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Unas gotas pesadas caen sobre el pelo de Laura. Como olvidó el paraguas en casa, camina rápido para huir de la incipiente lluvia, acarreando la cartera y una maleta metálica con cepillos, tijeras, secador de pelo, pinches, esmaltes de uñas y maquillajes dentro de ella.

El aire frío se mezcla con un olor a aceite caliente que Laura confunde con olor a queque recién horneado. Se acuerda de los de vainilla con chocolate que hacía su mamá todos los sábados cuando era niña. Pero no es olor a queque. Es el olor que desprende el carrito de sopaipillas que está en la bajada del metro, casi a una cuadra de allí, donde se ubica cuando empieza a hacer frío por las mañanas.

Es el primer día del año que usa botas. Siente cómo le molestan en el talón y en el dedo chico. Ojalá haya asientos en el metro, piensa.

Repasa en la mente las citas de la mañana: la señora de los gatos a las nueve en Independencia, la tintura de la Juani a las once en Cal y Canto y, después, al centro a comprar esa tijera que me falta.

Recuerda que solo le faltan dos meses más de trabajo para terminar de ahorrar y poder comprarse el Kia Morning que mira por internet casi todas las noches.

Mi autito, le dice.

—Cuando tenga mi autito voy a aumentar las clientas. Capaz que, incluso, pueda llegar hasta el barrio alto. La Sandra conoce a unas viejas cuicas de Las Condes y le puedo  pedir que me pase los datos —le ha dicho a su mamá varias veces, cuando conversan de pie en la cocina tomándose un té que nunca alcanzan a terminar porque les gana el cansancio del día.

Se detiene en el carrito para comprar un café. Aunque se acaba de comer un pan en la casa, se tienta y piensa en pedir una sopaipilla.

La lluvia se detiene.

Hay una pequeña fila para comprar, pero aún tiene unos minutos de sobra. Deja su pesada maleta en el suelo. Delante, hay una mujer sosteniendo a una guagua en los brazos. Siente ese olor a leche reseca mezclado con caca y, por unos segundos, sus ojos se quedan fijos en el vestido rosado con corazones y en los pequeños zapatos blancos tejidos a crochet. Levanta rápido la cabeza y no vuelve a mirarla.

Un hombre sale triunfante del principio de la fila con sus dos sopaipillas en la mano. Se detiene a leer las portadas de los diarios en el quiosco que está al lado del carrito. Laura lo mira y reconoce su chaqueta beige desgastada. Mierda, es Esteban. Desvía la mirada para evitar cruzarla con la de él, pero es demasiado tarde.

—¡Laura!—Esteban se acerca con la intención de darle un abrazo.

Laura lo detiene con un roce en la mejilla que pretendía ser un beso.

—Hola, no te había visto —miente Laura y, como si fuera un acto reflejo, agarra su maleta del suelo.

—¿Te ayudo con eso?

—No, no, ya me tengo que ir.

—Pero si no falta nada para que te toque—dice Esteban situándose al lado y muerde su segunda sopaipilla.

La guagua de adelante llora y la mujer intenta calmarla agitándola entre los brazos.

—Ahora trabajo por acá.

Laura no le contesta. Solo se queda mirando sus ojos negros y achinados que tanto le habían gustado cuando se conocieron.

—Verdad que tu mami vive por acá —dice él observándola. Laura espera que solo note que ahora su pelo es más rubio y que lleva maquillaje, y no las arrugas que ya se le están marcando alrededor de los ojos.

—Sí. Vivo con ella ahora.

Además de la chaqueta, Laura reconoció el mismo olor a cigarro pegado en la ropa y los gestos torpes que Esteban hace con las manos al hablar.

—Siempre me acuerdo de ella.

Las manos de Esteban se empiezan a engrasar por el aceite que se filtra desde la sopaipilla hacia el papel.

Laura se toca la cabeza. Está lloviendo de nuevo. 

—Bueno, y de ti también —deja escapar Esteban. A Laura le parece que quiso arrepentirse de sus palabras al momento de pronunciarlas, porque se le entrecortan en la garganta como si tuviese algo atorado.  

—Parece que se va a poner a llover. Mejor me voy.

La mujer de adelante pide una sopaipilla con mostaza y pregunta si le pueden calentar la mamadera de su hija.

—Pero si eres la próxima y son unas gotas locas no más.

Laura ya no encuentra más excusas y se queda esperando su turno.

—Nunca más me contestaste —dice Esteban con unos ojos enrojecidos que Laura prefiere atribuir a la falta de sueño.

No quiere mirarlo más. Dirige sus ojos hacia el metro y agarra la maleta con fuerza.

La guagua sigue llorando.

—¿Tú a veces la vai a ver?

Laura se queda estática y siente que el desayuno se le revuelve en el estómago.

—Yo fui una vez —dice Esteban con un hilo de voz.

Laura vuelve a mirarlo, y se detiene en sus manos grandes y morenas. Las imagina dejando unas flores rosadas junto al nombre grabado y enterrando uno de esos remolinos que venden en la entrada.

—Pero no pude volver —agrega Esteban.

—Sí, yo siempre voy —responde Laura de nuevo con la mirada fija en dirección al metro. La mano con la que sujeta la maleta le empieza a sudar—. Ahora sí me tengo que ir.

Vuelve a esbozar ese beso que apenas toca la mejilla de Esteban y emprende su camino hacia el metro.

Esteban la mira alejarse mientras da la última mascada a la sopaipilla.

Laura baja apurada las escaleras del metro. Ya solo le quedan dos meses para tener su autito.

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