Desde que existe internet, los textos o videos que empiezan con la palabra “cómo” se buscan justo antes de empezar a hacer algo. Así que asumiré que tienes muchas ganas de empezar a escribir esa novela de la que ya le has hablado a tus amigos o a tu almohada. Antes de empezar con cualquier tipo de consejo o método, sin embargo, hay que empezar hablando de para qué escribir una novela.
Ya sé, suena terriblemente pedante, pero es necesario, creo.
Existen muchas razones para escribir una novela y, quizás, todas sean válidas, pero algunas esconden más el deseo de haberla escrito que de escribirla. Es decir, podrías escribir una novela porque tienes una idea que lleva años apareciendo en tu cabeza. O porque leíste una novela y te gustó tanto que quisieras haberla escrito tú. O porque viste que alguien se ganó un premio con una novela que leíste y es malísima y, entonces, decidiste que tú también podías hacerlo. O porque lees demasiado y necesitas escribir una novela que sientes que hace falta en el canon de lo que lees. O también puedes hacer como casi todo el mundo y escribir una novela para contar tu vida.
Sin importar la razón por la que quieres escribir una novela, valdría la pena que te hagas, por lo menos, una de estas preguntas:
Yo tengo una teoría sobre por qué quieres escribir. No pretendo juzgarte, pero tal vez sea verdad. Fue verdad en mi caso, al menos.
En realidad, tú no quieres escribir una novela. Lo que quieres es algo que te reconozca como una persona creativa.
En 2002, un tipo de apellido Florida acuñó el término “clase creativa”. Lo hizo para hacer planes urbanísticos que se enfocaran en los “trabajos del futuro” en una época posindustrial. Para él, los creativos serían la nueva clase trabajadora que traería prosperidad a las ciudades. Florida basó su idea en un par de ciudades estadounidenses y, diez años más tarde, el mundo entero estaría desarrollando planes urbanísticos con la idea de atraer a esas personas maravillosas que son la clase creativa, motor del desarrollo.
La clase creativa, a diferencia de lo que puede parecer, no está compuesta casi para nada por novelistas. Para Florida, por una razón difícil de explicar, la clase creativa está compuesta por científicos, ingenieros o programadores; es decir, está más asociada a lo que hoy llamamos entrepreneur que a las artes o el diseño. Para Florida, estos sujetos conforman la clase creativa porque su trabajo está comprometido con la creatividad y las ideas nuevas. Y no es un secreto para nadie que todos asociamos ideas nuevas con tecnología. Según Florida, y otros tecnoevangelistas, es mucho más innovador y creativo el código de Word que todo lo que se ha escrito jamás en él. Porque para Florida, como para todos los amantes del término “clase creativa”, la creatividad no se trata de ideas, sino de productos. Siguiendo esa nomenclatura, tú, que quieres escribir una novela, no vas a hacer nada nuevo, solo vas a hacer “contenido”.
Yo vengo del lumpen creativo: trabajo como lo más bajo de la clase creativa. Soy publicista de profesión. La publicidad, aunque suena como una profesión que se trata de ideas, en realidad, se trata de réplicas. Y trabajar escribiendo publicidad se trata más de escribir cincuenta versiones más o menos diferentes de la palabra “gran oportunidad” que de pensar en ideas nuevas. De ahí, se entenderá mi resentimiento hacia la clase creativa, que, en realidad, tampoco está creando cosas radicalmente nuevas.
En mi caso, yo quería escribir una novela para pertenecer a la verdadera clase creativa (estaba equivocado, pero no sabía bien de qué se trataba eso de la clase creativa de Florida y, en realidad, quería escribir una novela como una especie de ascenso, como un escape de la publicidad; obvio, me equivocaba). Quería escribirla más que todo porque escribir me gusta y vivir de escribir, aunque sea de escribir “es nuestro cumpleaños y los regalos son para usted”, es algo que veo como un horizonte posible. Puedo escribir y leer lo que escribí todos los días de mi vida, incluso si lo que escribí me da vergüenza. Así que decidí que podía hacerlo. Luego chocaría estrepitosamente con la realidad editorial. Pero esa es otra historia.
En este punto, creo que está clara la diferencia entre querer escribir porque sí —algo que, tal vez, si nos guiamos por las motivadoras palabras de los ganadores del Nobel (¿han notado cómo muchos de los ganadores del Nobel de Literatura hablan como si estuvieran recibiendo un premio por una labor necesaria y sagrada que cumplen como una penitencia, sin esperar nada?), sea lo correcto— y escribir porque se quiere haber escrito. Yo tengo aspiraciones más modestas: solo quiero escribir para poder poner paréntesis dentro de un inciso y salirme con la mía.
Si quieres tener una novela a tu nombre, yo te recomendaría contratar a un escritor fantasma, o invocarlo, para que escriba eso que quieres contar y tengas tu novela publicada (yo podría ser tu escritor fantasma: contáctame). Pero si quieres escribir una novela, debemos volver a la pregunta de por qué. Aun cuando no sea necesario que la respondas. Solo después podemos pasar a la primera pregunta sobre tu novela.
Esta pregunta sí tienes que responderla. Por lo menos, a ti mismo. Por lo menos, para tener una idea en la cabeza. Por lo menos, para descartar la idea que tienes.
Di en voz alta de qué se trata tu novela. Nadie te va a juzgar si se trata sobre ti, sobre tu vida, sobre tus aventuras en el colegio.
Ahora bien, ¿qué tan interesante es tu vida? Yo lo pregunto con la firme intención de hacer algo para detener el aluvión de historias autorreferenciales que hay. Porque no podemos darle la razón a un crítico medio desconocido que decía que todas las novelas son autobiográficas. Más que todo, porque hay muchas formas de contar tu vida y la novela es un formato viejo que no tiene más que la esperanza de renovarse o de no renovarse nunca. Aquí no vinimos a defender formatos.
Voy a asumir que esta novela que, tal vez, quieres escribir —porque, claro, también podrías leer esto solo por leerlo— se trata de ti o de una historia particular de tu vida, o se trata de tu familia. Es muy probable que, si quieres escribir una novela, en algún momento, algún familiar te haya dicho, medio borracho en una fiesta: “Te voy a contar una historia para que la escribas”. Y, luego, comenzó a explicarte cómo se conocieron tus abuelos.
Todo es válido. Pero ten en cuenta que si vas a contar la historia de tu familia, vas a disgustar, por lo menos, a un par de familiares.
Es posible que también pase si cuentas tu propia historia. Uno de los problemas con hacer de ti un personaje de novela es que los personajes en las novelas hacen lo que sus autores imaginan. En cambio, tú tienes libre albedrío y has hecho cosas que ni querías hacer y que, cuando las ves en retrospectiva, no puedes justificar.
Existe, claro, la posibilidad de que tu novela, o tu idea para una novela, se trate de otra cosa. Es posible que sea una novela de fantasmas o de hombres lobo o de vampiros o de personajes que otra persona creó y tú usarás para tus fines eróticos (te adelanto, eso sí, que no sé mucho de fan fiction ni tuve Wattpad; entonces, no sabría muy bien darte los consejos apropiados para ese estilo).
Luego de hacerte estas preguntas, tal vez estés pensando que esto solo está haciendo más complicado empezar a escribir. Ese es el punto. Antes de empezar a escribir, hay que tener miedo a la página en blanco, pero no miedo de no saber qué escribir. Ese es un miedo tonto al que se le han dado miles de soluciones inútiles. Antes de empezar a escribir, deberías tener un poco de miedo a la página en blanco, no por su presencia opresiva que te recuerda que, tal vez, no logres terminar otro proyecto, sino porque, después de empezar, no puedas parar. Teme a la página en blanco, no porque sea una demostración de que no tienes ideas, sino porque, tal vez, esté mejor así que con tus ideas. Ten miedo a la página en blanco antes de empezar. Témele a la página en blanco porque su existencia te hará escribir, de forma inevitable, sobre el temor a la página en blanco. Piensa en la página en blanco como lo único necesario. Piensa en la página en blanco como la muerte. Y, después, di en voz alta de qué se trata tu novela. Y escribe lo que dices:
Esta novela trata de mí. Es la historia de mi infancia. Pero, también, es la historia de mis abuelos al conocerse. También es la historia de todas las infancias que son como la mía. Esta es la historia de un niño que hacía aviones de papel y, ahora, usa esos papeles para llenarlos de palabras.
O, también:
Al principio, empezó como un chiste. En ese barrio, hay vampiros. El otro día vi unos vampiros. Pareces un vampiro. Pero, años después, cuando la única forma de salir era inyectarse, el vampirismo se convirtió en la única opción. La temperatura de afuera era tal que, salir en el día, significaba morir calcinado. Solo quedaba la noche y, aun así, la temperatura era tan extrema que no podías respirar a menos de que te inyectaras con la vacuna a medio desarrollar que te dejaba más débil a la luz, dependiente de sustancias y, lo peor de todo, te hacía inmortal.
O, tal vez:
Ayer, a las once de la noche, murió un hombre. Sería información anecdótica si no fuera mi padre. Y que fuera mi padre no te importaría demasiado si antes no te digo que yo lo maté. Develado el misterio de quién, tal vez te interese saber cómo: ahogado, con el gas que suelta su propio auto. Para saber por qué, escribo esto.
Luego, solo queda extender la historia. O puedes decir lo que quieres contar y dárselo a alguien para que lo escriba.
O puedes contarles a tus amigos que tienes una idea para una novela, explicarles de qué se trata y ver su reacción cómo quien espera a que le terminen de cantar el cumpleaños. Ten en cuenta que, si decides hacer esto, luego tendrás que intentar olvidar la reacción de tus amigos.
O puedes no hacer nada y reconciliarte con la página en blanco. Y borrar todo y hacer otra cosa. Cualquier cosa. Puede que sea mejor.
Es posible que pienses que las ideas valen ahora más que nunca, que son algo preciado que se puede robar. Y no hay nada más alejado de la realidad. Las ideas no valen nada. No existen las ideas de un millón de dólares. Ni las ideas buenas, ni las ideas que se pueden robar.
Es probable que no me creas, que pienses que todos los megaempresarios tienen megaempresas porque tienen muy buenas ideas. Piensa en esto.
En 1994, cuando internet era una novedad y todo el mundo estaba pensando en cómo podría cambiar el mundo a través de esta nueva herramienta, a un tipo se le ocurrió utilizarla para vender libros. Veinte años después tendría una de las megacorporaciones más grandes del planeta.
Si quieres seguir con tu lógica de que existen ideas de un millón de dólares, perfecto. Pero vas a tener que aceptar que las ideas de un millón de dólares son ideas que se le hubieran podido ocurrir a cualquier persona. Vender libros por internet no es siquiera una buena idea. Hacer un buscador para encontrar cosas en internet sí lo es. Aun así, no es el tipo de idea que no verbalizas por miedo a que te la roben.
Las ideas no valen nada. Lo que cuenta es la ejecución. Es la parte en que la idea se complica lo que importa. Y, para que la idea se complique, tienes que llevarla a cabo, dejar que se desborde en implicaciones, dejar que te traicione.
Lo difícil no es pensar en qué hacer. Es hacerlo. Hacerlo y fracasar mientras lo haces.
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