1ª de La ciudad bajo la cámara
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Es posible conocerse por fragmentos, como comprender la belleza de un cristal en el momento en que acaba de romperse.
Con poco más de treinta años, obtuve el premio Betancur con un proyecto de documental para filmar las calles sin nombre de la periferia de la ciudad. Son calles que han nacido fuera del casco urbano a raíz de la reciente explosión demográfica. Una marginalidad joven que aún no ha sido honrada con el apellido de un expresidente o de un héroe patrio.
Escribí un guion de 130 páginas que creció hasta las 700 con detalles que, posiblemente, sean catalogados de enfermizos, concentrándose en pormenores delirantes: los pasos de cocodrilo despintados, los hidrantes que no funcionan, los balcones republicanos llenos de smog. La ciudad vista en un millón de parpadeos, los que da toda una vida.
Todos los caos.
Entonces, se hacía necesario un guion que cierre lo inconexo: es decir, que acepte lo inaprensible y le dé forma. Un guion que ordene coherentemente las múltiples posibilidades.
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Por la cámara, se debe colar el tedio. Es la única forma de narrar lo inenarrable: las irregularidades en el diseño de las avenidas, la desmesurada densidad poblacional, el deterioro indetenible de la ciudad centenaria, la pintura raída de los pórticos de las casonas, los monumentos cagados por las palomas, lo que ven las cámaras del municipio, lo que no ven las cámaras del municipio, los edificios que no terminaron de demolerse, los mensajes de amor en los muros decolorados por el tiempo, las restauraciones anunciadas que nunca se ejecutaron, los grafitis encima de otros grafitis, algún semáforo enloquecido, los carteles gigantes abandonados, las bancas solitarias frente al mar, las marañas de cables que cubren los postes, las ciclovías no planificadas que se acaban repentinamente, los callejones antiguos que no se terminan de caer y nadie sabe por qué, los abismos.
3
Para ganar el Betancur preparé solitariamente el proyecto, lo que incluyó escribir ese documental en mi mente, traducir en el papel imágenes mentales que he ido acumulando en largas caminatas en calles desoladas. Paisajes instintos, paisajes extintos.
¿Filmar la ciudad no es también imaginarla?
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Decidí mudarme para no tener que cruzar la ciudad desde el otro extremo, donde está mi casa, cada vez que hubiera que grabar. También hubo motivaciones artísticas: supuse que trasladarme, extraerme de mi contexto cotidiano, me daría una visión más amplia de lo que quisiera filmar.
Me instalé con mi pequeño equipo en un hotel que, en realidad, era una antigua casona acondicionada para recibir turistas: con pasadizos anchos y fastuosas lámparas de cristal colgantes. Al día siguiente, extrañamente, experimenté la ligera sensación de ser un turista en mi propia ciudad.
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El evento me descolocó y no supe cómo responder. Ante la incertidumbre, seguí rodando. En esa periferia sin nombre de la urbe, específicamente en una calle donde hace un año habían levantado esforzadamente una pequeña parroquia, los vendedores de frutas, particularmente agrios en su estado de ánimo, reían mientras mi equipo los filmaba.
¿Era la cámara responsable de todo esto?
Y pasó de nuevo. Hace dos meses, cuando buscaba enfocar este proyecto, había querido grabar a los viejos taxistas y estos se habían mostrado reacios a todo tipo de registro. Sin embargo, ahora se mostraban solícitos a participar. Parecían cómodos ante la cámara; parecían desearla.
La mañana mostró su cara más indefensa.
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“Hay mucho tráfico en esta locación. ¿Esperamos unas horas para grabar?”, dijo un técnico de sonido. “Igual, ya está anocheciendo”, sumó alguno de los encargados de la fotografía.
En medio del accidentado octavo día de filmación, reconocí a Vera en aquella transitada intersección vial. Las personas regresaban a sus casas de la jornada de trabajo en ese casi atardecer. Me costó mucho reconocerla. No llevaba aquella combinación casual de colores pasteles que transmitía la impresión de que siempre estaba cómoda.
Ahora llevaba botines altos negros y colores contrastantes en el atuendo. Había cambiado su pelo: no largo, sino corto, por encima de los hombros. Su expresión era más cruda, pensé. Desafiante.
Me dijo que había estado observándome desde que el equipo comenzara a filmar y que, incluso, había buscado la forma de aparecer en mi película, como un desorientado transeúnte o en medio de algún azaroso grupo de personas. Le pregunté por qué había hecho todo eso.
“Quisiera ser el sueño de alguien”, dijo.
SIGUIENTE PARADA