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La Susi se puso una polera negra de tiritas apretada sin sostén. Se le notaban las pechugas grandes y la cintura marcada. Se veía bien, como siempre. El pelo teñido rojo con Casting le llegaba a la cintura, casi a la altura del aro que tenía en el ombligo. La Ángela andaba con vestido. Parecía que tenía uno para cada ocasión y en todos los colores. Su clóset era el más grande que yo conocía. Era la única rubia del curso y la última de la fila por ser la más alta. Le quedaba un poco de acento gringo por los años que vivió con su papá en Inglaterra.

El plan estaba claro. Comprar huevos, vestirnos y maquillarnos en la casa de la Ángela. Salir como a las diez, cuando ya estuviera oscuro y no hubiera cabros chicos dando vueltas por la calle. No nos íbamos a disfrazar, ya estábamos grandes para eso. Sí teníamos que andar iguales: de negro, ojalá escotadas, y con una figura pintada en la cara con lápiz de ojos, también negro. Yo me hice una luna en la mejilla, la Susi le pintó una lágrima a la Ángela. Ella se dibujó una cruz invertida en la frente.

Yo me puse el mismo chaleco negro largo que usaba siempre porque me tapaba la guata y las caderas anchas. Mis cachetes redondos, además de mi baja estatura, me hacían parecer como una niña, pese a los trece años que ya tenía. Mis amigas, en cambio, salían con gallos de cuarto medio y les daban besos con lengua. Yo nunca había dado un beso aparte de esos del juego del semáforo o la botella con los cabros del colegio de hombres. Una vez ellas me dijeron que me podían enseñar, pero yo no quise. No entendía cómo se podía enseñar algo así y no pregunté. Se pusieron a reír algo nerviosas. Después, me contaron que, a veces, después del colegio, se encerraban en la pieza de la Ángela a practicar distintos tipos de besos: el tirabuzón, el baboso, el excavador. Me las imaginé y sentí un poco de celos.

Tocamos el primer timbre.

—Dulce o travesura —dijimos las tres al mismo tiempo.

Todo me parecía muy ridículo. Creernos parte de una película gringa adolescente en un país y una época en que nadie estaba preocupado por celebrar Halloween, no tenía ningún sentido. Pero las seguí, igual que cuando íbamos al Apumanque y ellas se robaban aritos mientras yo entretenía a los vendedores, o esas veces en que íbamos a la plaza a fumar en lugar de entrar a las clases de la tarde.

Una mujer abrió la puerta y gritó: ¿Quién es? Repetimos la frase como habíamos visto en la tele. Ella dijo que no entendía.

—Es Halloween, señora ­—le dijo la Ángela—. ¿Acaso no tiene hijos?

­—Vayan a molestar a otro lado —nos gritó desde la puerta antes de cerrarla.

—Ya. Cagó no más la vieja —dijo la Susi.

Agarró un huevo de la mochila y lo tiró contra el ventanal. Vi la clara del huevo chorrearse de a poco por el vidrio luego de que la yema chocara con el marco.

Estallaron en una risa chillona y aguda.

—Corran, hueonas —gritó la Susi.

Escapamos. Ellas gritaban eufóricas delante mío. Yo iba detrás de la Susi mirando sus pantorrillas chuecas avanzar por la vereda. Era la única parte de su cuerpo que no era perfecta. Por eso no le gustaba usar faldas y a los bluyines les agregaba un pedazo de tela en el tobillo para que se vieran más anchos.

Llegamos a una esquina. Ellas no paraban de reír. Yo jadeaba respirando apenas. El sudor me mojaba el pecho y el rollo de mi guata.

—Yo creo que nadie cacha esta cuestión —les dije seria.

—Mejor pa' nosotras po', hueona, más entretenido. La Ángela se amarró el pelo mirándome fijo.

 —Siempre con tus hueás —dijo la Susi­—. ¿Acaso te da miedo?

No le contesté y propuse que siguiéramos caminando hacia un pasaje.

Prefería ir detrás de ellas. Verlas desde cierta distancia. Ellas reían y, a veces, se decían cosas al oído. A mí no.

En el pasaje, había dos niños acompañados de una mujer. Cada uno llevaba una bolsa con dulces. Uno estaba disfrazado de mago y la otra, de bruja.        

—¿Cómo les ha ido? —nos preguntó la mamá—. A nosotros na’ de bien —dijo sin esperar nuestra respuesta—. Parece que la gente no sabe mucho de esto del Halloween.

—¿Vieron? —dije yo, pero nadie me prestó atención.

—En esa casa con enredaderas sí nos dieron —continuó la mamá.

Nos acercamos, pero antes de que tocáramos el timbre o repitiéramos la frase ridícula salió una mujer rubia vestida de princesa rodeada de niños: uno en traje de perro, otra de vaca y otros de las tortugas ninja.

Gritaron eufóricos ¡feliz noche de brujas! mientras corrían a nuestro encuentro en la reja.

La mujer se acercó caminando con una sonrisa que no se le despegaba de la cara.

—¿De qué están disfrazadas? —nos preguntó el niño perro.

—Eso no es disfraz —dijo la niña vaca—. No vale solo pintarse la cara.

—¿Tienen dulces o no? —preguntó la Susi.

—Pero, claro, de eso se trata —dijo la rubia llenando sus manos de caramelos desde una calabaza de plástico para rellenar nuestras bolsas—. Catita, te toca ­—le indicó a la niña vaca que nos entregó un Doblón a cada una mientras nos miraba seria.

—¿Ellas no son muy grandes para jugar, mami? Y ni siquiera se pusieron disfraz.

La mujer nos miró de arriba abajo. Se detuvo en la cara de la Susi; me imagino que en su frente con la cruz invertida.

—Que les vaya bien —nos dijo seria y cerró la reja.

Recordé que esa cuadra era nuestra favorita para andar en bici cuando éramos chicas. Pasaban pocos autos y había unas pequeñas lomas que nos gustaba saltar. Yo era más flaca. Ninguna tenía pechugas. Ayudaba a estudiar a la Susi. La Ángela nos prestaba sus barbies europeas. Lo más importante del día era saltar bien esas lomas.

Llegamos a la esquina y nos sentamos en la cuneta.

—La vieja ridícula —exclamó la Ángela, mientras abría su doblón.

—Bueno, por lo menos tenemos los primeros dulces —le respondí.

—Por mí que no nos den más pa’ poder tirar los huevos que quedan —dijo ella.

­—Y el gran botín —dijo la Susi abriendo los ojos.

Ella estaba de pie, fumando sin aspirar el aire, mirándonos desde arriba.

—Uhhh, eso sí que va a estar bueno —dijo la Ángela con la boca llena de Doblón.

­—¿Han cachao esa casa súper pituca que está al llegar a la esquina con Tobalaba? ­—nos preguntó la Susi—. Esa de dos pisos, como antigua que tiene un árbol de naranjas en el antejardín. Es la raja esa casa —dijo exagerando la modulación de sus palabras.

Yo estaba terminando mi Doblón. Luego me eché a la boca una caluga Toffee azul, sabor a almendra.

—La cacho perfecto, siempre la miro. Cuando grande me voy a casar con un millonario pa’ vivir así, a lo grande —sonrió la Ángela.

Yo las miraba sin decir nada. Sabía de qué casa estaban hablando. Siempre que pasaba por ahí trataba de adivinar lo que pasaba detrás de esas cortinas bordadas tan lindas.

La caluga se me pegaba en la muela derecha. Sentí el azúcar bajando por mi garganta mientras me arrepentía de esas calorías.

—Ya, ese tiene que ser nuestro blanco. Imagínate la casa grosa con un pastel de caca en su fachada blanca perfecta —sonrió satisfecha la Susi.

—Esa o cualquiera. Ya no aguanto andar con el olor a mierda acá —dijo la Ángela señalando la bolsa negra anudada que no había soltado en toda la noche.

Caminamos hacia la casa de la esquina. Pese a la oscuridad, se veía más blanca que nunca.

—Ojalá que no haya nadie. Y le tiramos el pastel de una —dijo la Ángela.

Toqué el timbre.

No pasó nada.

Toqué de nuevo.

—Ya, hueona, no contestan, tírala —dijo la Susi.

La Ángela desanudó la bolsa preparándose para lanzarla. En ese momento, se abrió la puerta.

—¿Diga? —Un hombre canoso se asomó desde el fondo.

Dijimos nuestra frase, pero no la escuchó.

—¿Qué? —preguntó poniendo su mano detrás de la oreja.

La repetimos mientras él se acercaba caminando, apoyado en un bastón de madera.

—Disculpen, es que estoy medio sordo. ¿Qué decían?

—Dulce o travesura, caballero —le preguntó la Susi, con rostro serio—. ¿Tiene o no?

—Perdone mijita, pero no le entiendo.

—¡Si es que tiene dulces! —le gritó la Ángela.

—¿Ustedes quieren que yo les regale unos dulces? —preguntó tocándose la cabeza con la mano que le quedaba libre.

—Es que es Halloween —traté de explicarle yo—. Se celebra en la noche de los muertos y se regalan dulces.

—Mire las cosas que inventan. Yo nunca había escuchado eso.

—Parece que no ve películas —murmuró la Ángela.

—Pucha, me pillan de sorpresa, niñitas. Yo hace tiempo que no compro pastillas.

—No se preocupe, entendemos. Vámonos, nomás —ordené mirando a las otras.

—Pero déjenme ver qué puedo hacer. Espérenme un ratito —advirtió mientras se alejaba.

—Puta, el viejo hueón. Si no vuelve en dos minutos, se la tirái nomás —ordenó la Susi.

—Igual era como tierno el viejo. Capaz que viva solo en esta media casa —dijo la Ángela.

—Qué pena —opiné.

—Ay, las hueonas sensibles —dijo la Susi.

—¿Vámonos mejor? —dije yo.

—Esperemos, a ver si trae algo —planteó la Ángela.

—Ya dije, dos minutos le doy al viejo —repitió la Susi.

Nos sentamos a esperar en la cuneta, en silencio, comiendo los dulces de la rubia. Me tragué un chocolate relleno con crema de guinda y una caluga Sunny. Abrí un Media Hora.

La Susi se daba vuelta a cada rato a mirar la reja. El viejo no aparecía.

—Parece que se va a ganar el premio mayor el viejito —dijo la Ángela—. Por mucha pena que me dé.

—Saben que yo mejor me voy pa’ mi casa. No me siento bien —dije sintiendo el sabor a Coca-Cola del Media Hora.

—La hueona mentirosa. ¿Por qué no reconocís que te da miedo mejor? —me increpó la Susi.

—No me da miedo. Encuentro que todo esto es una estupidez.

—Ah, bueno, disculpa por no ser tan inteligentes como tú.

—Ya, córtenla. —Trató de calmarnos la Ángela.

—Entonces, ¿pa’ qué quisiste venir? Si nos encontrái tan estúpidas —dijo la Susi poniéndose de pie en la calle.

Me quedé callada.

—Si quieres buscarte otras amigas, por mi parte no hay problema. Nos harías un favor.

—Ya, Susi, déjala. ¿Tiremos la caca y vámonos? Si el viejo ya no viene.

—No. Sabís que ya me tiene aburrida. Siempre se cree mejor que nosotras —dijo como si yo no estuviera ahí escuchando—. Tendrá mejores notas, pero con esa pinta de perna no la pesca nadie. Podríai empezar por dejar de comer así, guatona.

Miré al suelo y tragué saliva para evitar ponerme a llorar. Me agarré las rodillas entre los brazos apoyando la barbilla sobre ellas.

—Se te pasó la mano, hueona —escuché que susurró la Ángela mientras se acercaban a la casa.

Sentí cuando terminaron de desanudar la bolsa. Luego, el ruido seco que hizo al chocar contra la casa.

No quise despegar la cara de mis piernas.

—Vamos, corre —me gritó la Ángela. Pero me quedé ahí sentada.

 Ahora sí podía llorar.

Esperé que se perdieran en la siguiente esquina y me puse de pie al lado de un árbol. Metí el dedo índice y el anular dentro de mi garganta. Lo había hecho tantas veces que ya ni siquiera me dolía. Vi brotar de mi boca un líquido espeso café oscuro mezclado con unos granos de arroz. Se confundió con el pasto y la tierra mojada alrededor del árbol.

—Niña, niña —escuché de repente.

Era el viejo gritándome desde la reja verde.

—¿Está ahí, mijita?

Me limpié el borde de la boca con la manga del chaleco. Vi la figura del hombre a metros de la muralla llena de caca.

—Mire, algo les encontré.

Mientras me acercaba, vi que llevaba algo en la mano. Con la otra se sujetaba del bastón.

Llegué a la reja y sentí el olor a mierda entrando por mi nariz. 

Que no mire para el lado, pensé.

—Yo me las como con helado —dijo pasándome tres paquetes de galletas Oblea. Ahora que empieza a hacer calor vienen de perilla.

Miré los tres paquetes entre mis manos.

—No, no es necesario —le dije devolviéndoselos.

—¿No le sirve? Es que no tengo dulces. —El hombre apenas podía sostener las galletas.

—De verdad, no se preocupe —sentí ganas de volver a llorar.

—Tome, llévelas —insistió, pasándome los paquetes por entre las rejas—. Para que las disfrute con sus amigas.

El envoltorio brillante llevaba el dibujo de una flor de vainilla. Sabor bocado, se leía.

—Gracias.

Me miró fijo a los ojos y luego se giró hacia la muralla. Detuvo el paso por unos segundos. 

—Que les vaya bien.

Respiré y me quedé en la reja hasta que el viejo entró.

No quise volver a mirar la muralla.

Me senté en la cuneta y abrí el primer paquete de galletas.

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