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Afinidades

Goethe escribió una novela, Las afinidades electivas (1809), donde trataba las relaciones entre personas como si fueran atracciones o repulsiones de elementos químicos. Además de hombre de letras, era científico —llegó a escribir una monografía sobre colores en la que contradecía al mismísimo Newton—, y conocía ambos mundos. Hoy, hablar de afinidades entre personas nos refiere más a la psicología o a la neurociencia. La química, separada de los vínculos humanos, realiza sus oficios de alcahueta en el terreno de la materia: se ocupa de sus composiciones, entra a hurtadillas en la intimidad de las sustancias para descubrir sus estructuras internas y las posiciones que ocupan sus elementos —a veces estáticos como centinelas, a veces dinámicos como bailando un vals. Dueña de esas interioridades, nos susurra al oído las simpatías y rechazos que se dan entre los compuestos, sus ansias y sus aversiones. En lo que sigue, reseño cinco obras que incluyen partes de esta ciencia algo entrometida.

 

 

Opus nigrum (Marguerite Yourcenar, 1968)

Transcurre el siglo XVI en Flandes. En esas coordenadas, se enmarca la historia del médico, filósofo y alquimista Zenón, un personaje histórico ficticio (al contrario que el protagonista de Memorias de Adriano (1951), otra novela de la misma autora). Zenón está poseído por el deseo de saber, nada le es ajeno; es un espíritu libre en el tiempo entre la Edad Media y el Renacimiento. Para crearlo, la autora se inspiró en personajes históricos como Leonardo da Vinci, Paracelso, Miguel Servet o Campanella.

La pasión de Zenón por conocer impregna toda la obra que, según avanza, se adentra en la alquimia y la medicina. El protagonista nace bastardo y se sabe destinado a la Iglesia. Comienza a estudiar con la ayuda de un canónigo, que «…le enseñó el latín, lo poco que él sabía de griego, algo de alquimia […] y entretuvo la curiosidad que el estudiante […]  con […] la Historia Natural de Plinio…». Cuando alcanza estudios superiores, sus condiscípulos identifican en su entusiasmo «…las señales de una preocupación alquímica…». Zenón no ceja ni en vacaciones de verano: «…volvía a enfrascarse en especulaciones alquímicas emprendidas en la escuela…». Una vez clérigo, realiza estudios de medicina. Y vaticina que «hacer oro será algún día tan fácil como soplar el vidrio». Confiesa su pasión por conocer: «…estudié el punto de fusión de los metales y la generación de las plantas; he observado los astros y examiné el interior de los cuerpos. Soy capaz de extraer […] la noción de peso […] la noción de calor. Sé que no sé lo que no sé…». Más adelante comprendemos el título de la novela: «… había leído […] la descripción del OPUS NIGRUM, la experiencia de la disolución y calcinación de las formas, que es la parte más difícil de la Gran Obra…». Muchas de sus reflexiones alcanzan un carácter filosófico: «¿Quería ello decir que las frases subsiguientes de la aventura alquímica fueran algo distinto de los sueños y que algún día él podría conocer la pureza ascética de la piedra blanca, y luego el triunfo del espíritu y los sentidos, que caracteriza a la piedra roja?…». Ya maduro, confiesa: «…Hasta en el arte del médico […] desempeña su papel la invención vulcánica y alquímica…». Y cuando está en prisión, enfrentado a la hoguera, piensa: «…esa mors ígnea apenas diferente de la agonía de un alquimista que prende por descuido sus vestiduras en el atanor…».

Por las discusiones teológicas y las intrigas políticas, relaciono esta novela con El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco, obra que contiene ecos interesantísimos de ciencia medieval —o «magia natural» como también la llama el autor—: las tintas invisibles, las matemáticas y los laberintos, la astronomía y la esfera armilar, las ciencias de la salud y los venenos. Y, con un retrato tan vivo de la intolerancia religiosa, la obra remite a El hereje (1998) de Miguel Delibes. Ambas son novelas históricas, con atmósferas muy cuidadas en sus tiempos y en sus espacios, que reflejan la tragedia de hombres que buscan su destino y ansían la libertad en sociedades crudamente sometidas a credos absolutos.

 

El perfume  (Patrick Süskind, 1985)

Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de esta historia que sucede en Francia en el siglo XVIII, es un ser singular. Nace en un lugar muy maloliente —bajo un puesto de pescado de un mercado parisino— y no muere por los pelos. Criado en un hospicio, tiene la peculiar característica de no oler a nada, aunque su olfato portentoso le permite detectar personas antes de que aparezcan, hallar escondites o seguir rastros. La dueña del hospicio lo toma por un vidente y se deshace de él. Con el tiempo, consigue aprender el oficio de perfumista: «…sabía que él podría inventar otras fragancias muy distintas…». Así, hace acopio de un gran catálogo mental de aromas: «El objetivo…era poseer todo cuanto el mundo podía ofrecer en olores…». En ese empeño, la novela toma vuelo, ocurren asesinatos y suceden giros inesperados.

En su formación como aprendiz de perfumista en París, se encuentra con la destilación y queda muy impactado por ese método. Describe con detalle el alambique de su maestro: «…una caldera de cobre para la destilación, provista de una tapa hermética en forma de cúpula…». Tanto le entusiasma que se ve él mismo como ese aparato. Y se lanza a destilar cualquier cosa que tenga olor: «Destiló latón, porcelana y cuero, grano y guijas; destiló tierra, sangre, maderas y pescado fresco, incluso sus propios cabellos…». No obstante, se desespera ante los límites de la destilación y cae enfermo. Solo sana cuando conoce de otros métodos para extraer la fragancia de un cuerpo y Grenouille no duda en viajar a Grasse para conocerlos. Se trata de la maceración y el enfleurage, formas de extraer los aromas más delicados mediante grasa o aceite: «…en una gran caldera una sopa espesa con sebo de cerdo y de vaca […] echaba en ella las flores frescas […]. Y […]se ablandaban y marchitaban […] cuantas más flores se echaban a la caldera, tanto más intensa era la fragancia de la grasa […]. Se esparcían, en una sala especial para el perfumado, sobre placas untadas de grasa fría o se tapaban con paños empapados de aceite, donde se dejaban morir mientras dormían».

La conexión con la alquimia es directa vía los alambiques de destilación. En ese sentido, esta obra se conecta con la  mencionada Opus nigrum (1968) de Marguerite Yourcenar. En la actualidad, los principios de estos métodos siguen siendo válidos en la industria del perfume; además de la destilación tradicional, ha aparecido la destilación por arrastre de vapor, en la que el material a destilar no se hierve juntamente con el agua, sino que a través de él pasa una corriente caliente de vapor de agua, que arrastra la parte aromática y se condensa en un serpentín. El enfleurage se ha sustituido por sumergir en frío las flores en disolventes orgánicos.

El libro abunda en descripciones sensoriales (olores) y, por eso, podría estar conectado con miles de obras con énfasis en los sentidos. Entre ellas, la veo directamente relacionada con Como agua para chocolate (1989) de Laura Esquivel, una obra también muy sensorial, con la diferencia de que, en dicha novela, las descripciones tratan sobre comidas y sabores.

 

El sistema periódico (Primo Levi, 1975)

Estas singulares memorias se componen de veintiún capítulos. En cada uno de ellos, Primo Levi asocia un elemento químico con un evento de su vida (incluye a sus antepasados), el que desarrolla de forma cronológica (salvo en cuatro capítulos —correspondientes a plomo, mercurio, azufre y titanio—, que son narraciones de ficción en torno a cada uno de esos elementos). Naturalmente, su formación y trabajo de químico tiene mucho que ver con el material que presenta en el libro, aderezado con sus experiencias de familia judía en el Piamonte italiano, de persecución bajo la dictadura fascista y de superviviente del campo de exterminio de Auschwitz, la terrible experiencia que marcó toda su vida posterior.

El libro es un reflejo de su historia personal. El primer capítulo, que lleva el nombre del gas noble argón, está dedicado a sus antepasados: «…Nobles, inertes y raros, su historia es bastante pobre en comparación con la de otras ilustres comunidades judías de Italia y Europa…». Después, describe anécdotas de su primera juventud, sus profesores en la universidad, alguna aventura con tintes amorosos hasta que la brutal realidad de aquel tiempo se impone: «En enero de 1941 […]. Solamente algún iluso podía pensar todavía que Alemania no iba a ganar la guerra…». Tras varios incidentes, en el capítulo dedicado al oro, narra su captura como partisano: «Pero alguien nos traicionó, y en la madrugada del 13 de diciembre de 1943 nos despertamos rodeados por la república»; y es deportado a Auschwitz como judío: «…el tipo de ejemplar humano que pudiera corresponder, en noviembre de 1944, a mi nombre, o mejor dicho a mi número: el 174517». Luego de la liberación del campo, vuelve a Italia e intenta sobrevivir como químico en un laboratorio precario que monta con un colega (la historia del estiércol de gallina es hilarante). No obstante, las memorias también tienen momentos muy dramáticos. Y uno de ellos sucede cuando, en el transcurso de una operación comercial con una empresa química alemana, el autor se encuentra con alguien apellidado Müller, un nombre que le recuerda su etapa de Auschwitz. Primo Levi escribe: «…Si este Müller era mi Müller…». Una historia sobre un átomo de carbono cierra el libro, concebido como «…microhistoria, historia de un oficio y de sus fracasos, triunfos y miserias…».

Esta obra me trae a la mente El tío Tungsteno (2001), las memorias de niñez de Oliver Sacks —en aquel momento muy aficionado a la química—, que encontró en su tío Dave —un acérrimo defensor del tungsteno y fabricante de bombillas de incandescencia con filamentos de ese metal— una especie de oráculo para responder a sus incontables preguntas infantiles. Y también, por las experiencias bajo la dictadura fascista, recuerdo al Elogio de la imperfección (1999), las memorias de Rita Levi-Montalcini, quien obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1986 por sus investigaciones sobre el factor de crecimiento del tejido nervioso. Las páginas en las que narra esos descubrimientos al microscopio son de una rara y singular belleza.

 

El arco iris de gravedad (Thomas Pynchon, 1973)

Bonito título, ¿verdad? Creo que se refiere a las trayectorias de las bombas volantes alemanas (o quizás se refiere al fenómeno del arco iris, que es un espectáculo individualizado para cada persona —dos espectadores contiguos ven arcos iris ligeramente diferentes—, y compuesto por las contribuciones de miles de gotas de agua que caen por gravedad). Sea como fuere, es un libro voluminoso —más de mil páginas—, con decenas de personajes y montones de tramas. Está ambientado en Londres, en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, y en Alemania en las primeras semanas tras el fin de la guerra. Es muy caótico y resiste las clasificaciones usuales. El personaje más frecuente es Slothrop, un oficial americano que trabaja para la inteligencia aliada en Londres.

La novela contiene diversas referencias científicas. Me concentraré en dos temas: Kekulé e Imipolex G. En la primera parte del libro, aparece Kekulé: «…el famoso giro de Kekulé, de la arquitectura a la química…». Se refiere a Friedrich August Kekulé, un químico alemán del XIX considerado uno de los padres de la química orgánica. El autor muestra dos informaciones clave sobre él, cientos de páginas después de esa mención inicial. La primera es sobre sus estudios: «Comenzó estudiando arquitectura, terminó convirtiéndose en uno de los Atlantes de la química…». Así fue y parece que su orientación inicial le fue de utilidad en el nuevo dominio: «El joven exarquitecto Kekulé se dedicó a buscar entre las moléculas […] las formas ocultas que sabía que estaban allí…». La segunda es casi poética. Kekulé estudiaba el benceno: la composición era conocida, pero su estructura se resistía. Una noche, él soñó con una serpiente que se mordía la cola. Y, a partir de ahí, surgió la disposición en anillo del benceno. El autor lo menciona: «…el gran Sueño que revolucionó la química […] Kekulé sueña con la Gran Serpiente que se muerde la cola…».

Mientras que la historia anterior es verídica, el Imipolex G es una ficción hilarante. Un personaje, Laszlo Jamf, es un científico loco que, antes de la guerra, estaba en la Universidad de Harvard y ahora trabaja para los nazis. Ha inventado el Imipolex G, un nuevo plástico útil en el aislamiento de los cohetes, y, cuando estaba en Harvard, condicionó el pene de Slothrop para que respondiera a la presencia de ese nuevo plástico con una erección infantil (hizo experimentos con él cuando era niño). En el colmo de la chanza, cada vez que una bomba volante cae sobre Londres, el protagonista tiene una erección.

Algún crítico ha comparado esta obra con un segundo Ulises (1922) de James Joyce y, sin duda, hay similitud por la enorme cantidad de situaciones, las escenas disparatadas y el caos. Entre otras novelas voluminosas, le encuentro relación con la experimental La broma infinita (1996) de David Foster Wallace, escrita con un descontrol narrativo similar. Michiko Kakutani, la prestigiosa crítica literaria del New York Times, llamó a la obra un «vasto compendio enciclopédico de cualquier cosa que se le cruzara por la cabeza a Wallace». Esa obra contiene varias referencias químicas.

 

Voces de Chernóbil  (Svetlana Alexievich, 1997)

Esta obra de no ficción es un documento sobre las terribles consecuencias del accidente de la central nuclear de Chernóbil. Contiene numerosos testimonios: el ciego heroísmo de los bomberos, el amor desgarrador por los que morían, la tristeza de los que abandonaban sus tierras, el dolor por los hijos nacidos enfermos, la dureza de la vida para los supervivientes, entre otros. El libro también habla sobre la contaminación radiactiva que cayó sobre el norte de Ucrania, el sur de Bielorrusia y la región rusa de Briansk.

¿Cómo funciona una central nuclear? Los núcleos atómicos de ciertos elementos radiactivos con núcleos “grandes” tienen la propiedad de partirse al recibir un neutrón, lo que produce dos núcleos de elementos más ligeros, más varios neutrones, radiación y calor. Por encima de una concentración crítica, aparece una reacción en cadena que, si no está controlada, produce una explosión: este es el fundamento de las armas nucleares. En una central nuclear, esa reacción se mantiene bajo control con sustancias como el agua pesada y el grafito, y el calor se utiliza para generar electricidad.

Pero un día sucedió. La madrugada del 26 de abril de 1986, los técnicos cometieron un error en el reactor número 4. La reacción en cadena se descontroló y causó una explosión que destruyó el techo del reactor, y lanzó al exterior elementos muy peligrosos y radioactividad masiva. Se generó un incendio que duró diez días. Los bomberos que intervinieron en los primeros momentos recibieron dosis letales de radiación. El libro recoge el patético monólogo que un médico le dirige a la joven esposa de un bombero hospitalizado que quería permanecer a su lado: «…No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido […] sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez…». El polvo radiactivo contaminó 142 000 km2 y obligó a evacuar 350 000 personas. En los días siguientes, se detectaron partículas radiactivas en Europa, Japón, China, India, Estados Unidos, Canadá. Un informe señala: «…Bastó menos de una semana para que Chernóbil se convirtiera en un problema para todo el mundo…». En la actualidad, hay una zona de exclusión de 5200 km2, donde nadie puede vivir. Además, en la región, se han disparado los casos de cáncer, malformaciones, depresión, alcoholismo, etcétera. Un alto precio a pagar por «el átomo para la paz».

El libro contiene multitud de descripciones dramáticas sobre personas que soportaron esa contaminación letal, invisible y silenciosa. También, habla de los 800 000 soldados de reemplazo que la Unión Soviética envió al lugar. Un párrafo se centra en el sinsentido de sus fusiles contra la radiación aunque las armas sí eran útiles para matar a los animales. Sobre los bomberos y los “liquidadores” —para “liquidar” las consecuencias del accidente— afirma: «…el comportamiento de los bomberos que la primera noche apagaron el incendio en la central atómica, así como el de los liquidadores, recordaba al de los suicidas […] Los liquidadores trabajaban a menudo sin los uniformes […] de protección…». Da voz a los pilotos: «…me dirigía con el helicóptero al reactor: ida y vuelta, el pasillo en las dos direcciones, y un día allí subía a 80 roentgen, y al siguiente alcanzaba los 120…». Y a tantas otras víctimas.

Menudean los libros sobre catástrofes, muchas veces motivados por la necesidad de dar voz a los damnificados, a menudo ignorados por los responsables públicos. Sobre desastres naturales, recuerdo el libro de Elena Poniatowska Nada, nadie: Las voces del temblor (1988), sobre el terremoto que asoló la Ciudad de México en 1985 y del que nunca se conoció con precisión la cifra de víctimas (alguna fuente señala hasta 40 000 fallecidos). Un año antes, sucedió uno de los mayores desastres provocados por la acción humana: la fuga de pesticidas en la planta química de la empresa Union Carbide en Bhopal, India. Esta es la materia prima del libro Era medianoche en Bhopal (1997) de Dominique Lapierre y Javier Moro. Este terrible accidente causó entre 15 000 y 30 000 muertos, más decenas de miles de heridos. Hoy, más de 35 años después, se siguen detectando consecuencias de aquella tragedia: contaminación de aguas subterráneas, niños nacidos con malformaciones y secuelas físicas, así como trastornos mentales entre los afectados. Un precio impagable en el denominado primer mundo, que envía sus producciones “sucias” a países en desarrollo, donde la vida se cotiza a la baja.

 

En muchas mitologías antiguas, los dioses habitaban en la cima de las montañas, aliados con los riscos inaccesibles. Otras, sin embargo, hablaban de una raza mágica de seres del subsuelo, que vivían entre pedruscos en profundas grutas. ¿También hemos hecho una ciencia de las rocas y los guijarros? La respuesta, en la próxima entrega.

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