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Palitos de pan

Para Pinpin, quien muchas veces me salvó de casas y agujeros

Tete sabe que debe entrar por la ventana que da a la sala. Puede que la mochila sea muy grande y le cueste trabajo pasar, pero el sillón, con agujeros y el forro rasgado, le servirá para amortiguar la caída.

Antes de abrir la manija, puede oler el Vick Vaporub. Milo le había hablado de eso: «Se te queda pegado en la nariz. Lo usa para cubrir el resto de los olores de la casa».

La mochila se mueve demasiado. Siente uñas a través de la tela. «Una vez que entres, date prisa, no pasará mucho para que el viejo note esa corriente de aire fresco. La jaula está del lado derecho de la chimenea».

«Rápido», piensa Tete, «entra rápido». La imagen de Milo con el hilo de sangre en la barriga regresa a su cabeza. Ya no quiere verla, sigue siendo demasiado. ¿Cómo le hizo eso?, ¿fue solo con las uñas? «Olvídalo», piensa, «Quim te espera». Pone la mano en el cristal, la mochila es muy pesada y no deja de moverse. Respira hondo y se asoma al interior de la casa. Milo tenía razón: no se ve nada.

 

Esa mañana, Tete había despertado de mal humor por el dedo meñique con saliva que Quim le había metido en la oreja.

–Hermana, ya despiértate.

Con trabajo, abrió los ojos. Sus chinos eran un desastre. «Hagas lo que hagas, mijita, tu pelo se ve precioso», le decía su abuela. Vio a Quim. Estaba vestido con sus pants azules y la playera con la cara de Pikachú que le había regalado después de tirarle su último diente de leche con una pelota. Quería golpearlo por haberla despertado así. Esta vez lo perdonaría, solo por ser su cumpleaños.

–Te veo afuera –le dijo y salió corriendo de la habitación.

Llegó el turno de Rómulo para darle los buenos días. Se deslizó al interior del cuarto con sus pisadas de fantasma y dio un brinco hasta su cama. Caminó hacia ella como si pudiera congelar el tiempo y, sin quitarle los ojos de encima, se acomodó en su cuello y comenzó a ronronear.

Aun con el viento frío, el sol les calentaba el cuerpo. Acomodó a Rómulo en sus piernas y miró por la ventana sobre su cama. La casa de Milo quedaba frente a la suya; esa mañana estaba desayunando solo. Tete sacó la cabeza y miró a la derecha. La ventana de Carmen estaba abierta y su habitación vacía. Solían tener pláticas nocturnas, cada una sentada en el marco de sus ventanas. A Rómulo también le gustaba participar; él se tendía en las piernas de Tete a escuchar la conversación y a recibir un masaje detrás de las orejas.

Tete miró hacia los columpios. Apenas se balanceaban. Era como si solo el viento los empujara. Frente a ellos, después del césped de la zona de juegos, cruzando una pequeña calle adoquinada, bajo la sombra del árbol más alto del lugar, estaba la casa del viejo Quiroga.

 

–¿Qué crees que haga todo el día ahí adentro? –le preguntó Quim a Milo esa mañana mientras esperaban a las dos niñas.

–Ni idea. Pero mi papá una vez entró a su casa –respondió Milo.

–¿Te dijo cómo era?

–Solo que era muy oscura y que…

–¿Quién soy? –gritó Tete desde atrás.

–¡Ya, déjame! –dijo Quim quitándose las manos huesudas de Tete de los ojos–. Llegan tarde.

Tete vio que su hermano traía una pulsera puesta. Seguro se la había dado Milo por su cumpleaños. Quiso hacer un comentario, pero prefirió evitar el tema de los regalos.

–No me digas que tu papá te contó lo de los animales –dijo Tete.

–¡Felicidades! –dijo Carmen cuando apareció. Le dio una bolsa de papel con una bufanda roja adentro. Era de la buena suerte–. ¿Qué decían de los animales?

Tete tomó de un extremo la bufanda y dijo que estaba sucia. Después abrazó a su hermano y le desacomodó el pelo.

–Feliz cumpleaños, enano.

Le molestaba ser la única que no le daba regalo. Sí quiso comprarle algo, pero se había gastado lo que ahorraba de sus domingos en una cama nueva para Rómulo. Además, él solo le regalaba fotos o dibujos de pájaros.

–¿Qué de los animales? –repitió Carmen.

–También te compramos un pastel –dijo Milo.

–¿De tres leches? –respondió Quim con una sonrisa enorme.

–Obvio.

«Por qué dijo compramos», pensó Tete. No tenía que incluirla. Si quería darle un pastel a su hermano, que lo hiciera. Apretó los puños. Vio a Quim y a Milo, sonrientes por la idea de compartir un asqueroso pastel de tres leches. Ni siquiera era su favorito. Sí le gustaba, pero Quim prefería el pastel de frutas. 

–¡Que qué pasa con los animales!

–Nada, les saca las tripas y los diseca –dijo Tete mirando hacia arriba.

–¿Les saca las tripas? –interrumpió Carmen.

–¿De veras le creíste? –añadió Tete.

Vio que a Milo le cambió la cara. Era la misma que hizo cuando la maestra le puso cinco después de trabarse en una presentación frente a toda la clase.

–Tu papá es medio mentiroso, ¿no? –continuó.

Milo se escondió detrás de su pelo largo. Solo se asomaban sus fosas nasales, abiertas como las de un cochino.

–Y tú, enano, ¿cómo le crees todo a este?

Sintió la mirada de los dos niños sentados en el columpio. Tete inflaba más el pecho con cada palabra que les decía.

–Yo los vi –dijo Quim, defendiendo a Milo.

–Ajá. Demuéstrenlo –dijo Tete cruzada de brazos.

Milo quería gritarle, agarrarla de los chinos y sacudirla hasta que le pidiera perdón. Quim, poniéndole la mano en el hombro y susurrándole un «yo te creo» muy cerca del oído, lo tranquilizó. Nunca se había puesto en contra de su hermana.

Tete se sorprendió cuando Quim se levantó del columpio luego de que Milo lo hiciera. No estaba segura de lo que podría pasar allá adentro, pero si iban los dos, seguro que estarían bien. Un buen susto, a lo mucho. Y, después, pastel de tres leches.

 

Esa casa era un retrato del cual mantenían una distancia segura a pesar de su cercanía. Tenían historias de ella desde que se conocieron. Las escenas que habían visto y las que se habían inventado se mezclaban en leyendas que les servían de advertencia: cadáveres de animales, sombras en las ventanas, una jaula gigante con huesos. Hubo temporadas en las que la olvidaban por completo y, de un día a otro, regresaba a ellos como un olor oculto bajo el suelo.

El viejo Quiroga había llegado a ese fraccionamiento mucho antes que ellos nacieran. La primera familia en instalarse en ese lugar fue la de Carmen. Su mamá creía que la casa del viejo estaba abandonada, una noche, vio a una persona que, más que caminar, arrastraba las piernas con ayuda de un bastón. Mencionó que jalaba con trabajo un costal, aunque ahora piensa que esa parte la imaginó. A la mañana siguiente, le dijo a su hija que se alejara de ese terreno. Carmen ni se planteaba la idea de tocar la puerta principal. No se los había dicho, pero, cuando era más chica, soñaba que el viejo Quiroga entraba a su cuarto con su costal y, antes de atraparla, le sonreía con las encías.

Irían esa misma noche. Debían ser rápidos para que nadie se diera cuenta. Entrarían por la ventana cuando dieran las once, a esa hora el viejo seguro estaría dormido. Tete les dijo, para asustarlos más, que los esperarían en los columpios, por si algo malo ocurría. «No vale la pena», les decía Carmen mientras se pasaba las uñas por los labios. «No tienen que demostrar nada», aunque era consciente de que perdía el tiempo. Con su mamá había aprendido a reconocer cuando alguien ya no la estaba escuchando. Tete se había sentado en el columpio. Retorcía algunos de sus chinos con el dedo índice y, para ocultar su preocupación, soltaba chistes sobre cómo los encerrarían igual que a Pinocho en la jaula.

–Y les va a comer los dedos, como si fueran palitos de pan.

–No es chistoso –decía Quim.

Tete volteaba los ojos y seguía con sus chinos. También había soñado varias veces con el viejo Quiroga. Recordaba que su mamá lo usaba para reemplazar al Coco, al que nunca le había tenido miedo. En cambio, el viejo se le aparecía como un encapuchado, delante de su cama, y nunca podía verle la cara. «Duérmete o va a venir el viejo Quiroga y te va a comer los dedos. Le encantan las niñas con chinos», le decía.

Quim y Milo caminaron en silencio hacia la reja de madera que rodeaba el jardín de la entrada. Algunos de los tablones estaban rotos, parecían púas de protección. La puertecita estaba cerrada, pero era fácil saltarla. Primero Milo. Atrás de él, Quim. Usaron un camino de hexágonos de piedra para cruzar lo que era un jardín. Ahora, la tierra y algunas malas hierbas se extendían en esa área. El pórtico era de concreto y solo tenía dos macetas con plantas secas.

Milo se quedó frente a la puerta; creyó que alguien en el interior lo estaba llamando. En lugar de correr o responder, se quedó quieto, como si esa voz lo enganchara de los pies. «Por acá», dijo Quim señalando una ventana. Milo sintió su olor, medio agrio, medio dulce, que, por algún motivo, lo ayudó a moverse. «Está abierta», le susurró Quim jalando la manija hacia afuera. Un olor a Vick Vaporub se escapó desde el interior de la casa.

La temperatura estaba bajando y Tete le prestó su suéter a Carmen, que era más friolenta. Se podía ver las estrellas detrás de unas manchas de nube que avanzaban con las corrientes de aire. «Hace mucho que no estábamos a esta hora en los columpios, ¿cierto?», dijo Carmen. Sí, lo era, pero Tete no podía pensar en eso. «¿Crees que les pase algo?», le preguntó. Carmen contestó que seguro sí. Tete se dio cuenta de que mentía. No volvieron a hablar en unos minutos. El viento pareció golpear de nuevo los columpios.

Alguien salió por la puerta principal que se abrió como un estallido.

–Son ellos –dijo Tete después de dar un brinco desde el columpio.

Estaba tapado por una sombra que parecía más oscura que las que lo rodeaban. Caminaba en automático. Cuando pasó por debajo del farol, pudieron ver quién era. Se podían distinguir sus ojos blancos y brillantes desde los columpios. Las dos corrieron hacia él. Tenía la playera rajada a lo largo y un camino de sangre escurría por su torso. Milo se tambaleó cuando llegó al pasto donde estaban los juegos y cayó al suelo. Tete volteó a ver la puerta, ya estaba cerrada.

La dos rodearon a Milo. Estaba tendido boca arriba con los ojos abiertos y no parpadeaba.

–¿Dónde está Quim? –dijo Tete–. ¿Dónde está mi hermano?

–No te escucha –dijo Carmen.

–¡Mi hermano!, ¿dónde está? –Tete sacudía a Milo de los hombros.

–¡Tete, lo estás lastimando!

Tomaron a Milo de los hombros y entre las dos lo llevaron hasta su casa. Era viernes y su padre tardaría unas horas en llegar. Lo recostaron en un sillón. La herida se extendía desde su pezón hasta el ombligo. No parecía profunda. Le pusieron un trapo húmedo en la frente y poco a poco, Milo despertó.

–¿Qué pasó? –dijo Tete–. ¿Dónde está mi hermano?

Carmen no hablaba. Veía la herida en la panza de Milo.

–Se lo quedó el viejo –dijo él sin incorporarse.

 

Ya hace más frío. Tete sigue con la mano en la ventana. Tiene que intentarlo. No puede dejar ahí a Quim. Si lo que Milo dice es cierto, no le queda mucho tiempo. Su historia suena como un mal montaje de película de terror. Escenas cortadas con mucho movimiento, sin luz y ese olor a Vick Vaporub. «Ya sabía que íbamos a entrar, nos estaba esperando». Y luego, las heridas. No dijo cómo se las había hecho, solo hablaba de cuánto le dolieron. «Lo tomó y lo arrojó a la jaula. Por eso me dejó ir; tiene que tomar algo de ti». Si el viejo la atrapa, ella lleva la ofrenda perfecta.

Toma la agarradera y la jala hacia atrás. Siente una succión que la lleva dentro de la casa. Primero la cabeza, el torso, luego pasa una pierna por el marco de la ventana. Luego la otra, la mochila cabe sin problema. Sus ojos tardan en acostumbrarse a la oscuridad y, aun cuando lo hacen, no le sirven para abrirse camino en ese lugar. Milo le había dicho que no lo hiciera y aun así enciende la lámpara.

Con la luz, la casa toma forma, una que no puede identificar. En las paredes hay libreros que llegan hasta el techo. En lugar de libros, decenas de figuras adornan las repisas, como juguetes con ojos de canica.

–¡Quim! –susurra Tete.

No hay respuesta, solo silencio. Apunta a las figuras con la linterna y brillan los colmillos de pequeños mamíferos con los hocicos abiertos, gritándole que salga de ese lugar. No hace caso. Ilumina el techo, busca en los rincones de esa enorme sala de cubierta roja hasta que la luz se cruza con una jaula en el techo. La bufanda sucia cuelga de los barrotes.

–¿Tete? –dice Quim desde las alturas.

Suena una puerta en el piso de arriba. Y luego, tres palos arrastrándose. No hay tiempo para ser discreta. Se acerca a la jaula. Su mochila no deja de moverse. Detrás de los rasguños en la tela, se escuchan los pasos, cada vez más cerca, como garfios en el piso de madera. Tete brinca hacia la mano de su hermano que cuelga de la jaula, él también trata de alcanzarla.

–Tete, ya viene.

No alcanza ni la jaula ni la mano de su hermano; necesita una plataforma. Los pasos son más fuertes. Alumbra a su alrededor y con todas sus fuerzas empuja un sillón de la sala, con las piernas, con la espalda, con lo que el miedo le pone a su disposición. Trepa al sillón y ve a Quim. Parece que lleva meses ahí encerrado. Ve una cerradura con un candado. Es imposible abrirla. Detrás, el cuerpo de su hermano está repleto de moretones y cortadas. Prefiere no mirar si todavía tiene dedos.

–Sácame de aquí –le dice mientras trata de agarrarla.

Quim llora y sacude los barrotes. El viejo está cerca, ambos lo saben. Escuchan sus pasos, su respiración agotada. La luz se prende. Tete voltea y a sus espaldas el viejo Quiroga la mira sin parpadear, como si no pudiera cerrar los ojos. Simula una sonrisa. Aún encorvado se ve enorme, con la cabeza echada hacia adelante, el pelo gris en la cara haciendo una sombra sobre su rostro; solo sobresale su mandíbula. Tete baja despacio del sillón. Sabe que no podrá huir. Tete da un paso hacia él. No quiere verlo a los ojos. El viejo también se acerca, apenas unos centímetros de aire los separan. El olor a Vick Vaporub es más intenso, pero también puede identificar los otros olores que quería ocultar. Salen de su cuerpo como si los sudara. Tete aguanta la respiración, prefiere olvidarlos. El viejo la mira desde arriba y luego a la mochila que ella trae, que se mueve más que nunca. Estira la mano. Tete por primera vez ve sus uñas. No son tan largas, pero debajo de ellas se ve la tierra acumulada. Ella lo piensa, vuelve a acercar la mochila a su pecho. Con eso, deja de moverse tanto. Pero los ojos del viejo se abren aún más, empieza a levantar los labios y a mostrar las encías. Tiene un diente, puntiagudo, como colmillo. Tete mira a Quim, quien, asomado desde los barrotes, no deja de llorar. Ella vuelve a ofrecerle la mochila. Y antes de que pueda arrepentirse, el viejo se la arrebata. Tete cierra los ojos, no puede ver eso. Se tapa la cara con ambas manos y espera. El sonido de la caída de una llave en el piso la hace reaccionar. Quita las manos de su rostro. El viejo se ha ido.

Tete sigue hablando todas las noches con Carmen en el marco de su ventana. A veces, cuando lo extraña mucho, se pone una almohada en las piernas. Después, mira de reojo la casa del viejo Quiroga. Las luces siempre están apagadas. Ha querido asomarse por la ventana y buscar la enorme jaula, pero todavía no soporta el olor a Vick Vaporub.

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