4ª de Las falsificaciones
La cuarta vez que escribí sobre Parker y Berenice llevaban cinco horas en la carretera, tres meses de confinamiento y ocho años de matrimonio. Parecían destinados a envejecer juntos y extraerse hasta las últimas ganas de vivir a punta de arrepentimientos y reproches. Marchaban a Villa Harrington, sin embargo.
El padre de Berenice había fallecido la semana anterior. La policía lo había encontrado a siete kilómetros de Villa Harrington, al lado de la carretera. La billetera seguía en el bolsillo trasero, con dinero de sobra y la tarjeta del banco. Estaba descalzo.
El forense escribió «causas naturales» en su informe.
—El paradero de los zapatos es lo de menos —explicó—. No hay señales de violencia. Solo el maltrato del tiempo: la cabeza confundida y un corazón que no daba para más.
Aun así, Berenice le reclamó a la guardiana que lo haya dejado salir sin siquiera preguntarle a dónde se dirigía:
—Era un hombre de ochenta años.
—También un hombre libre, señora —respondió la guardiana—. Yo vigilo la entrada, pero no soy carcelera. No me toca juzgar lo que la gente haya hecho para terminar acá.
La guardiana era una mujer robusta, de semblante y maneras toscas. Llevaba el cabello a la altura de las orejas y una rala melena que le cubría la nuca. Berenice la imaginó frente al espejo, tijera en mano. No le tomaría más de diez minutos. Apenas un trámite.
A su retorno, los detuvo en el portal y les pidió sus documentos.
—Soy la hija de Manuel Augusto Chacón —reclamó Berenice—. Cómo no me va a recordar. La semana pasada vine a recoger el cadáver de mi padre. ¿Es que acá se muere la gente todos los días?
«La mascarilla», susurró Parker, acariciándole el hombro.
Berenice odiaba que hiciera eso. Anhelaba el día en que tuviera el coraje de abofetearlo en público.
La guardiana fingió comparar sus rostros con las fotos de sus documentos y les abrió la tranquera. Parker le contó que se estaban mudando a la cabaña de su suegro por unos meses:
—No sé si ha visto que los contagios se han triplicado en la ciudad. Allá estamos todos demasiado juntos. Acá hay una buena distancia entre cada cabaña. Podremos salir a tomar aire fresco sin miedo.
La mujer no le prestó atención. Mantenía un duelo de miradas con Berenice.
—Le mandé ese abrigo a mi padre por Navidad.
—No me lo he robado, señora. Su padre me lo regaló. Pero ya mismo se lo devuelvo.
Hizo el ademán de quitarse el abrigo. Parker insistió en que se lo quedara. Berenice, con fingida cortesía, también.
—Perdón, es que me trajo recuerdos. Todo es tan reciente.
—Ah.
Parker se encargó de la limpieza de la cabaña y Berenice de elegir lo poco que valía la pena conservar. Quería deshacerse por cuenta propia de las pertenencias de su padre para evitar que parasitaran su memoria.
Villa Harrington, sin embargo, ya se le había adelantado. Platos y cubiertos que no hacían juego, un candelabro improvisado con una botella y una vela, una lata de salsa de tomate vencida. Allí no había rastro del hombre metódico de su infancia. Era la cabaña de un usurpador. Tampoco lograba entender la gruesa capa de polvo acumulada sobre los muebles de la sala. Más que descuido, evidenciaba esfuerzo. Encima del velador: catálogos de lencería y recortes de las páginas de sociales de La Gaceta. Casi todos de mujeres rubias que sonreían a la cámara.
—Nos faltan cosas —anunció Parker, franela en mano.
Volvía del garaje, empapado en sudor.
—Una podadora, que el jardín está horrible. Y veneno para ratas, lo más urgente.
—Puede que la guardiana conozca un jardinero —dijo Berenice, sin levantar la mirada.
—Pensé que no te haría gracia que le pidiera un favor. Digo, después de la escenita que montaste con lo del abrigo.
Berenice lo ignoró. Continuó hurgando en los cajones.
—También me faltan herramientas. Deben tener en el lugar ese que vimos en la carretera.
Era un centro comercial en medio de la nada. No habían encontrado otro en el camino. Berenice le había pedido que se detuvieran un rato.
—¡Por Dios, mujer! ¡Cómo iba a saber que tu padre vivía en estas condiciones! No soy adivino.
—Tómate tu tiempo —dijo Berenice, acariciándole el hombro—. Yo también voy a salir un rato. Necesito estirar las piernas.
Conforme se alejó de la cabaña, más tierra y menos asfalto.
Luces apagadas, cortinas cerradas.
Un pueblo abandonado había usurpado los jardines con margaritas y el aroma de las tartas en las ventanas. En realidad, lo que Berenice recordaba era un libro de romance adolescente que su padre le había regalado cuando terminó la primaria: El duende y la zarigüeya, de T. S. Levinson. El libro, algo inapropiado para sus doce años, había sido su educación sentimental. Por el título, quizás, su padre habría pensado que era de fantasía.
Tocó algunas puertas con la excusa de presentarse. Nadie respondió.
La última estaba entreabierta. Preguntó si podía pasar.
La sala apestaba a vómito. Al taparse la nariz, se percató.
«La mascarilla», casi pudo oír el susurro de Parker.
La había olvidado en la perilla de la puerta. Parker le había dicho que la dejara allí, precisamente, para que no olvidara ponérsela antes de salir.
«Una desconocida sin mascarilla te toca la puerta. Tú tampoco dejarías entrar a la muerte, cojuda», pensó.
Parker nunca había visto una niebla tan espesa. Le costaba distinguir incluso las formas.
Llevaba más de una hora conduciendo y aún no encontraba el supermercado. Lo angustiaba la idea de habérselo pasado. También, el silencio. Le recordaba el lacerante mutismo en el que Berenice se regocijaba cuando tenía razón.
Encendió la radio. Sonaba una canción de The Killer Squirrels que, traducida al español, decía algo más o menos como «te dejé marchar, nena, pero tu reflejo será mi sombra».
El carro se apagó de pronto.
—Carajo —dijo Parker.
Golpeó el timón con las palmas de las manos, encendió las luces de emergencia y se las arregló para empujar el carro a un lado de la carretera.
No tenía señal en el celular. Tampoco funcionaba el GPS.
«Tendrías que haber descargado el mapa con anticipación», casi pudo oír el reproche de Berenice.
—Cojuda —dijo.
Se apoyó en la maletera y encendió un cigarrillo. Tarareó la canción de The Killer Squirrels.
Unas luces altas atravesaron la niebla. Tocó la bocina varias veces, con la esperanza de que el conductor se detenga.
Encontró una bodega abierta. Un muchacho con la cara llena de acné barría la entrada. Usaba la mascarilla como babero. Al verla, se la subió y le hizo una señal que la invitaba a pasar.
Berenice le preguntó si vendía mascarillas.
—Cómo no —dijo el del acné—. Pero sepa que acá no las usamos mucho. Yo me la he puesto porque sé que usted viene de la ciudad.
Berenice también compró fideos, una lata de atún y un paquete de los cigarrillos que le gustaban a Parker.
—¿Nada más, señora Berenice? Mire que cierro en una hora y no va a encontrar otra tienda cerca.
Aunque era fácil intuir quién le había dado su nombre, Berenice miró de reojo hacia la salida, metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y acomodó las llaves de la cabaña entre sus dedos.
—La guardiana vino hace un rato —dijo el del acné, mientras se quitaba un moco de la nariz—. No lo parece, pero le gusta hablar de más. Me habló de usted y de su esposo. Me avisó que de seguro se pasaba por acá.
Berenice se preguntó si la guardiana también hablaba de más con el usurpador que había vivido en la cabaña de su padre. Los imaginó sentados en las escalinatas del porche, brindando con las cervezas a las que luego les dispararían. Había encontrado, en el jardín trasero, un tacho lleno de latas con agujeros de bala.
Cogió un cartón de huevos y una barra de pan de molde para no despreciar la advertencia. Preguntó a qué hora cambiaba de turno la guardiana.
—Eso no hay acá, señora Berenice —se burló el del acné—. La guardiana nos cuida de día; de noche, la tranquera. Pero no se preocupe, yo tengo el sueño ligero. Cualquier cosa, le aviso.
El del acné trató de extender la conversación hablándole de su padre (o, más bien, del usurpador que había vivido en la cabaña de su padre).
—Era un hombre singular, para qué. A veces me hablaba de su familia. De usted y de su hermana, sobre todo. Les gustaba ir a la playa, ¿no? Me enseñó unas fotos. Las dos eran muy pequeñitas, pero usted ya usaba bikini.
Berenice lo cortó pronto.
—Perdona, aún tengo mucho que desempacar y no quiero acostarme tarde —mintió.
Recibió el mensaje de WhatsApp mientras preparaba los fideos.
«Ya te traje hasta acá y te dejé instalada. Eso es más de lo que mereces».
Era él quien había insistido en mudarse a Villa Harrington. La misma noche del entierro.
—Incluso si su señal fuera un desastre, yo solo tengo que responder correos al final del día. Tú puedes tomar vacaciones, ¿no?
—No hay mucho que hacer allá.
—Allá es mejor que acá. Cualquier allá es mejor que acá.
—No lo sé, todo es tan reciente. Siento que todo me va a recordar a él.
—¡Por Dios, mujer! ¡Qué exagerada! Si con las justas lo visitabas una vez al año.
Berenice cogió uno de los cigarrillos que le había comprado a Parker y se agachó para encenderlo con el fuego de la hornilla.
—Te extrañé —dijo, luego de la primera calada.
Cenó frente a la tele.
Pasaban esta vieja película Les nuages, de Tatienne Desjardins, sobre un asesino serial. Estaba justo en su parte favorita, cuando el detective obeso perdía los papeles en el interrogatorio al principal sospechoso.
«Sé muy bien lo que hiciste, hijo de puta. Yo mismo me encargaré de que lo pagues», amenazaba el detective obeso. Tenía al sospechoso cogido del cuello de la camisa. «Me importa una mierda que no pueda demostrarlo ante un juez. Mírame bien a los ojos, basura malnacida. Estos son los ojos que te van a perseguir hasta el mismo infierno».
La escena cobraba relevancia al final. La policía cerraba el caso por falta de pruebas. El detective obeso fallecía, unos años más tarde, en un accidente de tránsito. El sospechoso leía el obituario del detective obeso sentado en el inodoro. Apartaba el diario, se levantaba para lavarse las manos y sonreía frente al espejo. Hasta que algo, de repente, lo incomodaba. La cámara hacía zoom a su rostro. Sus ojos cubrían la pantalla durante un tiempo ominoso. Fundía a negro y caían los créditos.
Esa noche, Berenice soñó que caminaba por un sendero del Jardín Botánico un mediodía fresco, de cielo despejado. El sol encendía el color de las flores y el trinar de los pájaros era un rumor armonioso. Tendría nueve años, llevaba el jumper del colegio e iba de la mano de su padre. Antes del divorcio. O, quizás, los primeros días. Aún no se asomaba el usurpador. Caminar de la mano de su padre era como flotar. La cabeza en alto, la sonrisa al frente. Quería que todos la vieran. Hasta que algo, de repente, la incomodaba. Caía la noche. Sentía comezón en los tobillos. Al rascarse, descubría que unos bichos le trepaban por las piernas. Berenice gritaba horrorizada, daba patadas al aire para sacárselos de encima, pero el piso estaba plagado de bichos, cada vez más grandes y viscosos, que no tardaban mucho en cubrirla por completo.
Los golpes en la puerta la despertaron. Se había quedado dormida con un cigarrillo encendido. El cigarrillo se le había caído de la mano y había rodado hasta las cortinas.
—Tuvo suerte —dijo la guardiana—. Siempre cargo el extintor en la camioneta.
También le consiguió una sábana y la ayudó a colocarla en el riel.
Berenice le agradeció. No tenía mucho en la billetera, pero ofreció compensarla.
—No es necesario. Guárdese su dinero.
—Ah.
Ya no pudo dormir esa noche. En cuanto cerraba los ojos, le sobrevenían imágenes inconexas de su padre. Ni siquiera recuerdos, solo escenarios azarosos: en un parque de diversiones, aún sin canas, comprando manzanas acarameladas para la familia, o de madrugada, en calzoncillos, un verano infernal, fumando en el balcón. Pero también: perdido en un bosque, la angustia en el rostro, noches de hambre y llanto, rodeado de buitres.
—¡Ayúdenme, por favor! —escuchó que alguien gritaba fuera.
La silueta de una mujer se dibujaba en la sábana que usaba de cortina. Berenice se asomó a la ventana con cuidado. La mujer estaba frente a la cabaña y se cogía el vientre. Parecía retorcerse de dolor.
Cayó de rodillas. Berenice tocó la ventana para llamar su atención y la mujer levantó la cabeza. En lugar de ojos, tenía dos agujeros por los cuales comenzaron a salir los mismos bichos repugnantes de su pesadilla.
La mujer la señaló. Cientos de bichos continuaron saliéndole por la boca, las orejas, la nariz. Berenice corrió a encerrarse en el baño. Marcó el número de la guardiana.
La guardiana cogió las llaves de su camioneta y regresó a la cabaña. Le costó mucho distinguir las formas. La niebla también había invadido Villa Harrington.
Algunos de los bichos aún merodeaban en el porche.
Tocó la puerta.
El padre de Berenice le abrió.
—¿Qué? —preguntó, de mala gana.
La guardiana le dijo que su hija la había llamado y sonaba nerviosa.
—Está encerrada en el baño. Ifigenia se pasó por acá y la asustó.
—Hoy hay luna llena, es verdad.
Permanecieron en silencio durante un tiempo ominoso.
La guardiana pidió permiso para entrar.
—Haz lo que quieras —dijo el padre de Berenice.
El interruptor de la luz no funcionaba.
—¿Otra vez se quemaron las bombillas? —preguntó la guardiana.
—Pues habrá que cambiarlas —refunfuñó el padre de Berenice.
La guardiana consideró mandarlo a la mierda, pero se hubiera quedado sola y tenía mucho miedo a quedarse sola. Era lo que te hacía Villa Harrington. «Ojalá la señora pueda marcharse pronto», pensó.