1ª de Portafolio
Ella fue la que se apegó a mí. No sé cómo explicarlo, ¿sabes? Algo había en ella que nos unía. Colomba, a cada instante. La sala de profesores siempre gritaba su nombre. A veces, por su historia de vida, lo susurraba.
Cada clase de Lengua y Literatura partía con quince minutos de lectura silenciosa; debían leer el plan lector del mes. Ese curso, en particular, era el más intervenido; Colomba era solo uno de los más de diez casos que se juntaron, anda a saber tú por qué, en un mismo séptimo. Curioso, ¿no? Como por conspiración ministerial, por lo menos, una vez al año, hay un curso que junta a estudiantes con importantes situaciones sociales, psicológicas, familiares. Pareciera una prueba anual que todo profesor debe aprobar para revalidar su vocación.
En este caso, era el séptimo B: un curso heterogéneo en todas sus aristas. Y justamente en un establecimiento particular subvencionado del centro de Santiago, donde la tómbola ganó por decisión política, y la misión del colegio, junto a su visión y proyecto educativo, pasaron a segundo plano. Ahí, justo en esa crisis educativa a nivel nacional, justo en ese curso, estaba Colomba.
“Colomba, vamos. Tú lees bien, te oí el otro día”, le dije para que se concentrara en esos quince minutos. “¿En serio, profe?”, me preguntó. Sus ojos brillaban. Asentí con la cabeza y una sonrisa. Le puse una mano en la espalda y sentí sus escápulas huesudas. Ella, entendiendo la señal, desdobló su pierna derecha, sobre la que se sentaba, se enderezó apoyando su espalda en el respaldo de la silla, y se puso a leer silábica y sudorosamente. Mientras lo hacía, me dirigí hacia el fondo de la sala.
Desde atrás, le veía la espalda. En mi mano latía lo afilado de sus paletas con hambre. Fue entonces que comencé a sentir una picazón extraña en la cabeza. ¿Lo imaginas? Sentir esos huesos convulsionando, el palpitar en tu mano, la cabeza picándome y monitoreando la lectura de más de cuarenta preadolescentes.
Sus escápulas prominentes comenzaron a temblar y a crujir. Pensé que ese sonido subterráneo ya se hacía notar. Me hipnoticé mirando su ropa sacudirse. Pero no, nadie lo notaba. Yo sabía lo que iba a salir de allí. Sabía que venían dos alas transparentes y delicadas.
Mi cabeza empezó a hervir. Con la sutileza de la docencia compuesta, subí una mano hacia mi nuca y, con total discreción, me rascaba, limpiando mi garganta con un carrasqueo.
Sonó mi alarma personal: ya habían transcurrido los quince minutos. Todos los estudiantes suspiraron aliviados. Era lunes y les costaba dejar el fin de semana atrás.
La tarde del martes (el día que nos quedamos más tiempo por ser el consejo de profesores de cada semana; sí, uno de esos donde hablamos de los alumnos especiales), estaba ella, Colomba, dando vueltas por el colegio. En mi cartera ya tenía un tratamiento para los piojos que compré animada por mi mamá y mi cabeza. No era solo por la picazón, sino también por mi maldito toc con el aseo.
Llevaba semanas limpiando mis uñas con sangre en las mañanas, peinándome con cola para que no se notaran mis pelones y heridas en la cabeza de tanto rascarme. Mi basurero no daba más de distintas cajas e implementos para combatir los piojos, y mi casco estaba rojo y seco de tanto químico en tan poco tiempo. Los vendedores de las dos farmacias cerca del colegio, y de mi departamento, ya me identificaban. Apenas llegaba un producto nuevo, me lo ofrecían, sabiendo que iban a ganador.
Llevaba semanas, también, soñando con sus escápulas abiertas por dos alas transparentes y con Colomba volando hacia mi cabeza convertida en un piojo gigante. Despertaba en la madrugada gimiendo, con los dedos llenos de sangre, lo que quedaba de mi pelo enredado en mis manos y la almohada toda mojada.
En las clases, no podía quitar la mirada de sus escápulas y los piojos deslizándose por su pelo como si fuera un parque de diversiones. Colomba estaba sola sentada de las primeras, pegada a la mesa del profesor.
Quedamos libres, luego de las reuniones típicas, y me acerqué a ella mientras jugaba con sus hermanas en el patio techado. “Colomba, ¿puedo hablar contigo?”, le pregunté. Se acercó corriendo y me abrazó. Mi cabeza comenzó a hervir más potente con su abrazo; quise apartarla como se quita un piojo del peine, pero me contuve. “¡¿Qué qué qué, profe?!”, me dijo ansiosa. “Acompáñame”, y la guie conmigo hasta el baño de profesores que estaba escondido en un extremo del colegio. Hacer algo así me podía traer complicaciones con mis jefaturas y, sobre todo, pensé, con los apoderados de Colomba. Pero luego sonreí en mi interior; conociendo su historia, nadie me iría a reclamar.
Le expliqué la situación y lo que yo buscaba, intentando no hacerla sentir mal. Le dije que no era higiénico andar con bichos de ese tipo en el cabello y que incluso podía enfermarla a tal punto de caer al hospital. Pero ella nunca se mostró incómoda, solo me abrazó y aceptó. Su mentón afilado se enterró en mi ombligo y con mis manos acaricié su cabello y el resbalín de sus piojos.
Entramos al baño y, entre conversaciones mundanas, le comencé a desenredar el cabello con un cepillo que compré especialmente para la ocasión. La peiné mucho rato mientras veía cómo los bichos corrían hacia zonas seguras; en mi cabeza, solo podía verlos muertos para aliviar mi desesperación. Mojé su cabello con un chorro muy grande de agua; mojé por completo su jumper y mis zapatos. Le apliqué el tratamiento y comencé a masajear para que se adhirieran más. “Tendremos que hacer esto una vez por semana, Colomba. ¿Entiendes?”, le dije. En el espejo, sus ojos traviesos me vigilaban. “A veces, en la noche, me como algunos que entran a mi boca”, me dijo, y sonrió, mostrándome sus dientes con frenillos. Sentí asco, rabia y desesperación. “Y tu abuela, Colomba, ¿por qué no te hace tratamiento?”. “Porque no ve y dice que hay que aprender a vivir con la picazón de la vida. Además, dice que solo los tendré a esta edad; que, cuando sea grande, se aburrirán de mí como todos y me dejarán tranquila la cabeza”. La miré seria y un extraño enojo se empezó a apoderar de mí. Tomé el peine de acero inoxidable, con dientes gruesos y estrechos, y empecé a deslizarlo con resistencia en su cabeza. “Aaauuu, profe”, susurró hacia el lavamanos, siempre mirándome por el espejo. “Es así, Colomba. Tienen que salir los bichos muertos de ahí”.
El peine seguía deslizándose por su larga mata de pelo negro y seco, los bichos se adherían a él. Era conmovedor corroborar que ella vivía así. No lo puedes imaginar. “Yo no quiero tener hijos, profe. Porque yo veo a mi mamá cómo es conmigo, con nosotras”, dijo. Se chupó el dedo índice y sacaba la mugre de su uña con los dientes. Yo sacaba piojos del peine con los dedos y los reventaba con ambos pulgares. “Yo quiero adoptar y hacer dormir a mis hijos, no como mi mamá, que nunca está de noche. Como me adoptó mi awela y mi tía, así quiero yo”, me decía, mientras movía sus manos y me explicaba, en su simplicidad, sus anhelos. “Pero puedes ser mamá y ser diferente a la tuya, Colomba”, le dije, luchando con su pelo en el peine. Ella suspiraba, sus manos quedaban en el aire y mostraba sus dientes platinados. “Sí, pero es que no quiero un hombre que me haga dejar a mis hijos, por eso quiero adoptar”, explicaba. “Quiero estudiar y tener mucho dinero para adoptar a niños del Sename, como me adoptó mi awela y tía a mí”.
Yo la escuchaba, con la cabeza que me hervía, y mis manos solo deseaban aniquilar a todos esos bichos que me hicieron perder tantas horas de sueño. Luego recordaba cómo se deslizaban por su cabello durante las horas de clases y de lectura, y más ímpetu empecé a ponerle a mi desplazamiento del peine. “Profe, ¿es normal que me duela?”, me dijo, con voz de cordero. Sus uñas se doblaron enterradas en el lavamanos. Subía y bajaba en puntillas, con la presión del peine y mis manos la bajaba a su altura para continuar. Su mirada se empezó a oscurecer y, poco a poco, el peine comenzó a salir con pequeñas muestras de sangre. Colomba dejó de hablar y solo me miraba por el espejo. La escuché, juro que la escuché, pero no me detuve.
Me acerqué más a ella y, con un mano, le tomé los dos brazos tras su espalda, dejándola inmovilizada. “Profe, ¿qué pasa?”, me dijo. Enterré con más fuerza el peine en su cabeza. La sangre empezó a escurrir por su nuca y su frente; mientras más sangre caía, más fuerte arremetía yo. El lavamanos se impregnó con pintas rojas y los ojos de Colomba empezaron a desorbitarse. “Profe, ¿puede parar por favor?”, fue lo último que dijo antes de ponerse a gritar en un rincón del colegio, en un baño apartado, y casi oculto, a esa hora en que no había más de cincuenta personas por ahí.
La tarde transcurrió rápido entre el tratamiento y el peine repleto de sangre. Los piojos quedaron dispersos como parte de la decoración del lavamanos y esta vez no se deslizaban por las marcas de sangre seca que habían caído. Trencé el pelo mojado entre agua y sangre de Colomba, agradecida de mis sueños, que pronto podrían ser completos, sin más de esas pesadillas donde ella, convertida en un piojo gigante, se adhería a mi cabeza. La acomodé junto al retrete y dejé el set del tratamiento completo entre sus piernas lánguidas y huesudas.
No habían llegado a buscarla. La peiné una última vez y su cabeza desproporcionada se dejó caer en su hombro. Me lavé las manos intensamente, procurando borrar el rastro de toda esa evidencia. Miraba fijamente mis heridas en el espejo, me solté el cabello y acaricié mi cabeza con compasión. Mis uñas se intentaron aferrar al casco por la costumbre de las últimas semanas. Lloré.
Esa noche, soñé de nuevo con sus alas germinando de sus paletas. Le brotaban más grandes y más brillantes. Comenzaba a aletear fuerte y el sonido, subterráneo, me ensordecía. Yo tapaba mis oídos al fondo de la sala y los demás estudiantes se derretían hasta transformarse en un líquido viscoso de color rojo. Ella se elevaba y llegaba hasta mí, desde lo alto, convertida en un piojo gigante. Me miraba con esa sonrisa de más dientes que labios y salía rompiendo la ventana hacia una nube negra y cargada. “¡Colomba, por ahí no!”, le gritaba. “¡Esa nube no!”, susurraba, llorando, mientras ella más se alejaba de mi cabeza.
SIGUIENTE PARADA