Skip to content

Antes de que baje la neblina

Cuando Quim y Tete salieron de la casa del viejo Quiroga, se encontraron con Milo y Carmen. Los esperaban en los columpios. El farol del parque alumbraba desde arriba.

–¿Vas a estar bien? –dijo Milo.

Quim no lo volteó a ver. Le agarró la mano, cruzando los dedos con los suyos, como una Venus atrapa moscas. En cualquier otro momento, eso hubiera sido suficiente para que Milo pensara que sí.

–Ya déjalo –dijo Tete y puso el brazo sobre el hombro de Quim. Era su hermano menor y lo conocía bien–. Solo necesita descansar.

Quim se levantó, agarró el brazo de su hermana y se fueron a su casa. Carmen se sentó en el columpio libre, a un lado de Milo. Miraban al suelo y apenas se movían, sin decir una palabra. La noche seguía enfriando. Era por el viento, soplaba suave, como si intentara calmar los nervios después de lo que había pasado.

–Te dije que era mala idea –dijo Carmen–. El viejo Quiroga es peligroso.

Milo se levantó del columpio y se fue.

Pensó que quizás había sido un poco grosero con Carmen, que seguro estaba igual de nerviosa que él. Tal vez se disculparía mañana. Ahora quería estar solo, caminar para sacudirse los nervios, como decía su papá.

Regresó a su casa por los límites del fraccionamiento, donde los patios traseros de las casas colindan con el bosque, apenas separados con cercas de madera de medio metro de alto. El ruido de los insectos y de las aves nocturnas eran susurros que se había acostumbrado a ignorar. Las primeras veces que caminó por ese pasillo fue imposible no acelerar el paso cuando las ramas se movían detrás de él. «Disfruten los ruidos del bosque, corran cuando esté en silencio», dijo la abuela de Quim y de Tete la primera vez que lo invitaron a su casa.

El recuerdo de ese día era de los que lo animaban. Había llegado un poco más tarde de la hora de cenar. Al entrar a la casa de los Cuevas, la abuela estaba en la mesa del comedor, jugando con la cuchara en su sopa fría. «No podía decidir cuál traerte», le dijo a Quim luego de disculparse por la tardanza. «Estos se ven buenos», le respondió tomando tres cómics. La abuela los llamó a la mesa, donde también esperaban Tete y Carmen. «Ya vénganse, tetos», tenemos hambre, les gritaron. De no ser por Quim, Milo nunca se habría juntado con ellas.

–Entonces, mi niño, ¿qué te hizo dejar la ciudad? –le dijo la abuela.

Milo se puso rojo. Antes de que pudiera responder, Quim le dijo a la abuela que no fuera metiche.

–Pues allá tú.

Terminando de cenar los dos subieron al cuarto de Quim. Las paredes estaban cubiertas con posters y fotografías de pájaros, algunas sacadas de internet y otras que él mismo había tomado.

–Luego vamos a pajarear, es bien divertido –le dijo Quim.

–Me gustaría mucho, aunque no sé nada de pájaros.

–Solo tienes que verlos, identificarlos no es importante.

Esa noche se quedó a dormir ahí, la abuela no dejó que regresara solo a su casa. «Pero está a dos minutos», le dijo. «No me importa, mi niño, el bosque es peligroso para los que no conocen, y cuando está así de silencioso, hay cosas que te llaman y luego no te dejan salir».

Lo bueno fue que Quim le dijo que podía dormir en su cuarto, que le enseñara uno de esos programas japoneses. Se llaman anime, le respondió. Hicieron palomitas, se sirvieron refresco de manzana y subieron al cuarto. La cama era pequeña, pero ellos también. De todas formas, no les importaba estar pegados. Cuando apagaron la computadora y se quedaron a oscuras, miraron el techo. Tenía unas pegatinas fosforescentes en forma de estrellas y cometas. «Un día hagamos esto afuera», dijo Quim. Él conocía un lugar muy bueno. Nada más tenían que entrar al bosque. Milo le respondió que prefería no hacerlo, que entrar al bosque le daba miedo. «Seguro en la ciudad hay cosas peores», dijo Quim. Milo le habló de cuando asaltaron a Vic y llegó todo golpeado.

–¿Vic? –preguntó Quim.

–Sí, así le digo a mi papá.

Estaban debajo de las cobijas y sus pies se tocaban; no se apoyaban en el otro, era un contacto de reconocimiento.

–Pero no se fueron por eso, ¿verdad? –preguntó Quim.

Milo le dijo que no. Se puso de lado, mirando a Quim, que hizo lo mismo. Ahora chocaban sus rodillas lampiñas.

–Fue por algo que hice en la escuela –dijo.

Se quedaron los dos en silencio unos segundos.

–Seguro se lo merecía –respondió Quim.

Más o menos recuerda que se quedaron dormidos después de eso.

Hacía un año que, por norma, en cada vivienda tenían que poner alumbrado en la parte de atrás, la que daba al bosque. Fue después de las desapariciones. Su papá solo accedió a poner un foco con sensor de movimiento. De otro modo, era un gasto innecesario de luz. Milo estaba de acuerdo. Por otro lado, no servía de mucho cuando la neblina estaba en su punto más denso, más bajo.

Lo único bueno de ya no vivir en la ciudad, además de conocer a Quim, era que en Xalapa podía ver las estrellas. Al llegar a su casa, sacudió las manos para activar el sensor. Se sentó debajo del foco, en la silla que su papá había comprado en Acapulco, y contó hasta diez, lo que tardaba en apagarse la luz. No podía dejar de pensar en Quim, en el gesto de su mano. Hubiera querido acompañarlo a su casa, dejarlo en su cama hasta que se quedara dormido. Aunque eso podía verse raro, a estas alturas ya le daba igual. Sabía que, después de lo que había pasado en la casa del viejo Quiroga, esta podía ser su última noche en ese patio de neblina.

La puerta trasera de su casa se abrió, el foco se encendió casi al mismo tiempo.

–Milo, ¿qué haces ahí afuera?

–Vic, solo estaba… –dijo tapándose la panza con la mano.

–Mira la hora. Métete.

Esperó a que su papá entrara a la casa. No estaba seguro de poder mentirle en ese momento.

–Voy.

No se había visto la herida desde que le dieron la playera para reponer la que le habían cortado. Se dio la vuelta, de nuevo hacia el bosque. Se subió la playera y vio la línea roja que le separaba la piel. Era un corte limpio, poco profundo, como si hubieran utilizado la punta de un bisturí. Pensó en las ranas del laboratorio de biología, abiertas de la barriga con las patas clavadas a la mesa. La sangre había empezado a secarse y la luz del foco no era buena, pero alcanzó a ver restos de tierra y pelusas. Tenía que limpiarla. Pasaron los diez segundos sin movimiento, se quedó a oscuras. Sintió frío en la columna, luego en las costillas, llegó hasta los brazos y terminó por subir hacia su cuello. No era la herida ni la sangre, tampoco era la imagen del viejo Quiroga sujetando a Quim de la cabeza. Era el bosque, hundido en silencio. Pudo ver unos ojos brillantes que se asomaban entre los árboles y la neblina, y una nube de respiración caliente. Nunca había visto unos así. Parecían felinos, aunque también podían pasar por humanos. Se entregó a esa mirada devoradora, disfrutó su parálisis. Caminó directo hacia ella, cada segundo más oscuro, más frío. ¿Qué importaba si no salía del bosque? Había arruinado su vida en la cuidad y, después de esta noche, seguro que la que tenía en Xalapa también. El silencio era total. Milo caminaba. Sus pies empujaban la neblina. Los ojos se adentraban en el bosque, parpadeaban despacio, como una invitación. Milo se saltó la barda, con la cabeza hacia adelante para no perder de vista esa mirada. Podía sentir la respiración caliente en todo su cuerpo; lo jalaba hacia esos ojos.

–¿Qué estás haciendo?

Sintió la mano de su papá en su hombro.

–¿Vic? Perdón. Solo estaba… Ya voy.

En la puerta de entrada, volteó hacia atrás. Trató de encontrar el par de ojos, pero la neblina ya era demasiado densa.

Esa noche se quedó mirando por la ventana. Los árboles de vez en cuando se movían y tomaban forma de lobo, de oso, de hombre, uno enorme, demasiado atractivo para imaginarlo completo. Después, solo figuras sin sentido. Quiso bajar más de una vez cuando veía la pequeña nube de respiración que siempre coincidía con intervalos de silencio en el bosque.

Para dormir, fue mejor cerrar la ventana. Tuvo un sueño y, en la mañana, hizo un esfuerzo para recordarlo. No era el primero que tenía de ese tipo. Se cambió de calzones y salió de su cuarto. Era sábado, lo que significaba que su padre estaría para el desayuno.

–¿Qué vas a querer, Vic? –le dijo al bulto acurrucado entre las sábanas. No hubo respuesta.

Su papá bajó a la cocina veinte minutos después. Milo lo esperaba con dos platos de Nesquik. Él ya iba en su segunda porción.

–¿Es para mí? –dijo Víctor quitándose sus mechones de pelo y lagañas de la cara.

–Sí, no le puse la leche para que no se te hiciera aguado.

No quería contarle lo del viejo Quiroga, mucho menos lo que había visto en la neblina. Víctor jaló la silla para sentarse y logró acomodarse en una mesa que, junto a él, parecía que estaba hecha para niños.

–¿Qué hicieron anoche? –dijo Víctor.

–Estuvimos platicando –respondió Milo. Las imágenes de la casa del viejo Quiroga se le vinieron a la mente y una punzada le recorrió la panza. Lo mejor era alejarse un tiempo. Darse espacio para pensar bien las cosas.

–Ya no llegues tan tarde. Acuérdate de las hermanas de la casa 23.

–Oye, pensé en lo que me dijiste el otro día –tomó su plato de cereal con las dos manos y bebió la leche pintada de chocolate que quedaba–, y sí quiero pasar las vacaciones con mi mamá.

Víctor, aunque le había enseñado a su hijo a no ocultar lo que sentía, apretó la barriga. Se separaría de Milo por primera vez desde que nació y, lo peor, se iría con ella. «Solo son dos semanas, pasan rápido», pensó. Le tembló un poco la garganta y no dijo nada.

–¿Vic?

–Te llevo el lunes. Va a haber menos tráfico en la carretera.

Víctor se quedó solo en la cocina.

Milo salió del baño con el pelo mojado y la toalla en la cintura. Desde chiquito le gustaba imitar a su papá con eso. El vapor lo hizo pensar en la noche anterior, en esos ojos. Volvió a sentir el escalofrío. Era placentero, como hormigas en los muslos. Hubiera entrado más al bosque para verlos de cerca. Al llegar a su cuarto, vio que alguien había cerrado la puerta. Dio dos golpes con los nudillos, como si fuera un invitado.

–¿Qué haces aquí? –dijo Milo después de una minúscula arritmia.

–Tu papá dijo que podía subir –respondió Quim.

Milo se acercó a él, las gotas de agua caían en los zapatos de Quim.

–¿Cómo sigues? –dijo tapándose la panza con la mano.

Quería que platicáramos.

Quim dio un paso hacia atrás y caminó hacia el escritorio de la habitación. Traía un poco de maquillaje para ocultar el moretón que tenía en la cara. Por suerte, lo peor estaba en su espalda y se cubría con la playera. Se detuvo a ver la colección de cómics. En realidad, eran puros mangas. Milo ya le había explicado cuál era la diferencia, pero decir cómic era más fácil. Sacó uno y se puso a ver la portada. Le dijo que no había traído los otros que le había prestado.

–Llévate ese, luego me los das –le dijo Milo.

–Me da miedo la portada.

–No manches, no da nada de miedo. Después vas a querer un shinigami.

Quim tomó el manga y le acarició la panza a Milo, donde tenía la herida.

Gracias. ¿Te parece vernos mañana a las cuatro?

Quim bajó solo. En las escaleras, se cruzó con el papá de Milo.

–Hasta luego, señor.

–Dime Víctor.

El papá llegó al cuarto de Milo. Había repasado por lo menos diez veces la escena en su cabeza para encontrar la mejor forma de despedirse de su hijo.

–¿Hacemos algo? –dijo Víctor asomado en la puerta.

–¿Mi maleta?

–Lo que quieras.

De nuevo, disimuló que no le importaba. Víctor pensó que igual podía ser un momento lindo, de esos en los que hablas del pasado o de tiempos más divertidos mientras doblas calzones, sacas ropa y recuerdos. Hicieron la maleta en silencio. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar. Milo solo pensaba en Quim. En no volver a lastimarlo y en los ojos entre la neblina. Víctor intentaba, aunque no lo lograba, sacar la idea de que su ex, al fin, se iba a quedar con su hijo.

–Te voy a extrañar, ¿lo sabes?

–Vic, igual yo, pero son dos semanas nomás.

Había mucho que decir y, como siempre, se les ocurrió tan tarde que no lo dijeron. Quisieron pasar el día juntos: Milo lo propuso y Víctor le respondió preguntándole de qué quería la pizza. Cerraron la computadora cuando dieron las once de la noche. A veces hasta ellos se podían cansar de la sangre y los gritos en japonés. «Espero que ya saquen lo que falta», dijo. «Ya sé, Vic, ese titán mono gigante está cañón». Milo se levantó de la cama de su papá y vio su celular. Tenía un mensaje de Quim: «Lleva un suéter :)». Respondió que sí, que lo veía mañana.

Milo entró a su cuarto y le pareció que era de alguien más. Las paredes tenían posters de Yoh Asakura, y la réplica de Colmillo de Acero brillaba con el foco. No podía llevarse nada de eso si planeaba quedarse para siempre en la ciudad. Vic se daría cuenta. Vio su colección de manga en el escritorio. «Préstale a Quim los que quiera», le dijo a su papá, después de que había insistido en empacarle su almohada. Pensaba que era importante llevarla, como si fuera un cepillo de dientes.

Apagó la luz y encendió su lámpara. Subió a la cama, puso sus rodillas en el colchón y se asomó por la ventana. Aún no había tanta neblina. Se quedó ahí, recargado, esperando a que los ojos aparecieran en los árboles. Sabía que estaban ocultos, sentía que lo llamaban, él quería responder. Entre vistazos hacia afuera y la lectura de Naruto Shippuden le dieron las dos de la mañana. Esa noche, el bosque estaba lleno de ruido. Los ojos no aparecieron.

Era su último día en Xalapa. Dieron las cuatro y media de la tarde. Milo se había bañado por segunda vez y se cambió diferentes playeras negras, ninguna con estampado. Se decidió por la más vieja. Le daba un estilo descuidado, como si no se hubiera esforzado en elegirla. Al cuarto para las cinco recibió un mensaje de Quim: «Te veo directo en el parque :)».

Lo vio de lejos, Quim traía una playera amarilla. Se saludaron con una seña de amor y paz.

–Tienes razón, ahora ya quiero un shinigami –le dijo Quim.

Milo se preguntó si un dios de la muerte era lo que él también necesitaba. Caminaron por los patios traseros de las casas. En la número 23, Quim giró hacia el bosque. Aún había luz, bajaba de las copas de los árboles como hilos de telaraña. El camino de ida le pareció larguísimo, monótono. Se sorprendió de sentir tanto miedo. Llegaron a un poste de metal. Más bien parecía una columna; tenía una escalera incorporada.

–Era de una estación de biología. Aquí venían a observar pájaros –dijo Quim y empezó a subir. Milo fue detrás de él. Llegaron hasta arriba del mirador.

 –¿Desde cuándo te gustan los pájaros? –dijo Milo, asomando la cabeza al vacío.

 –A mi mamá le gustaban un buen –respondió y le puso la mano en el hombro, como si pensara que se iba a caer de cabeza. Milo se hizo para atrás y se quedó viendo la mano de Quim.

No sabía que salían tantos a esta hora.

–Sí, es cuando vuelven a sus guaridas.

Le preguntó si no se quería sentar, aún faltaba para que se fuera la luz. 

–En la ciudad solo hay palomas y ratas.

–Estas son golondrinas, los de allá son los halcones. Si te fijas, puedes ver que las están cazando.

Las piernas les colgaban en la orilla. Casi no las movían, echaban la espalda hacia atrás y se apoyaban con los brazos en el piso de lámina. De nuevo, ahora con las manos, apenas se tocaban para reconocerse.

–¿Vienes mucho acá arriba?

–Más o menos. Cuando los extraño.

–Yo no extraño a mi mamá.

Quim movió su mano para cortar el contacto, como una reacción de defensa.

–¿Y eso?

–Tendrías que conocerla.

–Yo casi no conocí a la mía. Igual la extraño.

Milo cambió de postura, se encorvó hacia adelante, recargó sus codos en los muslos y apoyó la barbilla en sus manos.

–¿Ella te enseñó este lugar?

–Fue mi abuela. Nos traía a mí y a Tete, pero ahora vengo solo. Dice que aquí se la pasaban mis papás cuando eran jóvenes.

El viento les pegó, pero el mirador apenas se mecía. Lo suficiente para que Milo recogiera las piernas y se alejara de la orilla. Quim hizo lo mismo, le dijo que no pasaba nada, que eso no se iba a caer. Milo soltó una sonrisa, ahora fue más clara la arritmia. Se quedaron sentados, uno frente al otro, cada uno con las piernas cruzadas.

–Adivina qué –dijo Milo–, vi algo en el bosque.

Milo le contó de los ojos en la neblina, de la nube de respiración. Que hubiera querido seguirlos. Quim no dijo nada. Le había cambiado la cara. El sol se ponía detrás de las montañas y una franja casi rosada salía de las cumbres. Milo trataba de no estar nervioso por las alturas. Ese mirador parecía estar a punto de desmoronarse, el óxido caía como costras. La torre se elevaba unos veinte metros del suelo. Se sintió como Kamisama, con la capacidad de verlo todo.

–¿Nos vamos? –dijo Quim.

Primero bajó Quim. Detrás de él, Milo se aferraba a la escalera oxidada. La luz del atardecer desapareció bajo la copa de los árboles. Por fin, puso los pies en el suelo. Nunca había estado tan adentro del bosque a esa hora.

–A mí no me das miedo, ¿sabes?

–¿Miedo?

–Sí, por eso que hiciste en tu otra escuela.

–Gracias.

–Hay días en que me gustaría hacerles lo mismo a algunas personas, creo.

La neblina comenzó a bajar. El camino estaba marcado por una vereda apenas sugerida de la cual se bifurcaban docenas de caminos. «¿Adónde llevarían?», pensó Milo. Los troncos de los árboles parecían estar en movimiento: flacos, torcidos, ahora borrosos en la oscuridad. Por suerte, aceptó el suéter de Quim, aunque le quedaba largo de las mangas. De tan cerca, se veía alto para su edad. Tal vez el pelo esponjado y su cuello largo le ayudaban. Mientras caminaban, sus manos jugaban a no tocarse, como imanes puestos al revés. Milo fue el que se arriesgó y lo tomó del dedo índice. Quim completó el movimiento.

–No quiero decirle a nadie lo del viejo Quiroga –le dijo Quim.

Milo quiso detenerse, decirle que no lo volvería a ver, que se quedaría con su mamá en la ciudad, que le había mentido a Víctor para que no se opusiera. Y darle un abrazo, acomodar la cabeza en su cuello y mojarle un poco los hombros. Tal vez le diría que lo iba a extrañar.

–Tampoco yo.

Llegaron a la parte trasera de la casa de Milo. El foco se encendió. Soltaron las manos. Milo miraba al suelo. El suéter de Quim era suave. Empezó a quitárselo, pero Quim lo detuvo. Entendió que podía quedárselo.

–¿No vas a entrar? –le dijo Quim.

–No, quiero quedarme aquí un ratito.

–El bosque está muy callado.

–Ya no me da miedo el bosque –respondió Milo.

–Pero…

–No me da miedo.

–Me está gustando mucho el cómic –dijo Quim queriendo acercarse.

–Quédatelo, es tu segundo regalo de cumple –respondió y dio un paso hacia atrás.

–Cómo crees, ya casi lo termino, te lo doy mañana.

–Mañana no creo que pueda verte.

–¿El martes?

–Puede ser el martes –dijo y fingió una sonrisa.

Milo se dio la vuelta y se sentó en la silla de Acapulco.

–Gracias por acompañarme –le dijo después de echar la cabeza para atrás. No se cansaba de ver ese cielo estrellado. De sentir el ruido de los árboles, con esa frecuencia que vibraba en su piel.

Quim se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Sintió sus labios resecos, muy cerca de la boca. De nuevo, otra arritmia, para nada minúscula. Cerró los ojos. Cuando se calmó, los volvió a abrir. El foco se había apagado. Estaba solo, frente al bosque de neblina. Las cigarras empezaron a callarse, las aves dejaron de hacer ruido. Una figura se dibujó entre la neblina, con forma de lobo, de oso, tal vez de un hombre, muy grande, demasiado atractivo para imaginarlo completo, luego, solo figuras sin sentido. Se levantó de su silla y empezó a caminar. El bosque se había quedado en silencio.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando, está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra Política de cookies. ACEPTAR

Aviso de cookies