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La vida te da sorpresas

Mi lápiz se desliza sobre el papel en blanco y deja huellas como una liebre sobre la nieve. Esos signos, trocitos de grafito adheridos a la celulosa, son materiales inertes hasta que ven la luz, es decir, hasta que alguien los lee: unos ojos los registran, un cerebro los descifra, una mente los interpreta. El paso de materia inerte a algo vívido y experiencial es un milagro que viene repitiéndose durante siglos, y al que no le damos importancia; es una funcionalidad de alto nivel de la especie Homo sapiens. En la naturaleza, las distintas formas de vida comparten con el hombre una arquitectura básica: la molécula de ADN. Con su larguísima combinación de cuatro compuestos, enumerarla suena como una máquina de escribir. Del ADN se puede decir que nos conduce a la vida por su escalera de caracol. Esta conexión permite puentes entre los distintos organismos vivos y así, la lectura humana queda emparentada con otros procesos biológicos, como, por ejemplo, la fotosíntesis o la división celular. A continuación, comento cinco obras que hablan de elementos concretos de esa vida global.

 

 

Seda (Alessandro Baricco, 1996)

Esta delicada novela trata de la manufactura de la seda en un pueblo del sur de Francia, en la segunda mitad del XIX. El preciado hilo se consigue a partir de los capullos en donde se encierran las larvas antes de pasar a mariposa. La eclosión de los huevos produce las larvas, que inician una enloquecida carrera en torno a un mes en donde comen constantemente hojas de morera. Cuando se encierran en el capullo, han multiplicado por cincuenta su tamaño inicial.

En aquella época, los huevos de los gusanos europeos sufrían plagas letales y los productores de seda buscaron otras fuentes: entre ellas, el extremo oriente. Y la novela trata de este comercio secreto —pues estaba prohibido en aquel tiempo. En ese devenir, el protagonista viaja, se enamora. Entre la ficción, el autor intercala un hecho histórico que sucedió en 1865: «El gobierno había mandado a Nimes a un joven biólogo encargado de estudiar la enfermedad que inutilizaba los huevos producidos en Francia. Se llamaba Louis Pasteur: trabajaba con microscopios capaces de ver lo invisible, decían que ya había obtenido resultados extraordinarios». En efecto, fuera de la novela, un joven Pasteur —tras una meticulosa investigación de cuatro años— descubrió los gérmenes que parasitaban los huevos y que los convertían en inútiles. En medio de esa tarea, Pasteur sufrió una hemorragia cerebral que se cebó en su lado izquierdo. Cuando terminó la convalecencia, en 1870, publicó un libro en el que detallaba sus resultados y cómo evitar la contaminación de los huevos. Este hallazgo cimentó la fama del científico, que llegó a ser grande (otras contribuciones importantes suyas fueron la pasteurización para conservar los alimentos o la vacuna antirrábica). Y tanto Francia como otros países —Italia, Australia— se beneficiaron de sus descubrimientos. Pocos años más tarde, en 1884, se inventó la denominada seda artificial, lo que, a un plazo medio, significó la decadencia de las hilaturas basadas en el gusano de seda.

El médico alemán Robert Koch, contemporáneo de Pasteur, dio un paso más allá y aisló los microrganismos que causaban diversas enfermedades humanas (entre ellas la tuberculosis, lo que le valió el Premio Nobel en 1905). Esa metodología, tan fundamental en medicina, se refleja en la novela La peste (1947) de Albert Camus, en la cual el médico Rieux detecta el microbio causante de la epidemia en sus análisis de laboratorio y cuida, con éxito limitado, que no se propague.

 

Retrato en sepia (Isabel Allende, 2000)

Una dinastía familiar en Chile y en Estados Unidos, en el periodo entre mediados del XIX y principios del XX, es el material primordial de esta novela. Es la continuación de la saga comenzada en Hija de la fortuna, obra anterior de la autora. La matriarca de la familia Del Valle —a finales del XIX, ya anciana— decide operarse en Londres, en una clínica donde se introduce la desinfección en la cirugía, una práctica que, en aquel tiempo, comenzaba a abrirse paso entre la clase médica: «La clínica Hobbs […] No había […] la típica arena de operaciones […] sino pequeñas salas de cirugía […] que se cepillaban con lejía y jabón una vez al día…». La autora menciona a Koch —el médico alemán citado en la reseña de Seda— y a Lister, un médico británico; ambos —fuera de la ficción— introdujeron la asepsia en las operaciones por aquellos años. Además, proporciona una descripción detallada de la desinfección, que podría pertenecer a la mejor historia de la ciencia: «A diferencia de muchos de sus contemporáneos para quienes las infecciones se producían espontáneamente en el cuerpo del enfermo […] entendió de inmediato que los gérmenes estaban fuera […] se concentraban en las superficies sucias; la infección se producía por contacto directo, de modo que lo fundamental era limpiar a fondo el instrumental, usar vendajes esterilizados y los cirujanos no sólo debían lavarse con saña, sino en lo posible usar guantes de caucho…». Nada que añadir.

Al hilo de esta historia de progreso, me viene a la cabeza otra de oscurantismo. Se trata de la vida de Ignaz Philipp Semmelweis, un médico de mediados del XIX que atendía a parturientas en el hospital de Viena. Se dio cuenta de que la mortalidad de estas era mucho más alta en la sala atendida por médicos que en la atendida por matronas. Durante la hora de visita médica, los primeros venían de hacer prácticas de anatomía con cadáveres mientras que las segundas no realizaban esa tarea. Semmelweis propuso que los médicos se desinfectaran las manos antes de atender a las enfermas e, inicialmente, obtuvo muy buenos resultados, pero al final sus ideas fueron rechazadas por la comunidad médica. Despedido del hospital, erró por otras instituciones hasta que, hundido en alteraciones mentales, fue recluido en un psiquiátrico donde murió. Sus ideas fueron aceptadas después de su muerte cuando Pasteur confirmó la teoría de los gérmenes como causantes de las infecciones y Lister desarrolló los métodos de asepsia en cirugía. La vida de este médico está narrada en la obra Semmelweis (1936) de Louis-Ferdinand Céline.

 

Amor perdurable (Ian McEwan, 1997)

Es la extraña historia de alguien que, tras un vertiginoso incidente, se enamora locamente de Joe, el protagonista: le telefonea, le escribe, le acosa y se vuelve un elemento peligroso. Joe, antiguo investigador en electrodinámica cuántica, narra su vida de escritor de artículos científicos junto a su mujer Clarissa, especialista en el poeta británico John Keats, y los incidentes que genera esta inusitada persecución (diagnosticada como un desorden psiquiátrico del enamorado perseguidor).

Aunque no es imprescindible para la trama, McEwan nos describe unos acontecimientos históricos del siglo XIX que pudieron cambiar el curso de la ciencia: Friedrich Miescher, un médico suizo, aisló en 1869 el ADN del núcleo celular. No obstante, la comunidad científica no le prestó atención y esa molécula imprescindible para la vida pasó desapercibida para la vanguardia de la ciencia varias decenas de años hasta que Wilkins, Franklin, Crick y Watson supieron interpretarla. Watson y Crick, en 1953, publicaron un artículo en la prestigiosa revista Nature, en el que daban cuenta de sus hallazgos; ellos dos y Wilkins, en 1962, recibieron el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la estructura del ADN. Rosalind Franklin, que había tenido un protagonismo esencial en el proceso, había muerto unos años antes.

McEwan nos hace llegar esa información con admirable maestría. Celebran el cumpleaños de Clarissa en un restaurante y aparece Jocelyn, su padrino, que ocupa un cargo en el proyecto del genoma humano. Como regalo, le ofrece un precioso broche con la doble hélice del ADN. Jocelyn diserta sobre el descubrimiento de Miescher (primero, lo cuenta la voz narradora; después, pasa a estilo directo): «…Aquélla constituiría una de las grandes ocasiones desperdiciadas de la historia de la ciencia […]. —Lo tenían delante de las narices —observó Jocelyn—. Pero eran incapaces de verlo…». Continúa con una descripción de los pequeños avances que finalmente concluyeron en la concepción del ADN tal y como lo conocemos hoy. A la vez, Joe describe el restaurante y, en particular, una mesa con el mismo número de comensales y del mismo sexo que la suya. Sin embargo, la animada conversación con Clarissa y su padrino prosigue, ahora dedicada al poeta Keats (con sospechosa equidad, McEwan dedica la primera parte de la conversación a la biología y la segunda, a la poesía). Y apostilla: «…de Miescher y Hoppe-Seyler, llegamos a Keats y Wordsworth…» (los dos primeros son médicos; los dos segundos, poetas). Llegan los postres y el narrador, que escribe desde el futuro, introduce un pensamiento: «¿Y qué podría haber hecho, en mi fantasía, para convencer a Clarissa, a Jocelyn y a los desconocidos de la otra mesa de que dejaran la comida y echaran a correr conmigo escaleras arriba para buscar una puerta por donde bajar a la calle?».

McEwan suele introducir cuestiones científicas en sus novelas. Quizá sea una herencia de su atracción por estos temas cuando era adolescente, aunque al final se dedicó a la escritura (el influjo de un profesor parece que fue crucial aquí; no iba desencaminado porque McEwan es un estupendo escritor). Sea como fuere, él ha confesado su interés por la ciencia en varias entrevistas, en las que aboga por incluir en la narrativa los asuntos candentes de actualidad científica y tecnológica. Ha hablado de su inclinación hacia los revolucionarios intelectuales, como Darwin, Copérnico o Einstein, y es miembro de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia.

En esta novela, hay una sutil dicotomía entre Joe, escritor de ciencia, y Clarissa, especialista en poesía. En el libro, también se habla de Darwin, del sistema nervioso y de genética. En varias de las obras de McEwan, los protagonistas son científicos: un neurocirujano en Sábado (2005), un Premio Nobel de Física en Solar (2010). El conjunto de su obra muestra cómo los temas científicos se pueden acomodar de forma natural en la literatura de ficción.

 

El procedimiento (Harry Mulisch, 1998)

El autor, dotado de una erudición infatigable, se enfrenta en esta novela a un mito: la creación de vida a partir de materia inerte. Victor Werker, el protagonista, lo consigue y crea un eubionte, un ser vivo, a partir de minúsculos cristales de arcilla (parece un guiño a la creación bíblica de Adán). A la vez que su fama como bioquímico crece, su vida familiar se desmorona: su mujer le abandona después de dar a luz a una niña muerta (él no puede soportar el parto). Con un giro inesperado, la novela prosigue y acaba de una forma sorprendente.

Las descripciones científicas se concentran en el segundo acto (de los tres en los que se divide el libro), y se muestran en las tres cartas que Victor escribe a su hija muerta y que envía a su exmujer con el objetivo de acercarse a ella. Con la excusa de informar a esa hijita ausente, Victor ofrece su opinión sobre muchos temas y despliega un conocimiento enciclopédico. Y, naturalmente, intenta explicar a su hija su propio trabajo. Comienza por el papel del ADN y hace una introducción histórica: «…Fue por aquel entonces cuando Watson y Crick formularon el modelo de doble hélice en la molécula del ADN…». Prosigue con una descripción muy bien informada: «…Es la esencia de toda vida allí […] se borra cualquier diferencia […] entre seres humanos, ratones, geranios y virus del sida». Y llega a su gran descubrimiento: «…Mi pequeño eubionte había visto la luz: un cristal de arcilla orgánico extremadamente complejo […] con el carácter de proto-ARN, una especie de ribosoma primigenio capaz de producir un par de proteínas cortas, con lo que mi pequeña criatura, extrayendo la energía de la luz solar, se reproducía y disponía de metabolismo…», acompañado de la publicación en una revista científica de prestigio: «…Mi artículo original, publicado en Science, “Creation of Life from Inorganic Building Blocks” […] era muy técnico…». Su contribución científica se entremezcla con su vida privada y la trama continúa.

La novela abunda en paradojas. La más evidente se centra en el protagonista, creador de vida, que es incapaz de reproducirse (que no puede tolerar la presencia de la muerte y escapa del quirófano cuando su mujer da a luz a su hija muerta). Pero hay otras más sutiles: los cristales, presentes cuando engendran a Victor, y, también, en su importante descubrimiento, la ligazón que existe entre los trillizos (sus hermanos de leche), que viven en lugares muy distantes entre sí, pero quienes les suceden eventos similares. Ante esos indicios, Victor reflexiona: «…por alguna misteriosa razón no están nunca solos, a pesar de vivir a miles de kilómetros…de alguna manera les envuelve un huevo común…». Y concluye que existe una conexión entre todo lo que vive, y ha vivido en el espacio y en el tiempo.

El nivel de conocimientos del autor es, sin duda, muy notable. Esta novela muestra muchos temas, tanto humanísticos (Paracelso, la alquimia, el Talmud, el golem, Mary Shelley, la esfinge, Orfeo y Eurídice, Pigmalión, Petrarca, Isis y Osiris, Thomas Mann, Milton) como científicos (y tanto en áreas cercanas al núcleo de la novela como la clonación o el proyecto Genoma como en aspectos de astronomía, robótica y psicoanálisis). Otras dimensiones también aparecen: la geografía de ciudades o distintas referencias culturales (a pintores o a cineastas). A su vez, el autor hace muchas referencias a investigadores reales y a contribuciones concretas que muestran una profunda zambullida en la dimensión científica del texto.

En relación con esta obra, no puedo dejar de mencionar el libro La doble hélice (1968) de James Watson; la propia novela de Mulisch lo cita. Es un texto de divulgación en torno al descubrimiento de la estructura de la molécula del ADN. También debo destacar el best seller Parque Jurásico (1990) de Michael Crichton. Se trata de un parque temático en Costa Rica que intenta recrear la época de los dinosaurios, los que son obtenidos mediante la clonación de ADN fósil, pero ocurren sucesos inesperados que desencadenan toda una aventura.

 

Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932)

Un futuro distópico en una sociedad teóricamente perfecta es el ambiente de esta novela, en donde cada ser humano es feliz porque ama lo que es y la tarea que debe realizar. La producción de seres humanos —la tecnología para la reproducción en el laboratorio ya se ha desarrollado— está en manos del Estado con fines estrictos de estabilidad social. Un rígido sistema de cinco castas —alfas, betas, gammas, deltas y epsilones— mantiene el orden social. Extirpando sus emociones, anulando su libertad, los seres humanos se convierten en “máquinas supuestamente perfectas”, devotas del consumo y del soma, la droga de la felicidad que se reparte libremente. Uno de los personajes resume perfectamente este mundo feliz: «…Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión o la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma…».

La novela comienza con una visita guiada al Centro de Incubación y Condicionamiento de Londres. Como los humanos han dejado de ser vivíparos y la reproducción es ahora asunto del Estado, esta parte inicial contiene numerosos elementos de biología humana. Los visitantes deambulan por la Sala de Fecundación: «Esto […] son las incubadoras […]. La provisión semanal de óvulos […] la técnica de conservación de los ovarios extirpados […] ese recipiente era sumergido en un caldo caliente que contenía espermatozoos […] los óvulos fecundados volvían a las incubadoras, donde los alfas y los betas permanecerían hasta que eran embotellados, en tanto que los gammas, deltas y epsilones eran retirados al cabo de solo treinta y seis horas…». Tras describir las técnicas de producción de gemelos, pasan a la Sala de Envasado y continúan hacia la Sala de Predestinación Social, donde cada embrión queda definitivamente asignado. En el Almacén de Embriones, que, en realidad, es una gigantesca y lentísima cinta transportadora que tarda doscientos sesenta y seis días en dar una vuelta completa, los embriones embotellados son sometidos a distintas manipulaciones. Terminan viendo la luz en la Sala de Decantación. Continúan la visita en la Sala de Condicionamiento Neopavloviano, donde son testigos de cómo un grupo de bebés deltas son condicionados con sirenas y descargas eléctricas contra los libros y las flores. Más mayores, también, son condicionados con mensajes durante el sueño. Y, al final, pasan al jardín donde cientos de niños entre siete y ocho años, desnudos, se entretienen con complicados juegos de pelota o con juegos sexuales, ahora fomentados. A partir de aquí, la base del mundo de la novela queda establecida y esta toma vuelo con el devenir de los protagonistas. Visitan una reserva para salvajes —hombres que viven de forma natural— y uno de ellos accede a acompañarlos a Londres, en donde le muestran las ventajas de la nueva civilización. El conflicto está servido y le ofrece varias oportunidades al autor para plantear interesantes problemas sociales en los que la libertad individual juega un papel central.

El tema de los futuros distópicos ha sido una fuente de inspiración. Antes de esta novela, se publicó Metrópolis (1926) de Thea von Harbou, que refleja una ciudad dominada por una élite que vive en la superficie mientras que los trabajadores viven bajo la ciudad y laboran sin cesar de forma deshumanizada para mantener el modo de vida de los poderosos. Unos años —y una guerra mundial— después, apareció 1984 (1949) de George Orwell, que creó al Gran Hermano, el mito culmen del control individual. Farenheit 451 (1953) de Ray Bradbury es otra distopía famosa. En un tiempo futuro, los libros están prohibidos y los bomberos se dedican a quemarlos; la novela está protagonizada por un bombero que comienza a dudar sobre su cometido.

 

El pan caliente a partir de harina, agua y levadura es un prodigio fascinante y repetido. Los hombres, desde la Antigüedad, han caído seducidos por su poder, incrédulos de esa metamorfosis beneficiosa que se operaba en el transcurso de una noche. ¿Cómo se han incluido las transformaciones en la ciencia? La respuesta, en la próxima entrega.

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