Por Pedro Meseguer
Como la metáfora del poeta, que toma los ojos de la amada por luceros, los matemáticos saltan de objetos concretos a elementos abstractos gobernados por axiomas teóricos. Sometidos a un escrutinio incesante, esos símbolos terminan por desvelar sus relaciones más secretas. Un buen ejemplo de esta tarea ardua, paciente y minuciosa es la larga persecución del número p, la misteriosa constante que vincula la circunferencia y el diámetro de todos los círculos posibles. Esa cacería duró treinta y ocho siglos. Partió del antiguo Egipto, pasó por Mesopotamia, arribó a Palestina, anduvo por la Grecia clásica, llegó hasta China, y recaló en la India para volver por Persia hacia Europa. La elusiva cifra, cada vez mejor conocida, fue desentrañada completamente por un matemático alemán a finales del siglo XIX. Hoy, la geometría hace décadas que voló de nuestro mundo cotidiano. Una vez reveladas sus propiedades, pasó a ocuparse de espacios casi imposibles de imaginar. Y las matemáticas avanzan por esos terrenos desconocidos buscando siempre la sombra salvadora del teorema. Alguna vez se han topado con la sima de lo indemostrable. Decía Sofía Kovalevski: «Es imposible ser matemático sin tener alma de poeta».
Este breve libro cuenta la historia de Robert, un niño al que no le gustan las matemáticas. Comienza a soñar con el diablo de los números, un pequeño personaje que por las noches le explica temas de matemáticas. A lo largo de doce sueños, Robert recibe sus exposiciones y entiende —en un diálogo onírico totalmente llano— diversas cuestiones, —principalmente sobre números y aritmética, aunque también hay elementos de geometría, combinatoria, demostración e historia de la ciencia.
Las explicaciones del diablo de los números comienzan con el uno, a partir del cual «te salen todos los números». Introduce el cero y los números negativos, en un bosque donde los árboles son unos gigantes y los demás dígitos zumban como mosquitos. También, introduce las potencias, que llama saltos. Prosigue con los números primos: «…existen números absolutamente normales que se pueden dividir [de forma exacta, con resto 0]; y luego están los otros, aquellos con los que eso no funciona…», e introduce la criba de Eratóstenes (un matemático griego). Desliza un par de resultados curiosos: entre cualquier número natural mayor que uno y su doble al menos existe un primo, y cualquier número par mayor que dos se puede escribir como la suma de dos primos (conjetura de Goldbach). Habla de fracciones y menciona a los números irracionales (aquellos que no se pueden obtener de la división de dos enteros, como ð o raíz de dos). Se proyecta en series concretas: los números triangulares {1, 3, 6, 10, 15…}, los números cuadrados {1, 4, 9, 16…}, la sucesión de Fibonacci {1, 1, 2, 3, 5, 8…}, y muestra cómo esta aparece en la naturaleza: «El que aún no crea que en la Naturaleza las cosas ocurren como si supiera contar…». Continúa con el triángulo de Pascal, nociones de combinatoria (incluye la factorial, que denomina «pum») y series infinitas. Los últimos sueños se centran en geometría, nociones de demostración y un paseo por el cielo de los números, donde alternan con matemáticos desaparecidos. En las últimas páginas, Robert muestra su soltura en la escuela sobre este tema, lo que provoca admiración.
El texto, de evidente intención didáctica, lleva como subtítulo «Un libro para todos aquellos que temen a las Matemáticas» y, aunque el protagonista es un niño, puede ser adecuado para personas de cualquier edad. En un estilo diferente, la obra El asesinato de Pitágoras (2013) de Marcos Chicot es una mezcla de novela histórica y thriller. Esta ficción plantea una serie de asesinatos en el mundo pitagórico de la Grecia clásica, y su resolución incluye conocer los irracionales ð y raíz de dos con una cierta precisión. Para su cálculo, el libro propone métodos iterativos muy ingeniosos que, en cada iteración, proporcionan mejores estimaciones. En cierto modo, son precursores de algunos métodos que se usan en nuestros ordenadores actuales. El propio autor nos explica estos métodos en un vídeo de YouTube: https://youtu.be/DuxYZPtiz0s
Como nos confiesa, es muy improbable que los personajes conocieran esos métodos: los griegos no usaban decimales, sino fracciones, y el cálculo iterativo se hacía farragoso. El estilo de este libro, calculando valores concretos y con diagramas geométricos que permiten una interpretación visual, es una forma muy intuitiva y directa de acercarnos a la ciencia más abstracta.
Todos hemos experimentado la soledad y a todos nos suena la expresión “número primo”. Pero, ¿cuál es la relación entre una y otro?
Esta novela narra la historia de Alice y Mattia, dos jóvenes cuyas infancias están marcadas por sendas tragedias, y que se desarrollan en soledad, retraídos, tímidos y débiles. Se conocen en la adolescencia; se sienten muy diferentes a los demás, lo que les hace acercarse: «Los años del instituto fueron para ambos como una herida abierta, tan profunda que no creían que fuera a cicatrizar jamás. Los pasaron como de puntillas, rechazando él el mundo, sintiéndose ella rechazada por el mundo, lo que a fin de cuentas acabó pareciéndoles lo mismo. Habían trabado una amistad precaria y asimétrica, hecha de largas ausencias y muchos silencios…». Y la historia continúa hasta bien entrada su vida adulta.
Vamos con el asunto de los primos. Cualquier número natural —es decir, que pertenece al conjunto de números que sirven para contar {1, 2, 3, 4, 5…}— se puede expresar como el producto de dos naturales (por ejemplo, 6=2 x 3, 12=3 x 4, 17=1 x 17). Aquellos que solo se pueden expresar multiplicando el 1 por sí mismos son los números primos (en el ejemplo, el 17). Los primos forman un conjunto infinito que comienza {2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29…}. El autor los describe: «Ocupan su sitio en la infinita serie de los números naturales y están, como todos los demás, emparedados entre otros dos números, aunque ellos más separados entre sí. Son números solitarios, sospechosos…». A medida que su magnitud crece, los primos se van volviendo más escasos en el conjunto de los naturales. Creo que el título va por ahí: los primos de valor alto están perdidos entre una multitud de números normales; se sienten “solos” entre esa masa ingente de números que son el resultado de un producto de factores. Los protagonistas de la novela se sienten muy distintos a los demás: «…Mattia […] pensaba […] que también ellos querrían ser como los demás, números normales y corrientes, y que por alguna razón no podían…». En matemáticas, se estudian números primos gemelos, que son parejas de primos que difieren en 2 (por ejemplo, 11 y 13). Nunca pueden estar juntos porque siempre hay un número par que se interpone (en el ejemplo, el 12). La voz narrativa afirma: «…se descubre que dichas parejas aparecen cada vez con menos frecuencia. Lo que encontramos son números primos aislados, como perdidos en ese espacio silencioso y rítmico hecho de cifras, y uno tiene la angustiosa sensación de que las parejas halladas anteriormente no son sino hechos fortuitos, y que el verdadero destino de los números primos es quedarse solos…». Y, más adelante, habla de los protagonistas: «Mattia pensaba que Alice y él eran así, dos primos gemelos, solos y perdidos, próximos pero nunca juntos».
Este clásico de la ciencia ficción sirvió de base a la película de Stanley Kubrick del mismo nombre, con la nave Discovery y el ordenador HAL 9000 que la controla, y, después, el astronauta entrando por la puerta de las estrellas.
En las primeras páginas se menciona que los mensajes entre máquinas se transmiten usando el código binario: «…transmitiéndose mutuamente fulgurantes impulsos binarios» (es decir, ceros y unos o, lo que es equivalente, números en base 2). Esas palabras plantean la cuestión de los sistemas (o bases) de numeración. La frase anterior encierra un proceso de tres pasos: (i) los caracteres del texto del mensaje se transforman en números, (ii) estos se representan en base 2, y (iii), por último, se transmiten. El primer paso, cuando los caracteres (letras, dígitos o signos de puntuación) del mensaje se transforman en números, es directo. Existen varios códigos de transformación (por ejemplo, en el código ASCII de 7 bits, el carácter espacio se representa por el número 32; el carácter A mayúscula, por el 65; y el carácter a minúscula, por el 97). En la codificación, no hay más que seguir uno concreto (de carácter a número) y utilizar el mismo en la decodificación (de número a carácter). Como hay un conjunto finito de caracteres, en este paso se consideran números de longitud limitada. El segundo paso, expresar un número en base 2, no implica una gran dificultad. Todas las bases son equivalentes (los números anteriores están en base 10, la habitual en nuestra cultura) y se puede pasar de una base a otra sin perder información (por ejemplo, el número 32 en base 10 es el 100000 en base 2) mediante un procedimiento matemático bien conocido. El tercer paso también es directo: la transmisión de números en base 2 (igual que la del alfabeto morse) tiene la ventaja de que solo necesita dos niveles de información, ya que los números en base 2 solo utilizan los dígitos 0 y 1.
Esta obra tiene conexiones profundas con diversas áreas de ciencia. Arthur C. Clarke, su autor, antes de dedicarse a la escritura de novelas de ciencia ficción, tuvo una formación sólida en física, matemáticas y astronáutica, lo que se trasluce en sus textos, que abundan en precisos detalles científicos.
Otra obra que también cita el código binario —esta vez aplicado a ficheros informáticos— es Galatea 2.2 (1995) de Richard Powers. En varias novelas de ciencia ficción de Stanislaw Lem, como Solaris (1961) o El invencible (1964), utilizan el código morse para comunicaciones (a veces mediante láser).
Es una de las narraciones más famosas y profundas de Borges, con varios niveles de significado. Entre otras interpretaciones, la relaciono con las matemáticas porque contiene la idea de infinito; ese concepto que, a primera vista, se esconde tras los números más altos.
El relato comienza como una historia romántica —la amada inaccesible que muere y el enamorado platónico que se consagra a su memoria—, pero pronto se convierte en un asunto de crítica literaria, focalizado en el enorme poema de Carlos Argentino (más los premios literarios a autores concretos y las suculentas notas a pie de página). Muy pronto en la narración —en el primer párrafo—, casi por descuido, el autor menciona: «…el primero de una serie infinita». Las escenas con “muchos objetos” menudean en el texto: las fotos de Beatriz, el gabinete del hombre moderno. Y aparece el larguísimo poema «que parecía dilatar hasta el infinito las posibilidades de la cacofonía y el caos». Hasta ahí, la narración va creciendo serena, contenida, hasta surge el elemento que lo cambia todo: el Aleph. Borges lo describe en un largo párrafo; en el párrafo anterior, se lamenta porque esa descripción va a ser necesariamente parcial y empobrecida. Ese párrafo preparatorio comienza así: «Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; comienza, aquí, mi desesperación de escritor». Un poco más abajo se pregunta: «¿Cómo transmitir a los otros el infinito aleph que mi temerosa memoria apenas abarca?» Continúa enumerando más dificultades; antes que reproducirlas, sugiero que las lean: mejor el original que cualquier copia.
¿Qué sucede para que un autor confiese su «desesperación»? ¿Qué abismo le espera? ¿Está realmente enloquecido? Pienso que Borges se impuso la difícil tarea de describir conjuntos infinitos en un relato y, sobre esa empresa, arriesgo la siguiente interpretación. Borges conocía los trabajos de Cantor —un matemático eminente de finales del XIX y principios del XX— sobre conjuntos infinitos (Cantor está citado en La doctrina de los ciclos, un ensayo de Borges de 1935). En matemáticas, hay varios tipos de infinitos. Nos centramos en dos: los conjuntos que se pueden poner en correspondencia con los números naturales {1, 2, 3, 4…} y los que no. A los primeros se les llama infinitos numerables y a los segundos, infinitos no numerables (un ejemplo del primero es el conjunto de los pares {2, 4, 6, 8…}; del segundo es el conjunto de los puntos del espacio). Un conjunto infinito no numerable es más grande y menos intuitivo de describir que un conjunto infinito numerable. En la narración, hasta que surge el aleph, los conjuntos infinitos que han aparecido son numerables (los cambios en las carteleras de fierro de la Plaza Constitución, el desmesurado poema de Carlos Argentino); Borges los ha descrito de una forma intuitiva, siguiendo la secuencia evidente: el primer elemento, el segundo, etcétera. Sin embargo, los objetos que se ven en la esfera del Aleph: «Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo» forman un conjunto infinito no numerable porque el conjunto de todos los puntos del universo lo es. No hay una manera natural de aproximarse a él, no hay una forma de “ordenar” sus elementos. La estrategia de enumerarlos secuencialmente no sirve porque no posee una estructura consecutiva. Borges recurre a una descripción caótica de lo que ve mediante la frase “vi xxx” («Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América…») repetida hasta la saciedad y entre comas. Borges se enfrenta a la formidable tarea de proporcionar al lector la idea intuitiva de lo que es un conjunto infinito no numerable a través de esa descripción caótica y desordenada. Y llena cuarenta y cuatro líneas de frases separadas por comas, hasta que llega el primer punto (y el lector descansa, agotado por todo lo que ha visto Borges en «ese instante gigantesco»).
Esta narración larga es la vida ficcionada de Sofía Kovalevski que nació en Moscú en 1850 y llevó una vida cargada de dificultades por seguir una carrera científica. Con un talento extraordinario para las matemáticas y dotada de una gran voluntad, su vida fue una lucha constante para superar los obstáculos que, en ese tiempo, una mujer tenía que enfrentar para seguir una trayectoria académica independiente: salir de Rusia para continuar sus estudios, alcanzar un doctorado en alguna universidad, conseguir una plaza remunerada para enseñar matemáticas. Todo en medio de la turbulenta atmósfera de la segunda mitad del siglo XIX en Europa (la Comuna de París ocurrió en 1871 y este suceso tiene una fuerte presencia en la narración, ya que el compañero de su hermana mayor era un comunero).
El relato lo abre una cita de Sofía, la protagonista: «Muchas personas que no han estudiado matemáticas las confunden con aritméticas y las consideran una ciencia seca y árida. Lo cierto es que esta ciencia requiere mucha imaginación». Naturalmente, la autora añade elementos de ficción, pero mantiene los hechos básicos de su vida (familia, viajes, matrimonio, premios académicos, marido, logros matemáticos, hija). El lector queda enfrentado a la dura lucha por la vida de Sofía, siempre persiguiendo objetivos matemáticos abstractos: «No solo estoy descuidando las Funciones, sino también las Integrales Elípticas e incluso mi Cuerpo Rígido». La narración es un continuo saltar adelante y atrás en el tiempo, que se compadece muy bien con su existencia tan viajada entre ciudades europeas (vivió en París, Berlín y Estocolmo, además de Moscú y San Petersburgo), siempre buscando los mejores profesores —como Weierstrass en Berlín, quien, ante la inesperada visita de Sofía, la somete a una prueba: «…plantearle una serie de problemas […] los resuelva y me los traiga dentro de una semana…»—; conocimientos matemáticos más profundos: «Esos descubrimientos eran posibles. Las matemáticas eran un don natural, como la aurora boreal»; buenos colaboradores: «…pasaron de ser profesor y alumna a colegas […] envió sendas notas […] a […] y Jules Poincaré (un matemático famoso)»; o una plaza en alguna universidad: «La Universidad de Estocolmo, recién inaugurada, accedió a ser la primera universidad europea en contratar una profesora de matemáticas». Aunque obtuvo premios: «…le concedieron el premio Bordin, le besaron la mano y le ofrecieron flores…», sufrió dificultades económicas: «…pero a la hora de darle trabajo le habían cerrado las puertas…» y estragos emocionales severos (su hermana, su marido, su hija). Durante un tiempo, Sofía dejó las matemáticas y se dedicó a la literatura; escribió novela, teatro y memorias. Pero volvió a sus amadas matemáticas sin importarle demasiado las dificultades que tendría que arrostrar (en su vida privada, con su familia o con su nuevo pretendiente). Murió de neumonía a los 41 años.
En la vida de Sofía, se combinan dos elementos fundamentales: su tremenda pasión por la ciencia y las innumerables dificultades académicas por ser mujer. Una vida heroica que, con inacabable esfuerzo, consiguió abrirse paso para llevar a cabo el más profundo de sus sueños.
En los cinco artículos de esta primera temporada, hemos encontrado elementos de ciencias más o menos puras —que solo pretenden entender la realidad, como Galileo con su telescopio— en obras narrativas. Pero la inventiva humana no acaba ahí. Un monje, personaje de El nombre de la rosa, la novela de Eco ambientada en el siglo XIV, afirmaba: «algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural». Ya estamos en ese tiempo. ¿La narrativa también se nutre de ciencias aplicadas o de tecnología? La respuesta, en el próximo número.
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