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Milo no volvió. Como las hermanas de la 23. La abuela decía que él no mataba de inmediato: «Los tiene pa’ alimentarse, así, de a pedacitos». Muchas veces le pedí que me ayudara a rescatarlo. Creía que solo ella era capaz de hacerlo. Decía que no, que con el Dzulum no se metía, que buscara ayuda en otro lado. Imaginaba a Milo en una cueva, bien adentro en el bosque, esas de donde salen golondrinas y murciélagos. Esperando, por su propia voluntad, a que se lo comieran, una mordida a la vez. La policía no iba a hacer nada, ni aunque quisieran. Como cuando vinieron por las de la 23. Nomás un chorro de preguntas sin sentido durante horas. Saben que no las puedes responder. Es nomás para que dejes de fregar, de quitarles el tiempo. Prefieren archivar el caso junto a los otros desaparecidos. Así ya no se meten en pedos. Y la culpa, de nuevo, fue de la víctima. Mejor, a la próxima, dígale a sus hijas que no salgan a esas horas.

 

Cuando regresé de pajarear con Milo, la abuela me estaba esperando en la puerta de mi casa. Me preguntó si todo había salido bien. Le dije que sí, que habíamos ido al…

–¿Pero él está bien? –interrumpió–. El bosque ha estado muy callado.

–¿Regresaron? –le pregunté. Me dijo que fuera por mi ojo de venado.

Entré rápido a la casa. Estaba a oscuras. Puse la mano en el barandal, pero mis piernas no se movían. Las siluetas se me venían a la cabeza, las risas en coro. De esa última vez que los vi en la cocina. También era de noche, creo que iba por un vaso de leche. «Cálmate», pensé y sacudí la cabeza, eso ya fue hace mucho.

«Tienen algo pendiente contigo, mijito», me dijo la abuela esa vez que me encontró llorando en la cocina. Que solo había sido una advertencia. Durante las noches más largas del año, me llenaba de amuletos. Había semanas en las que me colgaba collares con ámbar, coral rojo y azabache para sentirme tranquilo. También, cuando los sentíamos más cerca, me ponía una pulsera con una semilla de ojo de venado, y, en mi puerta, colgaba una cruz de palma. Y cuando la cosa estaba más fea, la abuela me obligaba a dormir con ella. «Es mejor que no te pesquen solito», me decía. «Hay noches en las que toda la ponzoña sale del bosque».

La mano se me había trabado en el barandal. Le grité a Tete y ella salió de su cuarto.

–¿Todo bien, enano? –dijo y prendió la luz.

Le respondí que sí, que solo no podía ver. Su voz me ayudó a quitarme el miedo. Como las veces en las que nos dejaban solos en la casa. Ella me abrazaba y me hablaba al oído hasta que llegaba mi abuela.

Carmen también se asomó del cuarto. Era noche de pijamada. Me dijeron que viéramos algo y que les contara el chisme con Milo. Nunca me invitaban a estar con ellas. Creo que Tete se sentía culpable por lo que me pasó con el viejo.

–Va, nomás voy por una cosa a mi cuarto –les dije.

Ellas dos bajaron por palomitas.

Abrí un poco la puerta. Metí solo la mano para prender la luz. Mi abuela tenía razón. Habían regresado. El cuarto seguía como lo había dejado, pero el suelo estaba lleno de huellas blancas. Eran iguales que las de hace años. Docenas de pisadas de niños. Se me cerró la garganta. Traté de calmarme, concentrarme en mi respiración. Hice lo posible por bloquear las imágenes que me venían a la cabeza, de aquella noche en la cocina. Todo empezaba con las huellas. Respira. Fui a mi cajón, solo pensaba en meter y sacar aire por la nariz. Respira. El ojo de venado seguía en su lugar. Me lo amarré a la muñeca.

–Toc toc, ¿ya estás, enano? –Tete empujó la puerta.

Ni ella ni Carmen ocultaron la expresión cuando vieron las huellas. La bolsa de palomitas cayó al suelo.

–¿Esas son de…?

–Cállate, Carmen, no los vayas a llamar –interrumpió Tete.

Según mi abuela, cuando son poquitos, los amuletos los mantienen a raya, al menos a los mansitos. Tete fue a buscar a la abuela y Carmen se quedó conmigo. Se puso en cuclillas, tocó una de las huellas con el dedo índice y se lo llevó a la nariz. Le sonaba mucho la panza. Le pregunté si tenía hambre. Se puso nerviosa y se agarró la barriga. Me preguntó si alguna vez los había visto y señaló una de las huellas. Según su mamá, casi nadie los ve. No respondí. Tenía que avisarle a Milo. Le mandé un mensaje y traté de llamarlo, pero no me contestó. Supuse que estaba preparando su maleta.

 

La leyenda dice que el Dzulum na’ más se lleva mujeres. Niñas. Que las enamora con su mirada, con su pelo plateado. Pero el cabrón no discrimina. Si un morrito se ve sabroso también se lo zumba. En las noches, ronda por las casas. Cuando la neblina está más densa. Busca entre los olores el que más le gusta. Como perro en salchichonería. Y ya cuando se decide, espera entre los árboles. Escondido en el lugar donde solo lo pueda ver su víctima. La abuela decía que, para saber si estaba cerca, tenías que fijarte en el silencio del bosque. Los pájaros se meten a los árboles y los tlacuaches a sus madrigueras, hasta los insectos saben que hay peligro. Pero él solo come personas. Las pierde en el bosque, en la locura. Ahora sé que no, no enamora a nadie. Ese es el cuento que nos tiran. Es más fácil pensar que alguien es cómplice de su propia muerte.

 

–Hoy duermen conmigo– nos dijo la abuela cuando entró a mi cuarto y vio las huellas.

Carmen nos volteó a ver a mí y a Tete. No para burlarse, ella sabía de lo que eran capaces.

–Creo que mejor me voy –nos dijo.

–Ni de chiste, te vas en la mañana –le dijo mi abuela–. Es mejor ni asomar el pescuezo. 

Esa noche, la abuela sacó una cruz de palma de una caja de madera y la puso en la parte de afuera de la puerta. Nos dijo que se la había regalado a mi mamá. Si se la hubiera llevado cuando fueron a buscar a su hermanito, seguro regresaban.

Su cama era enorme. Cabíamos perfecto. «Tú duermes junto a mí», me ordenó la abuela. Tete y Carmen hicieron un chin chan pu para ver quién dormía en la otra orilla. Tete perdió. Por suerte, era la más valiente de las dos.

–Llama al Rómulo. Es mejor que no lo agarren afuera –le dijo la abuela.

Tete respondió que seguro estaba echando novio.

–Ese gato… en cuanto vuelva, le corto los huevos, a ver si así aprende.

Mi hermana me miró en lo que cerraba la ventana. De menos, ya no nos teníamos que preocupar por él.

Hicimos turnos para ir al baño, de dos en dos, y lavarnos los dientes. A mí me tocó con la abuela.

–O cierras los ojos y te tapas los oídos o me esperas allá afuera –me dijo.

Me asomé al pasillo, pero ya podía ver las sombras. Entraban y salían de mi cuarto. Se reían igual que antes. El mismo tono agudo. Preferí quedarme con la abuela y meterme a la regadera en lo que ella hacía pipí.

–Cuando eras pequeñito, lo hacíamos a cada rato, ni te hagas –me dijo cuando corrí la puerta de la regadera.

Cuando terminó, le pregunté que cómo íbamos a salir.

–Tranquilo, nomás no te les quedes viendo.

 

Milo no quería morir. Quería irse de aquí. Tal vez, muy en el fondo, sentía que volvería a arruinar las cosas. Por eso, planeaba regresar a la ciudad, donde no importaba si se equivocaba otra vez. Antes, pensaba que se quería ir para alejarse del viejo Quiroga, de mí. Pero pasaron las semanas, terminaron las vacaciones y Milo no volvió. Ni un mensaje de «ya llegué». Su papá sí fue con la policía. Hubiera ido con mi abuela, con la mamá de Carmen, hasta con el mismo viejo Quiroga. Cualquier cosa era mejor que ir con esos cerdos. Víctor, después de cinco años de puro trámite y las mismas declaraciones, abandonó Xalapa y jamás regresó. Llegó a tocar la puerta para preguntarme detalles de la noche en la que fui a pajarear con Milo. «Lo dejé en la silla, le di un beso y me fui», le decía. Se quedaba esperando más, algo que se me pudiera olvidar. Un día mi abuela salió a hablar con él. Le contó quién había salido del bosque y se lo había llevado para siempre.

 

Nada más la abuela pudo dormir. Entre sus ronquidos de león y las risas de niños que venían de afuera del cuarto, era difícil cerrar los ojos. Tete, Carmen y yo la pasamos mirando por la ventana, luego al clóset, a cualquier lugar de donde podían salir. En el cuarto de la abuela, se hacían sombras con figuras de niño, de enano, de seres con las piernas chuecas y la cabeza enorme. Sabía que los volvería a ver. Mi abuela decía que siempre volverían. Sentía sus uñas en mi espalda, sus dientes de sierra en mis orejas. Durante la noche, intentaron abrir la puerta. La perilla se movía de un lado a otro. De pronto, golpes secos. Corrían de un lado a otro en el pasillo, tiraban platos, rompían muebles. Mi abuela dijo que, mientras ella estuviera ahí, no podrían entrar. La abracé durante toda la noche. Me acomodé en sus enormes brazos. Aislaban el sonido, la luz de la luna. Una oscuridad total dentro de su axila.

A la mañana siguiente, abrimos la puerta y la cruz ya no estaba.

–Estos son de los más canijos –dijo mi abuela después de dar un golpe, según discreto, en la pared.

Carmen nos ayudó a levantar el cochinero. En realidad, era mi cuarto el que estaba destruido. Me recordó a Jumanji, con los monos destrozando toda casa. Rasgaron mis fotografías de pájaros y mi lámpara estaba partida en el suelo con más huellas blancas sobre ella. Cortaron el colchón de mi cama y le sacaron los resortes. En mi almohada, había manchas; olían a orina, más ácida que la de los gatos. Y la pared estaba repleta de dibujos que parecían hechos con mierda. La mayoría eran de enanos, con las piernas torcidas, los brazos cortos y unas cabezas demasiado grandes para su cuerpo. Los recordaba justo así. En el dibujo, cargaban a un niño que no tenía ni brazos ni piernas. Era solo un torso con cabeza. Carmen se acercó y, de nuevo, con el índice tocó los dibujos. Después de olerse el dedo, se puso la otra mano en la boca, como para contener el vómito, y salió corriendo al baño.

–Mejor llamemos a mi tía Eugenia –dijo Carmen cuando volvió con la boca mojada.

Mi abuela echó una carcajada.

–No seas tonta –le dijo–. Nomás vendría a hacer montón.

Tete puso su mano en mi barriga. La abuela nos dijo que, mientras le hiciéramos caso, todo saldría bien.

 

Yo, a veces, entraba por la ventana al cuarto de Milo. Pensaba que podía regresar. Aún quedaban algunas de sus cosas y su cama seguía con sábanas. Me gustaba acostarme ahí, oler el polvo mezclado con su sudor. Tete y Carmen me contaron que una vez lo vieron en el bosque. Cuando aún pensábamos que se había ido a la cuidad. Dijeron que lo vieron corriendo, como si escapara de algo. También le pasó a la mamá de Carmen. Nos contó que una noche, por ahí de las diez, las hermanas de la 23 y otro montón de niñas pasaron detrás de su casa. Se detuvo en sus rostros, pálidos como de muertas, y los ojos completamente en blanco. Hizo bien al no seguirlas. Dicen que a veces usa señuelos para atraer a más personas.

 

Fuimos a comer a casa de Carmen. Su mamá y mi abuela se fueron a la sala. Casi no hablamos mientras tomábamos nuestro puchero. Queríamos escuchar lo que muy bajito decían. Mi abuela no quería meter a la tía Eugenia. Nunca la he visto, pero las historias de Carmen son suficientes. Dicen que las personas siempre van con ella cuando tienen problemas como el nuestro. Solo que el costo a veces es demasiado alto. Podemos decirle al viejo, algo ha de saber, escuché que dijo mi abuela. Pero la mamá de Carmen, con un golpe en la mesa, le dijo que ni hablar. Ellas dos podían solas.

Terminando de comer, nos llevaron al cuarto de la abuela. Nos dieron un ojo de venado a cada quien, un collar con azabache y pusieron en la puerta más cruces de palma. La mamá de Carmen las había sacado de uno de los baúles que tenía en su sala. Se veían más antiguas que las de mi abuela. Ellas irían a buscar una ofrenda para los chaneques.

–Si no les damos algo bueno, te van a llevar de los pelos –me dijo la mamá de Carmen.

–No importa lo que pase, no se quiten las pulseras –dijo mi abuela antes de encerrarnos.

En invierno los días eran cortos. Por ahí de las seis de la tarde, la luz empezaba a irse. El frío se ponía más intenso. A las ocho, parecía que era media noche. Nos dieron las once. Carmen y Tete estaban sentadas en el suelo, sobre una alfombra. Habían sacado un álbum de fotos del viejo clóset de la abuela.

–Mira, este era mi papá. Yo digo que se parece más a mí –dijo Tete.

–Sí, por los chinos, pero los ojos son los mismos de Quim.

–Y mira a mamá, ella tiene las manos como yo, acá se ve.

–Órale, si cierto.

Yo las escuchaba desde la cama.

–¿Cuánto tiene que desaparecieron? –preguntó Carmen.

Las volteé a ver, pidiendo permiso de acercarme. Tete me sonrió y levantó el brazo para abrazarme. Me senté junto a ella.

–Más o menos la edad de Quim –le respondió–. Fueron a buscar a su gemelo cuando se lo llevaron los cha… –Tete se detuvo con la boca abierta, su mente parecía estar en otro lugar–, pero nunca regresaron.

Siempre que hablábamos de él era lo mismo. De cierta forma, lo extrañaba. Tal vez porque me lo imaginaba idéntico a mí, aunque dicen que tenía menos lunares.

–¿Tú no te acuerdas de él? –me preguntó Carmen.

No tenía idea. A veces, cuando intentaba recordar su cara, empezaba a sentir las uñas en la espalda, los dientes de sierra. La luz de la luna entraba por la ventana y ellos también. Sus enormes cabezas se tambaleaban de un lado para otro hasta ponerse encima de nosotros. Se asomaban entre los barrotes de nuestra cuna. De mi hermano, recuerdo el olor, sus chillidos de miedo cuando lo agarraron de los tobillos y lo levantaron como si fuera una pata de pollo. Pero no podía estar seguro. Tal vez, lo que recordaba eran las versiones que me había contado mi abuela. En ese momento, escuchamos el primer golpe en la puerta.

 

No quiero decir que Milo se enamoró del Dzulum y que por eso murió. El culero se lo llevó, se lo tragó vivo. Y a cuántas más que ya no caben en las listas. Hace poco volví al fraccionamiento. Pude hablar con la señora González, la mamá de las niñas de la 23: Amaya y Carolina. Era la única persona que seguía viviendo ahí. Las demás casas estaban abandonadas o en renta. Al inicio, creyó que era un policía. «No voy a hablar con un cerdo como tú», dijo. Tardó en reconocerme. «Sí, soy yo, Quim». Me invitó a pasar. Me ofreció galletas de mantequilla y se disculpó. «No pasa nada», le dije. Todavía no sé a qué fui. La señora González no iba a saber nada de Milo. Tal vez, fui porque sentía que era mi única conexión con él. En su casa, la señora González tenía fotos de Amaya y Carolina. En las paredes, en las mesas, en los libreros. Solas, abrazadas, de cuando eran bebés, con sus primeros juguetes, con sus vestidos idénticos de olanes. Yo no tengo ninguna de Milo. «Siguen desaparecidas», me dijo mientras yo miraba las fotos. Las personas como ella no saben lo que vive en el bosque. Los chaneques, el Dzulum, los naguales son solo historias para espantar a niños hiperactivos. A quienes matan los llaman desaparecidos; a quienes no encuentran les llaman desaparecidos. Acá no mueres, desapareces. La gente en este país solo desaparece.

 

«Tranquilos», nos dijo Tete. No pueden entrar. Los pasos se escuchaban en el piso de madera. Mi garganta se empezaba a cerrar. Corrían a lo largo del pasillo y, pum, se estrellaban contra la puerta del cuarto. Risas por toda la casa.

–Tete, Tete –le decía y la tomaba del brazo.

Más pasos. Otro golpe. La puerta empezaba a ceder. Nos fuimos a la cama. De nada servía que pusiéramos resistencia. Era igual que la última vez, esa de la cocina. Mi garganta raspaba cuando metía aire. Otro golpe, más fuerte. Las dos me abrazaron. Mirábamos a la puerta y escondíamos la cabeza en los hombros. Estaban a punto de romperla. Hoy no querían hacer travesuras. Hoy venían por mí. Miré mi ojo de venado. Estaba ardiendo, como si me advirtiera de lo que se azotaba contra la puerta. No dejaban de reírse. Los pasos se alejaron. Hubo un momento de silencio. De pronto, todos corrieron al mismo tiempo.

 

Quise preguntarle a la señora González los detalles de la desaparición de sus hijas. Después de un mezcal que primero rechacé, ella solita me dijo que no las había dejado ir de campamento con la escuela. Que fue el pendejo de su papá quien les dio chance. Esa vez cuando nos llevaron a los Tuxtlas. Se suponía que iríamos a un hotel en Catemaco, pero el director de la primaria se había clavado el dinero y planeó una acampada de último momento. Seis profesoras, tres profesores y veinte escuincles de siete años. Ese fue el último viaje que hizo la escuela. Mariana, Ximena, Pedro, Xóchitl, Amaya y Carolina. Recuerdo todos los nombres. Recuerdo que sus casas de campaña estaban intactas. Yo no vi nada, pero según los profesores, se salieron solitas a caminar a la mitad de la noche. Puede que no hayan mentido. El Dzulum no suele dejar rastros.

 

La puerta cayó como una tabla. Eran más altos de lo que recordaba. La luz del cuarto se perdía en el interior del pasillo. Apenas veíamos las siluetas de sus enormes cabezas.

–No se quiten las pulseras –dijo Tete.

Primero entró uno. Con pasos lentos, caminaba sin quitarme los ojos de encima.  Los había olvidado; un color negro se perdía debajo de los párpados. Balanceaba la cabeza para no perder el equilibrio. Tenía la boca medio abierta por donde se asomaban las puntas de sus dientes y el pelo le caía como baba en la cara. Llegó hasta la cama y recargó la barbilla en el colchón, como un perro. No dejaba de sonreír. Carmen le dio una patada, pero fue como golpear una roca. Tal vez, fue eso lo que hizo que los demás hicieran lo mismo. Como una marabunta, rodearon la cama y apoyaron la barbilla en el colchón. Todos me miraban a mí. «El hermano, el hermano, el hermano», susurraban. El ojo de venado estaba ardiendo.

Empezaron a subir las manos al colchón. Como serpientes, sus dedos se deslizaban en la colcha. El hermano, el hermano. Y los clavaban para arrastrarse hacia nosotros. El hermano. Tete les gritaba, les escupía, pero, para ellos, era como si no hubiera nadie más en la cama. Solo yo. Nos hicimos bolita, pegados a la cabecera. La pulsera me quemaba; sentía ampollas en las muñecas. Se subieron al colchón y nos rodearon. Ellos me acariciaban con las palmas, como si solo quisieran probarme, hacer hambre para después.

Recuerdo ver cómo se me rompía el ojo de venado, como si estuviera hecho de cristal. Recuerdo que las uñas y los dientes de sierra me arrancaron de mi hermana y me arrastraron por el pasillo, hasta las escaleras. Trataba de aferrarme a los muebles, al piso de madera, pero las uñas se me desprendían de los dedos y me resbalaba con la sangre. Me llevaron al bosque. Recuerdo las risas. Recuerdo a mi hermanito, ¿habrá sentido el mismo miedo que yo?. Después a Milo, ¿se preocupará por mí cuando le digan que desaparecí? Escuché la voz de mi abuela a lo lejos, también a la mamá de Carmen. Ese ejército de dos mujeres. Junto con ellas, se oye el chillido de un bebé. La ofrenda perfecta. Recuerdo los brazos de mi abuela. Me cargan de vuelta a casa. Me acomodo de nuevo en la oscuridad de su axila. Salimos del bosque, el llanto del bebé se quedó atrás. Me llega un olor a carne quemada.

 

La señora González todavía deja el foco del jardín trasero prendido, por si sus hijas pasan por ahí. Dice que alguien las había visto hace poco, chance y regresaban. «Chance y sí», le dije. Me preguntó por mi abuela. Le conté que había muerto hace no tanto, tres años tal vez. «¿Tu hermana?» «Ella está bien, vive con Carmen en un departamento en el centro». «Y el otro, ¿volvió? Ese que te seguía a todas partes». Supuse que hablaba de Milo. «Todavía espero a que regrese, respondí». No dijo nada, solo asintió. Se despidió en la sala. No quería levantarse. Me dijo que me llevara unas galletas de mantequilla para el camino.

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Bosque de neblina, un conjunto de relatos fantásticos de EMILIO DOMÍNGUEZ VÁZQUEZ.

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