan risa. Creo que Linda le da mucho chance, yo ya lo hubiera corrido. Tal vez, con ese bebé en la panza, no se quiere meter en más problemas. Yo sí me la imagino de mamá.
Tete y yo somos las últimas en salir del salón. Nos quedamos a platicar con Linda desde que estábamos en los primeros años de la primaria. Ahora, en nuestro último año, queremos aprovecharla más que nunca. Hoy le dije a Tete que quería llegar antes a mi casa. «Estos días es mejor quedarte a descansar», sonaba la voz de mi mamá en mi cabeza. Cuando estaba por salir del salón, Linda nos dijo que quería hablar con nosotras un ratito. También le dijo a Toño. Primero me enojé porque pensé que nos había metido en problemas. No fue así. Volvió a regañar a Toño, ahora en privado. Alcancé a escuchar que no le dejaba más opciones: llamaría a su papá. Toño después va a decir que no es cierto, pero se puso a llorar frente a Linda. Le rogó que no le dijera nada a su papá. Lo entiendo; la única vez que lo vi sí me dio miedo. Cuando terminó de hablar con él, nos pidió que nos acercáramos a su mesa. Nos agradeció por no reírnos del chiste. Tete y yo nos tomamos de la mano como señal de que habíamos hecho bien las cosas. Después, se sentó en su silla, se ve que es cansado cargar esa enorme barriga. «Chicas, quería preguntarles por Milo, ¿no saben qué es de él?». Nosotras tampoco sabíamos dónde estaba. Quim lo había visto por última vez antes de que se fuera con su mamá, pero se supone que regresaba antes de que empezaran las clases. Le dijimos que no, que pensábamos que se había mudado de regreso a la ciudad. Hizo como si nos creyera. Tete luego le preguntó cuánto le faltaba a su bebé. Ella respondió que muy poquito, que en cuanto naciera podíamos ir a verla.
Mientras caminábamos por los pasillos de la escuela, Tete dijo que vio a Linda triste por Milo. Yo también lo pensé. Después de nosotras, él era su favorito: chance era porque nunca hablaba en clase, porque era pésimo en ortografía. Antes de salir de la escuela, tuve que ir al baño otra vez. Tete insistió en acompañarme. Le tuve que decir que tenía diarrea para que me dejara ir sola. Esta vez utilicé una coconita. Tuve suerte porque estaba cerca de la puerta del baño. No ensucié, pero sí me dolió. Según mi mamá, es de las últimas etapas del proceso. Ya pasé por la falta de apetito y también esos días en los que sentía como si me fuera a desmayar todo el tiempo. Dice que después viene lo peor.
Fuimos juntas hacia el fraccionamiento; creemos que pronto no podremos regresarnos solas. La abuela de Tete y mi mamá siguen asustadas por la desaparición de las niñas de la 23. Además, dicen que el culpable también se llevó a Milo, que hasta su papá fue a buscarlo. Con la policía que tenemos, todos los casos de desaparición quedan en un archivero, dijo mi abuela. Entiendo que sea peligroso, pero el camino de regreso es lindo. Cruzamos el centro de la ciudad hasta llegar a las afueras, donde empieza el bosque. Nunca entramos porque a Tete le da miedo. Yo pienso que es por lo que le pasó a sus papás y a su hermanito, el gemelo de Quim.
A mí el bosque sí me gusta, me encantaría caminar por ahí un día de estos. Mi mamá dice que en cuanto mi proceso termine, podré ir cuando yo quiera. Solo me tiene prohibido entrar a la casa del viejo Quiroga. Dice que ni de chiste me meta con él. La otra vez me contó que lo vio asomado por la ventana de nuestra sala, que nos estaba mirando mientras cenábamos. A partir de ese día, duermo con la cabeza tapada; siento que está asomado en la puerta de mi cuarto. Cuando le pregunté a mi mamá qué era lo que quería de nosotras, se puso nerviosa y solo me respondió que era un problema de familias muy viejo.
Entré directo a mi casa. Tete quería que me quedara afuera con ella hasta que llegara su hermano, pero le dije que no me sentía muy bien. Tete dijo que no le importaban mis pedos de diarrea y yo me hice la ofendida. Mi mamá aún no llegaba. Me dejó en la mesa de la cocina dos tópers cerrados con una notita cada uno. Uno era mi comida para que nada más la calentara. En el otro, había una lagartija. De nuevo, tuve que ir al baño. Es mucho más cómodo hacerlo en mi casa porque puedo usar la regadera. Creo que me estoy sintiendo cada vez más cómoda.
Una de las notas decía que hoy iría la tía Eugenia a la casa, que, por lo menos, me bañara antes de la cena. De pequeña me daba miedo. Ella no me hablaba ni se me acercaba, como si tratara de contenerse. Con su voz de fumadora, sus brazos regordetes y el pelo negro que le tapaba casi toda la cara era fácil imaginarla como una de las brujas de Catemaco. Cuando cumplí trece años, me habló por primera vez. Ese día llegó a la casa con un regalo. «Es tu eleke, para protección, prométeme que no te lo vas a quitar», me dijo. Es un collar lindo, de bolitas rojas con negro. Al inicio me parecía incómodo, pero ahora no podría estar sin él.
Eugenia no toca la puerta, pero podemos saber cuando está en la entrada. Es casi como si nos lo dijera al oído. Llegó antes que mi mamá y, al verme, me dio un abrazo tan fuerte que dejé de respirar un poquito, como si muriera por unos segundos. Olía a ropa que no secas al sol combinado con tierra mojada y un rastro de sangre. Nunca me molestó su olor. «Tú también ya hueles diferente», me dijo, y me acomodó mi eleke. Se detuvo un momento antes de entrar a la casa, se me acercó a la oreja y me dijo que ya sabía lo del viejo Quiroga. «No vuelvas a acercarte. Si él te atrapa, ni yo podría ayudarte».
Se sentó en el sillón de dos plazas. Apenas era suficiente para su enorme trasero. Me pidió un té y le llevé también unas galletas María. «Vine a ayudarte con el último paso», dijo después de comerse cinco. Me preguntó si alguien más sabía aparte de mi mamá. Supuse que se refería a lo que hacía en el baño y le dije que no, aunque quería contarle a Tete. «No seas estúpida», interrumpió. «Eso se queda en la familia». «Tenemos que encontrarte algo más grande», dijo. «Las ratas y lagartijas ya no son suficiente».
No me preocupaba el dolor; era fácil acostumbrarse a eso. Tampoco me daba asco la sangre. Lo que no podía imaginarme era lo que pasaría después, hacerlo de forma recurrente. Eugenia dijo que eso se daba de forma natural, pero también tenía que pensar en las consecuencias. Aunque ella me asegura que es fácil disimular. Las personas en este país desaparecen todo el tiempo.
Cenamos las tres en la mesa del comedor unas sobras de chileatole del día anterior. Mientras mi mamá y Eugenia hablaban, yo miraba la ventana. Imaginaba los ojos del viejo Quiroga asomados. La comida estaba buenísima, pero empecé a sentir un asco enorme. Solo pude comer la carne y un poco del caldo. Tete se nos unió un poco más tarde, vino a ver cómo me sentía. No se lleva tan bien con Eugenia, creo que es porque a su abuela no le cae muy bien. Una vez la escuché hablando mal de mi tía. La entiendo, puede dar mucho miedo.
Salimos al patio trasero. Mi mamá compró una mesita y unas sillas para tomar el desayuno ahí. En las noches también es lindo. Tete y yo las usamos mucho cuando no estamos sentadas cada una en su ventana. Esa noche, mientras le contaba de unas semillas que recién habían germinado, creímos ver a Milo en el bosque detrás de los árboles. Parecía que corría de algo y no pudiera ver que estábamos ahí. «Seguro son chaneques», bromeó Tete. La luna estaba redonda, el conejo se veía clarito.
Juntamos más nuestras sillas y las pusimos hacia el bosque; esa noche no había neblina. Mi mamá nos trajo galletas con queso de cabra y una jarra de agua de Jamaica. Tete le contó que la maestra Linda estaba a punto de tener a su bebé. Le sonrió como solía hacerlo; desde hace tiempo la consideraba de la familia. «Cuídense, bonitas», nos dijo y volteó a ver al bosque. Tete se comió todas las galletas con la excusa de mi diarrea. De todas formas, no se me antojaron nada. Empezó a platicarme de sus planes de irse de Xalapa para la secundaria. Tenía ganas de conocer la ciudad, porque se sentía un poco atrapada en un lugar así de pequeño. «Yo creo que no es pequeño», le dije. Nunca, hasta ese momento, me había planteado vivir en otro lado. Ni cuando Milo llegó de la ciudad pensé que podía ser una opción para mí. Me dieron ganas de llorar y lo hice, primero quedito, para no espantar a Tete. Llorábamos juntas muy seguido, casi siempre empezaba yo. Esa noche lo hice solita. «Perdón, pero no creo que nos dejemos de ver, Carmencita», me dijo y me dio un abrazo. Muy pocas veces me decía así. La primera fue cuando mi papá se fue y la segunda cuando tuvo que rescatar a Quim. Sentí su pelo chino en toda la cara, como una telaraña con olor a champú.
Nos separamos con el sonido de la puerta, Eugenia nos miró estirando el cuello hacia arriba y me dijo que fuera con ella. No sabía a dónde, pero le dije que sí. Tete se despidió de las dos. Me dijo que nos veíamos en la escuela.
Caminé con Eugenia hacia el bosque. Le pregunté si mi mamá no vendría con nosotras. Respondió que no era necesario, que no tardaríamos nada. En una mano traía un costal vacío. Preferí no preguntarle para qué era. Esa fue la primera vez que entré al bosque. De espaldas, Eugenia se veía enorme, como si hubiera crecido por lo menos dos metros de altura. Me sentía segura, sabía que no nos pasaría nada en ese lugar ni en ningún otro. Nos habíamos convertido en la amenaza, como si fuéramos lo más temido en ese lugar. «Mira la luna, Carmen, hoy es nuestra».
Los árboles crecían torcidos, uno junto a otro, dejándonos espacio para pasar entre ellos. En la corteza, tenían musgo; algunos, también, hongos. Con el frío, habían perdido la mayoría de las hojas que ahora formaban una alfombra en el suelo. Estas no tronaban cuando las pisabas. El paisaje no cambió mucho hasta que llegamos al pie de un cerro. «Espérame aquí», dijo y empezó a subir. Mientras esperaba, un retortijón me atacó la panza. Era hambre, pero mucho más intensa. Después, olores. Por todas partes, percibía olores: ratones, tejones, tlacuaches, zorrillos y, más allá, sentí el de canela de Tete; el de avellana de Quim; el de su abuela, similar al de un árbol. Pude oler a mi mamá. Llegué a percibir, un poco más lejos, pero no menos claro, el de la maestra Linda.
Una sombra enorme se acercó. Era Eugenia, el costal ahora colgaba de su espalda con un bulto adentro. Vamos, antes de que despierte. De vuelta en mi casa, mi mamá había arreglado la sala. Todas las luces estaban apagadas. Unas velas, acomodadas formando un círculo, y un par de palitos de incienso alumbraban la habitación. Había movido los sillones hacia los extremos del cuarto para que nos sentáramos en el suelo. «¿Lo encontraron?», dijo mi mamá. «Sí, creo que es perfecto», respondió Eugenia. En ese momento todo se sintió natural, aunque no me hubieran explicado de qué se trataba. Era como si mi cuerpo supiera, paso por paso, lo que tenía que hacer. Agarré el costal que ya empezaba a moverse. Metí la otra mano, sentí pelo, mucho pelo. Saqué un gato, se parecía mucho a Rómulo, pero no podía ser él. Lo tomé del cuello, no le gustó. Me paré en el centro del círculo. El gato comenzó a sacudirse, me arañaba con las patas de adelante y empujaba con las de atrás. Me sacó mucha sangre, pero yo no lo solté. Arrojé el cuerpo a un costado, solo necesitaba sus ojos. Dicen que los de gato son los mejores que puedes conseguir.
Eugenia se fue a primera hora del día siguiente, antes de que yo me despertara para desayunar. La sala estaba limpia, sin manchas, con los sillones en su lugar. Mi tía no dejó nota ni nada. Mi mamá tampoco la mencionó. Me ofreció unos huevos. En el momento, no se me antojaron, aunque los retortijones de hambre estaban más intensos que en el bosque. «Qué linda te ves», me dijo mi mamá antes de salir a la escuela. Iba muy tarde y Tete me estaba esperando en la puerta. Ella no dijo nada, solo me miró a los ojos más segundos de los que acostumbraba. Eugenia tenía razón, solo la familia notaría mi cambio. Caminamos en silencio hacia la escuela, me tomó de la mano más de la mitad del camino. Mi hambre no se iba. El salón era un desastre. Todos los niños estaban gritando, aventaban cosas de un lado para otro. La maestra Linda no había llegado. Tete les gritó que se calmaran y Toño le aventó una bola de papel mojado en la cara. «¿Tú, qué, mugre china?» La tomé de la mano antes de que se le fuera encima. Tete enojada era mucho peor que la tía Eugenia. «¡Que se vea, Carmensa!», me gritó cuando nos dimos la vuelta. Escuchamos el golpeteo de unos tacones. Sabíamos lo que significaba. Los niños corrieron a sus lugares para simular que nada había pasado. Toño no tuvo tiempo de regresar, seguro lo mandarían a la dirección. Antes de que la directora entrara al salón, ya había sentido su perfume, de esos que se te dejan el olor de anís y rosas del bosque en la garganta. Traía una sonrisa enorme que se borró cuando entró al salón. Solo la usaba en los pasillos, donde la podían ver las otras maestras. Lo primero que hizo fue mandar a Toño por un reporte; nada más ahí regresó su sonrisa. Después, nos dijo que la profesora Linda acababa de tener a su bebé y no iba a venir hoy, pero les dejó estos ejercicios. Se quedó toda la clase sentada, pegada al celular, mientras nosotras copiábamos capítulos enteros del libro de Civismo.
Fue una clase larguísima. Mi panza sonó como cuatro o cinco veces. Los retortijones fueron horribles. Tenía hambre, pero cualquier alimento me daba asco. «¿Vamos a ver a la maestra Linda?», dijo Tete después de guardar sus cuadernos en la mochila. Creí que era buena idea. Tal vez nos daba algo de comer.
Linda vivía en el centro de Xalapa. Tocamos la campana y una mujer como de su edad atendió la puerta. Le dijimos quiénes éramos y nos dejó entrar con una sonrisa. «Le va a encantar que estén aquí», dijo. El departamento olía a canela con manzana y algo más que no podía identificar. Tenía muchos cuadros en las paredes, también libreros y repisas por todas partes. El suelo era de madera con tapetes bajo las mesas del comedor y de la sala. «Vengan, aquí están las dos», nos dijo. Pasamos por un pasillo y llegamos a la habitación. Linda estaba toda hinchada, creo que estaba feliz. A su lado, la bebé dormía. Ni Tete ni yo la quisimos cargar; ella dijo que le daba miedo una personita de ese tamaño. En ese momento, pude reconocer el olor que se esparcía por todo el departamento. Me dieron tres punzadas en la barriga cuando acerqué la nariz a la cabeza de la bebé. Le dije a Tete que nos fuéramos, que había vuelto mi diarrea.
Esa noche me encerré en mi cuarto desde temprano, le pedí la grabadora roja a mi mamá y puse uno de sus discos. La portada tenía colores y formas psicodélicas. No dejaba de pensar en la bebé y mis calambres en la panza se volvían más fuertes. A las doce de la noche, mi mamá tocó la puerta. «Creo que ya», me dijo. «Si vas por ella ahorita, nadie te va a ver».
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