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Castillo de arena

Matilde está sentada en la orilla de la playa. Siente la cara tirante y el pelo tieso por el agua salada. Llena un balde con arena y la aplasta con una pala verde para que quede compacta. David la mira mientras se acerca caminando con una toalla al hombro.

—¿No estái grande ya pa’ jugar a eso?

—A mí me gusta, ¿ya?

—A los nueve, yo me escapaba con los cabros a fumar, ahí detrás del quiosco.

David estira la toalla y se sienta al lado de Matilde.

—La profe de Ciencias Naturales dice que fumar hace mal. No deberías.

Vuelca la arena del balde al lado de los otros pequeños montículos hasta cerrar el semicírculo que forma la entrada de su castillo.

—Buena po’, te creís mi mamá.

Matilde intenta quitarse el pelo de la cara con el codo.

—No, la tía Julia es más pesada que yo.

— Es verdad —dice riendo—. Es que la señora todavía no entiende que soy mayor de edad. —David da vuelta la cabeza para mirarla—. En cambio, tú me caís bien.

Ella le sonríe mientras llena un nuevo balde de arena.

—Lo sabís, ¿cierto? 

—¿Qué?

Matilde siente el traje de baño mojado entre las piernas y la arena tratando de colarse.

—Que me caís bien. Me importa que lo tengái claro.

Matilde no contesta.

—¿Qué se siente fumar? —Lo mira mientras se acomoda el tirante del traje de baño que se le cae por el hombro.

—Se siente rico. Un aire calentito que te entra al cuerpo.

—Pero tiene mal olor.

—No sé, a mí me gusta. El olor que sale cuando recién prendes un cigarro es de mis favoritos.

—Mi favorito es el que sale de los lápices de colores cuando les saco punta.

—Ese es bueno también

—¿Y a mi edad también tomabas?

—No. Si era medio pavo igual.

—Eso sí que hace mal, dice mi mamá.

—A tu edad me gustaba una niña súper parecida a ti.

David aplasta la arena en un balde para que quede compacta, imitando a Matilde.

Ella baja la mirada y vuelve a concentrarse en la torre.

—Se llamaba Carolina y siempre usaba unos shorts rosados, como esos tuyos.

—¿Esos? —Señala la ropa que está amontonada debajo del quitasol—. Me los regalaron para la Pascua, son como los de Taylor Swift.

—Te quedan bonitos —dice David mientras se acerca para ayudarle a hacer la cúpula de una torre de su castillo

—A mí no me gusta nadie. Los niños del colegio me caen mal.

—¿Por qué? Apuesto que erís tú la que los anda molestando.

—Na’ que ver. Yo no les digo nada.

—Yo creo que tú les andái quitando la colación, como cuando me robaste el chocolate el otro día.

Matilde suelta una carcajada.

—Pensé que no te habías dado cuenta.

—No te extrañes si se te desaparece el postre uno de estos días.

—Ya, perdón. Es que no me aguanté.

David le muestra que las torres quedan más firmes al amoldarlas con las manos poniendo un poco más de agua. Entre los dos forman estrellas para poner en las puntas y arman un portón para el castillo con palitos de helados que encuentran escondidos en la arena.

Voilà —dice David poniéndose de pie y apuntando el castillo recién terminado.

—¿Qué es eso, vualar? ¿Volar?

—No, enana. Es una palabra en francés que significa “aquí está” o algo así.

—Ah. Es que yo no sé francés. Solo sé inglés. ¿How are you? —dice Matilde poniéndose de pie con las manos en la cintura como posando.

—Yo te puedo enseñar francés. Yo sé mucho, mademoiselle.

—No sé, quizás después —responde distraída dando los toques finales.

—¿No te gustaría aprender a fumar?

—No, si ya te dije que hace mal.

—Una piteada no te va a hacer nada. Vamos y volvemos —dice mirando en dirección al quiosco.

—Ah, ¿ahora? —Matilde se detiene en su labor.

—Claro.

—No, nos pueden pillar. Mi mamá vuelve luego.

—No nos demoramos nada. Yo vigilo que nadie nos vea.

Matilde quita las manos de la arena y lo mira unos segundos. Suelta la pala que tiene en la mano y se pone sus sandalias.  

Se alejan caminando hacia el quiosco. David pone su mano bajo la nuca de Matilde.

El agua empieza a llegar a la puerta del castillo.

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